Un
tiempo de héroes
Por: Benito Taibo - septiembre 22 de
2013 –
En alguna parte de La Odisea, Homero
dice que los dioses se dedican a tejer desdichas para que luego los hombres
tengan cosas que contar a las futuras generaciones. Debe ser, de alguna u otra
manera, cierto. Las grandes gestas de la humanidad están plagadas de desdichas
que son transmitidas de generación en generación para mostrar el talante, la
resistencia, la fuerza, la voluntad, el miedo, las pasiones altas y bajas de
nuestra especie, y que se queden para siempre grabadas en la memoria colectiva
como una muestra de la enorme fragilidad que nos contiene, y simultáneamente,
del arrojo que convierte de vez en vez a simples mortales en verdaderos héroes.
Yo viví un tiempo de héroes y no puedo menos, siguiendo la indicación de
Homero, que contarlo para que no se olvide. Hace 28 años y unos días, el 19 de
septiembre de 1985 a las 7 de la mañana con 19 minutos fuimos despertados de
una manera atroz. A pesar de vivir en una zona sísmica y estar mínimamente
acostumbrados a que la tierra se mueva, lo que nos tenía reservado la
naturaleza era en todos sentidos inconcebible. Yo estaba en la colonia Roma
Sur, en casa de mis padres. Se rompieron dos lámparas y se cayó una parte
importante de la biblioteca. Con el corazón desbocado y semidesnudos salimos a
la calle. Hasta que pasó el movimiento. El terremoto. Estábamos todos bien.
Muertos del susto pero bien. No había luz, pero el presagio del desastre era
inminente. Un pequeño radio de pilas comenzó a darnos cuenta de la magnitud de
la tragedia, lentamente. Me vestí y fui hasta la esquina. Allí estaba el primer
edificio destruido. Pedí prestada una bicicleta y comencé a pedalear por
Insurgentes, rumbo a la Secretaría de Comercio, donde trabajaba entonces. El
camino entero era una zona de desastre. Una ciudad bombardeada, destruida,
hecha pedazos. La gente en la calle inmóvil, mirando alrededor sin entender
nada. En calzoncillos, en bata, sangrando por las heridas, llenas de polvo,
sumida en el más absoluto de los estupores. La Secretaría era un amasijo de
metales, vidrios y concreto. En mi piso (el dos) murieron más de 20 personas.
Casi todas ellas pertenecientes al personal de limpieza. Había caído como cae
una torre de cartas, un castillo de arena, un juguete en manos de un niño
terrible y caprichoso. Intentamos ayudar en lo posible, pero cada vez que
dábamos un paso entre los escombros todo se movía, sujetado precariamente por
hierros retorcidos. Nos mandaron a casa. Ya debían ser las 12 del día por lo
menos. El ulular de las sirenas era constante. Se oía sólo eso y llantos
contenidos. Olía el aire a gas y a miedo. Regresé empolvado, temblando
descontroladamente, con el horror fijo para siempre en las pupilas. Perdí la
bicicleta y también la inocencia. Esa ciudad inmensa, fuerte, aparentemente
indestructible, en realidad era tan frágil como una mariposa. Caminé mucho
rato, viendo una y otra vez escenas desgarradoras, padres buscando a sus hijos,
muchachos buscando a sus abuelos, gente llorando en la banqueta, árboles y
semáforos tirados en medio de la calle. Un perro enorme, gran danés negro,
aullando en la azotea de un edificio. Mi madre y sus amigas ya estaban
cocinando en mi casa, en enormes ollas, para un batallón que sabían llegaría
más temprano que tarde. Quién vivió una guerra sabe qué hacer y cómo hacerlo. Y
allí comenzó el milagro. Un milagro laico e inmenso. Nació la sociedad civil
organizada. Brigadas ciudadanas comenzaron a operar, ante la ausencia de
gobierno y de sentido común, en toda la geografía citadina. Sin mandos, ni
órdenes gritadas, ni horarios establecidos, ni burocracia alguna. Y los héroes,
que hasta entonces estaban ocupados en vivir sus pequeñas vidas como el resto
de los mortales, surgieron refulgentes de los lugares más insospechados, de la
periferia, las barriadas, las vecindades. Con la mirada clara, el martillo en
la mano, el casco de siempre, la sartén por el mango, el botellón de agua en el
hombro, la voluntad a toda prueba. Y comenzaron a sacar vivos y muertos de los
escombros, a limpiar el desastre, a cocinar y dar de comer a multitudes, a
organizar el tránsito, el abasto de agua, de medicinas, de abrazos, a entregar
el corazón sin pedir nada a cambio. Yo los vi, estuve junto a ellos, no me
considero uno de ellos, no tengo ni el valor ni la fuerza que ellos tienen. Yo
sólo me convertí en ciudadano, un orgulloso ciudadano en el más amplio sentido
de la palabra. Hice para siempre de esta ciudad, mi casa, mi patria, mi
bandera, mi segunda piel, como dice en una canción Víctor Manuel. Estuvimos
ayudando, mi hermano, mis amigos, sus amigos, un montón de desconocidos que
fueron también nuestros hermanos durante esos terribles, pero luminosos días,
en un Hospital abandonado a un costado del Parque de Sullivan. Ahí se habilitó
un albergue y una inmensa cocina donde se hacían más de tres mil raciones
diariamente. Pintado con spray rojo, en esa cocina se podía leer: “Aquí, lo
único que tembló fue la tierra”. Cada vez que el desastre toca a nuestras
puertas, cierro los ojos y la veo claramente. Incluso ahora, a 28 años de
distancia. Ahí estaban los héroes de mi tiempo, fue un inmenso privilegio haber
podido estrechar su mano, palmear su espalda, servirles un café caliente
después de largas y duras jornadas. Nunca he abrazado a tantas personas como lo
hice entonces, agradecido, emocionado, lleno de fe en la humanidad. Nunca oí
una sola queja. Lo que vi y lo que viví me llena de un indescriptible orgullo
que conservo intacto desde entonces y para siempre. Lo cuento, sencillamente,
para que no se olvide. Sí los dioses tejen desdichas como acostumbran, siempre
me pondré del lado de los hombres…
Este contenido ha sido publicado originalmente por SINEMBARGO.MX en la siguiente dirección: http://www.sinembargo.mx/opinion/22-09-2013/17615. Si está pensando en usarlo, debe considerar que está protegido por la Ley. Si lo cita, diga la fuente y haga un enlace hacia la nota original de donde usted ha tomado este contenido. SINEMBARGO.MX
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