Entre los policías de Iguala, ministerios públicos y militares, el desprecio hacia los normalistas de Ayotzinapa es manifiesto. El médico Ricardo Herrera –quien denunció a los estudiantes heridos que penetraron en su clínica en demanda de atención– sostiene sin rubor que “los ayotzinapos” son agresivos y por eso les volvió la espalda. Con ese estigma se tratan de ocultar las tropelías de un partido –el PRD– y un alcalde intolerante –José Luis Abarca–, a quien desde hace meses se le acusa por el asesinato del activista Arturo Hernández y por sus presuntos nexos con un grupo de narcotraficantes.
IGUALA, GRO.- “Vi al herido, pero no lo atendí porque no era mi responsabilidad.”
El médico cirujano Ricardo Herrera lo dice con naturalidad, con un dejo de satisfacción por el deber cumplido al dejar sin auxilio al estudiante con la quijada rota, la cara perforada por un balazo, que requería atención urgente la noche del 26 de septiembre, cuando lo encontró escondido dentro de su hospital, con una veintena de estudiantes normalistas.
En vez de auxiliarlo habló a la Policía Municipal para que se los llevara. Llamó a la misma autoridad que esa noche emboscó hasta tres veces a los estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa –a una hora de distancia–, destrozó a balazos los autobuses que los transportaban y, en un episodio aún irresuelto –en el cual participaron sicarios del Cártel Guerreros Unidos–, mató a dos adultos y a cuatro estudiantes –uno de ellos apareció desollado: sin rostro, con los ojos arrancados–, y se llevó detenidos a otros 43 que aún no aparecen.
Para este médico, el herido no tenía más que un rozón que le partió los labios y andaba platicando con sus compañeros como si nada. Y justifica su indolencia:
“‘Los ayotzinapos’ vienen agresivos, violentos, sacan a los pacientes, destruyen, vienen como delincuentes. Si de veras son estudiantes, eso no se hace”. Esa reacción es similar a la de muchos igualtecos, quienes al igual que militares, paramédicos, ministerios públicos y policías estatales dieron la espalda a los estudiantes de esa escuela donde se forman profesores rurales y donde el requisito para matricularse es ser pobre.
Cuando se le recuerda al médico que los estudiantes están desaparecidos y podrían haber terminado en fosas –como han declarado policías y narcos detenidos por la procuraduría federal– dice: “Eso es lo que va a pasar a todos ‘los ayotzinapos’, ¿no cree?”.
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El padre de uno de los dos normalistas heridos que hasta el martes 7 permanecían internados en el Hospital General de este municipio relata lo que sabe sobre la suerte de su hijo:
“Cuando recibí la llamada a las dos de la mañana del teléfono de mi hijo pensé que era él, pero fue cuando me enteré a grandes rasgos que estaba herido y no lo querían atender en una clínica ni había taxis para llevarlo. No entiendo cómo llegó la Marina, el Ejército, y no permitían que se llevaran a mi muchacho. También lo intimidaban.”
Lo visita el maestro que guió a los normalistas a esconderse en el hospital Cristina, quien confirma que los taxistas no querían llevar al joven herido, que él y los compañeros intentaban frenar el sangrado con una playera. Hora y media después de la balacera alguien gritó que se acercaba el Ejército. Todos se escondieron. Los militares, apuntando con sus armas, sacaron a los 26 de sus escondites, los regañaron por dedicarse a la “delincuencia” y amagaron con llevarlos detenidos.
“Se metieron a un hospital privado; eso es allanamiento. Es un delito –recuerda el maestro–. Les dijimos que si van a llamar a los municipales nos van a entregar para asesinarnos, porque ellos son los que balacearon a todos.”
Se fueron. Les aseguraron que pronto pasaría una ambulancia por el herido. Abordaron el taxi que envió un conocido al hospital.
El joven tenía pesadillas, lo dormían con sedantes, cuenta el padre. Perdió la voz y una parte de la cara. Tiene inflamado el rostro y se comunica a través de la escritura. El miércoles 8 fue trasladado al Distrito Federal para someterlo a cirugías.
Enseguida está el hermano de otro de los heridos, en coma. Está conectado por ventilador. Lo poco que mueve del cuerpo es por reflejo. No pudieron trasladarlo a un hospital de alta especialidad porque requiere estar conectado y su cerebro está inflamado.
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En fotografías y videos tomados la tarde del 26 de septiembre, antes de que ocurriera la tragedia, se ve a 3 mil acarreados, un templete adornado con flores y un escenario con el rostro amplificado de María de los Ángeles Pineda Villa, la esposa del alcalde perredista José Luis Abarca. Era el escenario para que ella diera su informe como presidenta del DIF, el lanzamiento disfrazado de su campaña para suceder a su marido en la alcaldía.
A su lado, en primera fila, estaba el jefe del Estado Mayor del 27 Batallón de Infantería, coronel Juvenal Mariano García.
José Luis y María de los Ángeles se enriquecieron con el negocio del oro que hizo nuevos ricos a muchos en esta ciudad en los noventa. Ambos se convirtieron en propietarios de decenas de locales en el centro joyero y de una plaza comercial, de casas y ranchos. Por su cercanía con Lázaro Mazón, el actual secretario de Salud, Abarca fue impuesto como candidato del PRD, partido al que se afilió, con el que ganó las elecciones y en el que su esposa escaló hasta ser consejera.
En la entrada del palacio municipal y en los documentos la señora no escribía nunca su segundo apellido, que la vinculaba directamente con sus hermanos Salomón Pineda Villa, El Molón, jefe de plaza de Guerreros Unidos; Alberto Pineda Villa, El Borrado, y Mario Pineda Villa, El MP, exoperadores de los Beltrán Leyva asesinados, y con María Leonor Villa Orduño, a quien señalan como su madre y operadora y prestanombres del capo.
Los estudiantes de la Normal de Ayotzinapa habían llegado a Iguala la tarde del 26 de septiembre a fin de pedir dinero para acudir a la manifestación anual del 2 de octubre y sacar camiones de la terminal de autobuses que los transportaran, pues en Chilpancingo se los habían impedido.
Justo ese día un periódico local informó que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos acababa de admitir la denuncia contra Abarca, quien, según testigos sobrevivientes, asesinó personalmente en mayo de 2013 al activista Arturo Hernández Cardona y otros activistas del Frente de Unidad Popular (FUP) por ser disidentes.
Periodistas que asistieron al informe de Pineda Villa recuerdan que en pleno baile cerca del Zócalo se escuchó un disparo que no saben ubicar quién lanzó; los locatarios bajaron las cortinillas. Los estudiantes viajaban a bordo de tres camiones hacia la salida de la ciudad, pero en el Periférico fueron emboscados por una veintena de patrullas (entre éstas las matrículas 018, 020, 027, 028 y la 302) con el desenlace ya conocido.
Tras el escándalo se supo que el secretario de Seguridad Pública, Felipe Flores Vázquez, era clonador de patrullas utilizadas para delinquir y una pieza del Cártel Guerreros Unidos. Hoy está prófugo, al igual que Abarca.
En este municipio circulan varias versiones sobre los resortes que activaron la barbarie.
“El presidente municipal perdió el control. Su vieja estaba tan encabronada de que le echaran a perder su acto, que se le hizo fácil dar la orden a su hermano El Molón, quien ordenó a Guerreros Unidos llevarse a ‘los ayotzinapos’ para madrearlos. Creo que eso pensaban y los iban a esconder como siempre hacen”, explica un miembro del cabildo.
El secretario técnico de la Red Guerrerense de Organizaciones Civiles de Derechos Humanos, Manuel Olivares, lanza otra teoría: Fue en venganza por los destrozos causados durante las manifestaciones por el asesinato de Hernández Cardona –que nunca les perdonaron– “y la sensación de intocable del presidente municipal que era cobijado por el Congreso del estado, el gobernador Ángel Aguirre y su partido, que le generaba un marco de impunidad cuando la gente exigía su desafuero”.
Una versión más: Alguien, desde el gobierno del estado, envió a esa zona a los estudiantes y dio el pitazo de que eran miembros del Cártel de Los Rojos que habían llegado a disputar terreno a Guerreros Unidos. Por eso la cacería de los camiones y el de los deportistas de Los Avispones de Chilpancingo, sospechosos por ser varones en edad productiva.
Otra, de boca de un maestro: “Como están en constante pelea con Los Rojos y se tiran muertos todo el tiempo como marcando el territorio, la teoría es que se haya infiltrado gente de Los Rojos para calentar la plaza y culpar a los otros. Les salió bien porque todas las casas que tenían los de aquí, por lo que pasó, ya fueron cateadas”.
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En el municipio de Iguala, cuna de la Independencia nacional, ya se habían hecho costumbre los tratos más crueles, inhumanos y degradantes para disciplinar a la disidencia.
“El PRD toda la disidencia silenciaba”, dice la regidora Sofía Lorena Mendoza Martínez, viuda de Hernández Cardona.
Un recuento hecho por un político no identificado menciona entre las medidas disciplinarias una golpiza a Francisco López Ligorio, quien pretendía introducir combis; las amenazas a los hermanos Cayetano, líderes de Tierra y Libertad; a Antonio Salmerón Reyes, líder de Organizaciones Indígenas por el Progreso, “le dieron un paseo y lo aplacaron”; al líder vecinal Ernesto Pineda Vega, quien denunció narcolaboratorios y fosas clandestinas, fue detenido por la Policía Municipal y el Ejército, acusado de secuestrador –hoy está en la cárcel–, mientras su hermano fue asesinado, y los líderes del Mercado Municipal que se indisciplinan, dice, “reciben una madriza”.
El caso que más repercusiones ha tenido es el asesinato en mayo de 2013 de Hernández Cardona y dos compañeros del FUP que fueron secuestrados cuando iban a ratificar una denuncia contra Abarca. Sus cadáveres fueron encontrados tres días después con huellas de tortura. “Le quitaron ojos, las uñas, testículos, le atravesaron una daga, le echaron ácido en el cuerpo y en la cara”, comenta el político.
“Este caso lo tenía el Congreso del estado, pero el diputado Ortega, del PRD, de la Comisión Permanente, dijo que no iba a pasar. En el Congreso pusieron candados por órdenes del gobernador Aguirre. En el PRD nunca prosperó, hasta que se lo llevaron al obispo Vera y se puso en la Corte Interamericana.”
Las desapariciones han sido uno de los sellos del actuar de la mafia de narcopolicías.
En un seguimiento de prensa de abril de 2005 a marzo de 2014 la organización Taller de Desarrollo Comunitario documentó más de 200 desapariciones en Iguala. Y el investigador José Merino da cuenta de que esta ciudad tiene una tasa mayor de desapariciones en comparación con el resto del estado.
“En Guerrero el narco siempre ha estado ligado a los políticos. Siempre ligado al combate de las luchas sociales. Siempre han sido narcos los que gobiernan”, dice Sergio Ocampo, corresponsal de La Jornada en Chilpancingo, el más informado del estado. La narcopolítica que asomó sus garras tiene raíces visibles desde la década de los setenta.
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El municipio vivía asolado desde antes. Durante la administración anterior los policías instalaron “filtros” sobre las carreteras federales donde a su arbitrio detenían todos los vehículos que cruzaban por las tres entradas a la ciudad, interrogaban conductores y ahí decidían su suerte.
Los afectados, según un recuento del semanario Trinchera, fueron el coordinador de la CRAC (Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias) de la casa de Justicia de San Luis Acatlán, Eliseo Villar Castillo (detenido y golpeado en agosto de 2013); el integrante de la dirección colectiva de la APPG, Alfonso Sánchez Celis (detenido, atado, golpeado al regresar de una marcha en apoyo de mineros en huelga, en julio y en septiembre sufrió un intento de levantón junto con tres comisarios ejidales, pero fueron rescatados); el abogado de la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero (UPOEG), Manuel Vázquez Quintero y dos acompañantes (detenidos, golpeados y amenazados, en agosto); también fueron desaparecidos cinco miembros de una familia que trasladaban a un herido de bala a Chilpancingo. Este año las primeras víctimas conocidas fueron cinco elementos de la Policía Municipal de Pungarabato y otros cinco de Altamirano (levantados y torturados en enero).
En una nota publicada el 3 de febrero último consta la denuncia de comerciantes anónimos que acusaban a la policía de estar coludida con el crimen organizado. Seis meses antes, siete uniformados fueron encarcelados luego de que militares los encontraron en una patrulla clonada. Estaban acusados de atacar a balazos el palacio municipal de Teloloapan, donde fallecieron dos policías.
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“No le puedo decir nada. Son intocables esos muchachos desde hace tiempo. Nomás vaya a la salida a Chilpancingo, robaban diesel a la población. Nosotros no nos metíamos”, se queja un policía sesentón con 12 años de servicio mientras espera su turno para abordar el autobús que llevará a todos los policías que no están detenidos –22 son acusados por la noche de terror– a un curso de profesionalización en Tlaxcala.
“Ellos se dedican a destruir, a agredir a las personas. Hacen miles de cosas y no les dicen nada. Cierran casetas, roban todo, hasta la bolsa de señoras jalonearon esta vez. Pero eso no lo ven, ¿verdad? Y si nosotros no actuamos, está mal; si sí actuamos, está mal. A ellos todo les permiten”, dice furiosa una mujer policía.
El desprecio está implícito en los comentarios de los policías municipales que son llevados a Tlaxcala para capacitarse. Varios aseguran que los compañeros detenidos son inocentes y que fue una trampa para borrarlos del mapa.
“¿No le parece raro que policías federales y militares nunca intervinieron? ¿Quiénes teníamos que ir si no éramos nosotros?”, razona uno de ellos.
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La noche del 26 de septiembre Abarca, su esposa y sus invitados bailaron cumbia al ritmo de Luz Roja. Siguieron su fiesta a pesar de que estaba la cacería de estudiantes. Desde la medianoche los normalistas muertos yacían en el piso, sobre charcos de sangre. Otros se escondían aterrados en los montes, algunos pocos recibieron refugio en casas. No volvió a acercarse ningún policía. Los militares sólo acudieron a los reportes de robos, como el de la clínica Cristina.
Pasadas las cuatro y media de la mañana llegaron los primeros ministerios públicos a cubrir a los muertos con una cobija. Los normalistas estuvieron seis horas tirados en el pavimento. Solos. A nadie le importaron.