CIUDAD DE MÉXICO (apro).- La sucesión presidencial de 2018 se adelantó y el control de este proceso ya no lo tiene el PRI ni el presidente de la República en turno, Enrique Peña Nieto.
Los resultados victoriosos para el PAN provocaron un nuevo desfile de aspiraciones y expectativas frente a la posibilidad de otra alternancia desde la derecha: Margarita Zavala intensificó su ronda de entrevistas en medios para decir lo que todos ya saben; el gobernador poblano Rafael Moreno Valle también se autopromovió; el incontenible Vicente Fox salió a declarar a favor de la ex primera dama; y los columnistas y publicistas exprés ya ubican a Ricardo Anaya, el “joven maravilla”, como un nuevo precandidato para un PAN que recuperó la competitividad electoral.
El mismo Anaya alentó esta percepción de sucesión adelantada en el PAN señalando que las victorias del 5 de junio demuestran que Acción Nacional retornará a la presidencia en 2018. Anaya retoma la autonomía que el blanquiazul perdió en los tres años de Pacto por México, al menos declarativamente.
En contraste, el silencio priista y peñista en torno a los escenarios de la sucesión sólo acentúan el amargo sabor de sus derrotas y la dureza del reacomodo de los aspirantes. En la cultura priista se prevé un periodo de golpes bajos y soterrados mucho más delicados que los que ya se daban antes del 5 de junio de 2016.
A Peña Nieto los resultados electorales de este año le cortaron el dedo. No sólo se autodescarta su adversario interino y dirigente nacional del PRI, Manlio Fabio Beltrones, sino que también obligará a un replanteamiento frente a otros actores y factores de la derrota y que forman parte del gabinete peñista: el secretario de Gobernación, Miguel Angel Osorio Chong, el titular de Hacienda, Luis Videgaray, y el secretario declarante, pero inoperante de la “mando dura”, Aurelio Nuño.
El único que se ve feliz y hasta jugó con declaraciones ambiguas sobre sus aspiraciones es el gobernador mexiquense Eruviel Avila, quien ya demostró una vez que es capaz de tronar el dedazo cuando se impuso como candidato a gobernador del PRI en 2011 al entonces mandatario mexiquese Enrique Peña Nieto.
Y en la izquierda, Andrés Manuel López Obrador no tiene adversario entre las distintas figuras del perredismo. El dirigente de Morena prácticamente va solo hacia el 2018, pero ahora ya no tiene el monopolio de la lucha anticorrupción, bandera que el PAN le arrebató para volverla un motor de sus victorias en este año.
La moda de los candidatos independientes aminora frente a una realidad: en la política mexicana no existen auténticas figuras independientes que puedan llegar al margen de las estructuras o de las prácticas partidistas. Mucho menos si los “independientes” son más dependientes de las fracturas priistas o de los grupos de interés.
Ahí está el caso de Jaime Rodríguez, El Bronco, que apenas a un año de tomar el poder avanza en algunas de las decisiones que el electorado de Nuevo León esperaba de él.
Javier Corral, en Chihuahua, demostró que desde el PAN se puede articular una alianza eficaz no con el PRD sino con una red de organismos sociales y ciudadanos para darle viabilidad a una candidatura opositora. No se necesitan “partidos satélites” sino ciudadanos reales para impulsar victorias electorales.
Flashback a 2010: el Imbatible Peña de Entonces
Hace seis años, en 2010, nada parecía frenar el avance del gobernador mexiquense Enrique Peña Nieto en su ascenso a la presidencia de la República. Tenía el dinero suficiente, el apoyo mediático inocultable y las alianzas con todos los actores y factores de poder para que el PRI retornara a Los Pinos.
Poco importaba su ignorancia en asuntos centrales, su provincianismo expandido a grado de ícono del Mirrey o lo impostado de su romance con Angélica Rivera para “posicionar la marca” entre el electorado.
Peña Nieto era imbatible a partir de un síntoma de nuestra transición fallida: las elecciones autoritarias en México tienen fachada de democráticas, pero se “compran” anticipadamente. La presidencia de la República es una inversión. Y Peña y su grupo fueron los que más invirtieron con dinero público, dinero privado y dinero sucio.
El “sindicato de virreyes” que llegó con él a Los Pinos se incrementó justo hace 6 años con las victorias del PRI en Veracruz (Javier Duarte), en Chihuahua (César Duarte, delfín de Emilio Gamboa Patrón), en Quintana Roo (Roberto Borge), Durango (Jorge Caldera) y en Zacatecas (Miguel Alonso Reyes). Todos ellos le debieron su llegada al grupo mexiquense de Peña Nieto.
Además de estos gobernadores electos en 2010, Peña Nieto tenía una sólida alianza con los gobernadores priistas Rodrigo Medina (Nuevo León), Ivonne Ortega (Yucatán), Humberto Moreira (Coahuila), Aristóteles Sandoval (Jalisco), y hasta patrocinó a gobernadores de “oposición” como Angel Aguirre, en Guerrero, o del Partido Verde, como Manuel Velasco en Chiapas.
La gran mayoría de estos gobernadores peñistas tenían un rasgo en común: jóvenes con gestos de mirreyes que se transformaron en virreyes, sin límite ni autocontención. Su carrera política no tenía calle sino demasiada ingeniería financiera y mediática. Eran líderes construidos con dinero y medios, no con apoyos sociales reales.
Peña Nieto centralizó en 2010, a raíz de aquellas victorias, el apoyo tanto de los dos ex presidentes priistas más influyentes, Ernesto Zedillo y Carlos Salinas, como de poderosos cacicazgos sindicales, como Elba Esther Gordillo, y doblegó a la entonces dirigente nacional del PRI, Beatriz Paredes.
La candidatura de Peña Nieto en 2012 fue prácticamente una “coronación” anticipada.
Hasta el presidente panista Felipe Calderón cedió y cerró desde 2011 todas las posibilidades de mantener al PAN en el poder con un candidato o candidata auténticamente competitivo ante la oleada de dinero, intereses y pactos del aparato peñista.
En el PRD sólo existían dos opciones reales: el jefe de Gobierno capitalino Marcelo Ebrard, y el ex candidato presidencial de 2006, Andrés Manuel López Obrador. El primer cedió finalmente ante el tabasqueño a cambio de una alianza para que Ebrard designara al candidato a jefe de Gobierno en el Distrito Federal. Así llegó Miguel Angel Mancera.
El resto de esta historia ya la conocemos: Mancera acabó traicionando a su ex jefe Ebrard y alejándose de López Obrador para desplazarse como un dócil jefe de Gobierno plegado al peñismo y, en especial, al secretario de Gobernación, Miguel Angel Osorio Chong.
Ebrard anda autoexiliado, López Obrador se salió del PRD anticipando la debacle de este partido por formar parte del Pacto por México y fundó Morena.
2016, Adiós al “Sindicato de Virreyes”
Seis años después de aquel 2010 el panorama es muy diferente. Y más después de las derrotas históricas del PRI en 7 entidades, 4 de las cuales habían sido monopolio del tricolor: Durango, Tamaulipas, Veracruz y Quintana Roo.
Si bien el PRI recuperó Oaxaca y Sinaloa, producto de aquellas alianzas electorales del PRD y del PAN, la dolorosa pérdida de Veracruz –el tercer granero electoral- y de Tamaulipas, así como el ascenso del PAN y de Morena, deja al partido gobernante en una situación amarga e incierta frente al 2018.
Lo ocurrido no es menor. No sólo se perdieron 7 entidades. Se disolvió el modelo del “sindicato de virreyes” que llegaron con Peña Nieto al poder, en medio del más profundo desprestigio y malestar ciudadano por la corrupción rampante, la impunidad y los visos de megalomanía criminal tan acentuada en casos como los de Javier Duarte o Roberto Borge.
Se repitió el mismo modelo del peñismo de hace seis años: mucho dinero, control de medios, compra de votos y el ingrediente nuevo de la guerra sucia en rede sociales, pero ahora no funcionó a favor del PRI. Se robaron hasta entre ellos. Se autoengañaron de manera burda.
Al perder ese modelo victorioso de 2010, Peña Nieto también perdió el control de su propia sucesión. La derrota del 5 de junio deja fuera de la sucesión, una vez más, a Manlio Fabio Beltrones, un adversario interno poderoso y experimentado, que servía de contraste para el propio peñismo.
Sin embargo, la derrota de Beltrones no es sólo responsabilidad de él. De hecho, el actual dirigente del PRI perdió antes del 5 de junio: cuando anunció la inminente salida de Javier Duarte de la gubernatura de Veracruz, un “control de daños” necesario para retener el voto a favor del PRI, y desde la Secretaría de Gobernación, Osorio Chong mandó señales en contra.
Ahí comenzó a escribirse la derrota del 5 de junio en el terreno de la fractura interna del peñismo y del priismo. Después vino la salida de Carlos Joaquín, del PRI, y después la suma de errores y horrores cometidos en Tamaulipas y en Chihuahua.
Los precandidatos “naturales” del peñismo se debilitan profundamente frente a los resultados del 5 de junio:
-Miguel Angel Osorio Chong, titular de Gobernación, se equivocó en sus cálculos y proyecciones, insistió en que no pasaba nada frente a los escándalos de corrupción de los gobernadores salientes y que no existía impacto negativo ante la tragedia de Iguala o las violaciones a derechos humanos.
-Luis Videgaray, secretario de Hacienda, el arquitecto de un modelo económico que ha irritado a la población y no ha generado beneficios tangibles, se devalúa como figura electoral tan aceleradamente como el peso.
-Aurelio Nuño, que pretende convertirse desde la SEP en un secretario de Gobernación alterno, confundió la “mano dura” con la eficacia y en lugar de resolver conflictos como el del Politécnico o el de la CNTE se han agravado. Un conflicto como el magisterial no se resuelve a golpe de periodicazos o linchamientos en televisión.
El panorama se le movió así a Peña Nieto desde una situación de debilidad, no de fortaleza.
Entre las barajas que le quedan, en el flanco de los gobernadores, sólo existen figuras como Eruviel Avila, en el Estado de México, el auténtico granero de votos y dinero del PRI. Avila podría repetir en 2018 lo que hizo en 2011: “doblarle” el dedo a Peña, con tal de no perder la auténtica joya de la corona priista.
Lo que suceda en la elección de 2017 en el Estado de México y en Coahuila determinarán esta tendencia. Lo cierto es que si Eruviel Avila pretende replicar el modelo peñista de dinero, corrupción y alianzas sin ciudadanos, el PRI tiene muy difícil el panorama para el 2018.
Este análisis se publicó originalmente en Homozapping.