Washington, D.C.—Para los súper ricos, la vida es un juego en el que el único marcador aceptable es el triunfo. La elección del 1 de julio–en la que Andrés Manuel López Obrador se perfila como ganador—es el juego más arriesgado de sus vidas. Sienten que sus fortunas y privilegios están en peligro. Como tribu bajo ataque, cierran filas. Se protegen mutuamente. Enarbolan la misma causa: impedir la victoria del candidato que según la paranoia colectiva que los acoge amenaza su derecho inalienable a ser ricos. Son los hombres más opulentos de México cuyas fortunas equivalen al 9 por ciento del PIB (Informe de Oxfam, 18/01/16). Quieren más. Son insaciables.
El primero en aventarse al ruedo fue Carlos Slim, el más acaudalado de todos. El mes pasado advirtió a López Obrador que “suspender el proyecto [del nuevo aeropuerto en el que el empresario tiene miles de millones de dólares invertidos] es suspender el progreso del país”. AMLO respondió diciendo que Slim, quien por lo general se mantiene al margen de la grilla política, estaba siendo usado por la “mafia del poder”.
Slim no ha vuelto a decir nada. Reculó. Pasó el megáfono a sus correligionarios. Esta semana trascendió una insólita carta en la que Germán Larrea, el segundo hombre más rico de México, pidió a sus empleados, accionistas y proveedores, “no votar por un gobierno populista” que “desincentivaría las inversiones y afectaría gravemente a los empleos y a la economía” (SinEmbargo 29/05/18). Una exageración.
Larrea niega que su fortuna–estimada en 17 mil 300 millones de dólares por la revista Forbes–sea producto del compadrazgo y la corrupción, “como afirma injustamente el candidato de Morena en referencia al régimen concesionado”. Pero los hechos lo desmienten. Su fortuna es producto del sistema clientelar mexicano. En la década de los noventa, Carlos Salinas vendió a Grupo México, propiedad de Larrea, dos mineras de cobre que eran propiedad del Estado en Cananea y Nacozari. Larrea sólo pagó 475 millones de dólares, la mitad del precio inicial. López Obrador dice que Larrea ha sido “de los empresarios predilectos” del neoliberalismo y un “buen traficante de influencias”.
Según Larrea, la solución a la delincuencia “es la estricta aplicación de la ley, sin distinción alguna”. Otra mentira. Larrea está por encima la ley. En 2014, la minera Buenavista del Cobre, filial de Grupo México, derramó 40 millones de metros cúbicos de sulfato de cobre y metales pesados en los ríos Sonora y Bacanuchi. Calificado como el “peor desastre ecológico” en la historia del país, el derrame dejó a miles de residentes sin agua limpia. El crimen que produjo 360 personas enfermas fue archivado por la PGR. Ni Larrea ni ningún funcionario de Grupo México fueron acusados. No ha habido reparación de daños para los 274 mil habitantes de los siete municipios afectados.
En Estados Unidos, Larrea tiene fama de codo. Es dueño de inmuebles de lujo, incluido un condominio en el piso 38 del Ritz Carlton ubicado en la icónica “Magnificent Mile” de Chicago, por el que pagó 3 millones 400 mil dólares. Quiso comprar el penthouse pero regateó el precio y perdió la puja.
Alberto Bailleres, el tercer hombre más rico de México, es el último multimillonario en subirse al ring electoral. El Palacio de Hierro, de su propiedad, exhortó a sus empleados a votar por el candidato que tenga la mayor probabilidad de vencer a López Obrador pues, argumentó, “es la mejor oportunidad que tenemos de preservar el sistema económico que nos permite emplearlos” (Bloomberg 30/05/18). Un mensaje creado para transmitir temor e incertidumbre.
El creciente número de empresarios que están usando el mismo discurso de miedo parece dar validez a la denuncia de López Obrador sobre la existencia de una campaña sucia para sabotear su triunfo. Las campañas de terror son estrategias de propaganda política, probadas en muchos países a lo largo de la historia empezando con la Alemania nazi, que promueven información sesgada sobre las consecuencias presuntamente catastróficas de votar por el candidato rival. En el caso de México, su objetivo es hacer creer que si AMLO gana, el país se irá directo al despeñadero. Es lo mismo que hizo la derecha chilena contra Salvador Allende cuando en las elecciones de 1964 y 1970 difundió el miedo de que si ganaba la presidencia convertiría a Chile en una “segunda Cuba” o en satélite de la entonces URSS.
Para los ricos asustar con el petate del muerto machacando que AMLO es populista es el último acto. Sin embargo, no hay indicios de que la élite empresarial logrará convencer al electorado–al que dicho sea de paso considera pasivo e ignorante–no votar por AMLO. Lo más probable sea que la campaña de terror resulte contraproducente. Cuestión de recordar que los ataques de los políticos y los medios de comunicación ayudaron a Donald Trump a consolidar y expandir su base de apoyo.
Exhortar a no votar por López Obrador no es necesariamente un delito electoral. Otra cosa sería si los empleados hubieran sido coaccionados, intimidados o chantajeados. Al parecer no fue el caso. La Coparmex defendió a los empresarios argumentando que están ejerciendo su derecho a la libertad de expresión (Reforma 31/05/18). Con todo, el voto es secreto y anónimo. Sufragar es un acto de privacidad política. A nadie le gusta que le digan por quién votar. La cúpula empresarial está jugando con fuego.
Twitter: @DoliaEstevez