La campaña continúa. La guerra sucia también, incluso con más virulencia y recursos que antes de las elecciones. La lucha por el poder apenas ha comenzado. Ganó Andrés Manuel López Obrador la Presidencia con una ventaja abrumadora pero no puede permitirse el lujo de bajar la guardia ni un instante, o hacer como Vicente Fox: irse de vacaciones a celebrar su triunfo. Aquí no se trata sólo de cambiar a un Presidente, de pasarse la estafeta entre iguales y garantizar, cambiando los colores, la continuidad del mismo proyecto político-económico. Aquí se trata -el proceso está en curso, va más allá de la ceremonia de toma de posesión del 1 de diciembre y estará plagado de trampas y peligros- de cambiar a un régimen, a uno de los más longevos, represivos, autoritarios y corruptos de la historia mundial reciente.
Se trata, hablemos claro, de demoler otra vez el muro de Berlín, de asaltar el Palacio de Invierno, de ver cómo caen al suelo las estatuas de los héroes soviéticos, de cómo se derrumba un imperio o se derroca a un tirano, y cómo esta epopeya se logra únicamente a punta de votos, sin disparar un tiro, sin motines ni grandes movilizaciones callejeras. De lo que la voluntad popular, acicateada por López Obrador, tendrá que hacer para que se desplome, más allá del primer golpe asestado en las urnas, el complejo andamiaje de crímenes, corruptelas y complicidades que mantuvo a México ensangrentado, sometido y humillado durante tantas décadas. Aquí se trata de no ser ingenuos, de no ser ciegos, de no creerse el cuento de la normalidad democrática, y estar atentos a los estertores de este monstruo, a sus intentos por revertir lo que se ha conquistado. Es preciso tomar conciencia de que estamos viviendo lo que Stephan Zweig bautizó como un “momento estelar de la humanidad”, un verdadero punto de inflexión en nuestra historia, y asumir las responsabilidades que esto entraña.
Aquí se trata de demoler a un régimen que tan solo ha perdido la Presidencia y el férreo control legislativo que mantuvo por décadas, pero que conserva intactas sus más oscuras y eficientes estructuras de poder e influencia y que, acostumbrado a la manipulación y la mentira, ha usado y seguirá usando a la democracia como coartada, como instrumento de validación, para perpetuarse en el poder. Un régimen que ha echado raíces en prácticamente todas las instituciones del Estado y en casi todas las esferas de la vida pública, que cuenta con el apoyo de muchos de los barones del dinero, que ha comprado a medios de comunicación y en ellos a muchas de sus voces más influyentes, que mantiene vínculos corporativos con gremios, sindicatos y organizaciones con un enorme potencial desestabilizador. Un régimen en el que, como dice Hans Magnus Enzensberger, se borraron por completo las fronteras entre política y delito y que, al final de cuentas y pese a la guerra que dice librar contra él, no es sino la otra cara del crimen organizado.
En el 2000, después de su victoria y tras pasarse unos días de vacaciones en una isla del Caribe mexicano, Fox planeaba hacer una gira nacional de celebración como inicio de su gobierno. Decía haber cambiado a México. Los ingenuos, los tontos útiles y los bien intencionados que querían un cambio real y creyeron que con él lo lograrían, simplemente bajaron la guardia y se dedicaron a celebrar. El hombre que les había prometido sacar a patadas al PRI de Los Pinos al final no hizo esa gira de la victoria, se ocupó de inmediato de abrirle la puerta trasera de la residencia presidencial y de Palacio Nacional a los priístas, de entregarles la hacienda pública y hacerlos responsables de la seguridad nacional. La esperada transición a la democracia devino en traición a la misma. Quien arribara al poder en la primera elección realmente democrática de la segunda mitad del siglo XX terminó pactando con el PRI el robo de la Presidencia perpetrado en el 2006 por Felipe Calderón.
López Obrador no recorre el país de nuevo para celebrar la victoria. No cayó en la tentación banal de celebrar lo que sabe que no ha conseguido todavía. No va de fiesta en fiesta. Al contrario: está tratando de consolidar un triunfo que es apenas el detonador de la 4ª transformación de México a la que muchos columnistas dan por muerta sin darse cuenta de que ésta ni siquiera ha comenzado. El Presidente electo conoce perfectamente de qué es capaz el régimen. Recibe un país que se le deshace, que se nos deshace entre las manos, presa de una espiral de violencia incontenible, con las arcas vacías y el tejido social deshecho.
Su gira es una extensión del intenso trabajo de concientización y organización de masas realizado durante los meses de campaña. Agradece, ciertamente, los votos obtenidos, refrenda los compromisos suscritos con los votantes, pero no deja de emitir un constante llamado de alerta. La defensa del voto, de lo que al emitirlo buscaban millones de mexicanas y mexicanos, no terminó al consumarse el recuento, ni con la declaratoria de presidente electo, ni terminará cuando se ponga la banda presidencial. Un puñado de valientes puede transformar un país con las armas en la mano. Lograrlo pacíficamente exige la participación de millones de valientes. A esas y esos valientes está convocando López Obrador. Detenerse, para él, hundirse en la reflexión, acomodarse en el análisis, sería suicida. Ha de planificar moviéndose constantemente, meditar sobre la marcha.
Tampoco puede dejar de librar todos los días una tenaz lucha mediática. Así como no hay vacíos de poder tampoco los hay de comunicación. Lo que él no diga, lo que no explique, lo que no exija, habrán de decirlo o exigirlo sus adversarios. No puede ceder esa tarea a publicistas y expertos en imagen pública o en marketing político. No está el país para que le receten lemas publicitarios, para que le cuenten más cuentos. Se está librando una batalla decisiva. No sólo el futuro de López Obrador y el de su gobierno es lo que está en juego. O hace, o hacemos historia produciendo un cambio radical o en tres años se inicia la restauración del régimen.
Durante casi dos décadas -como decía Carlos Monsiváis- fue López Obrador el dirigente político al que más implacable y masivamente atacó el régimen. Será el suyo, ya lo está siendo aun antes de que comience formalmente, el gobierno al que se juzgue con más dureza y al que se ataque con más virulencia, más dinero y desde más medios; sobre el que se lancen más ataques en todos los frentes y al que, con más tenacidad y recursos, se intente desestabilizar. Brasil es el espejo en el que debe, en el que debemos mirarnos. Lula y Dilma fallaron, los suyos también. Sus adversarios supieron explotar sus errores, el proceso de descomposición del partido y los gobiernos de ambos. López Obrador no puede permitirse fallarle a la gente a la que convocó a votar y ahora convoca a luchar para transformar el país. Si la derecha vuelve a hacerse del poder, vendrá más intolerante, más autoritaria que nunca y para no soltarlo jamás, con mano dura, acotando libertades conquistadas a costa de enormes sacrificios, alentando el odio y el miedo que son, al fin de cuentas las dos caras de una misma moneda. Por eso Andrés Manuel no debe, no puede descansar.
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