Jaime Avilés (@Desfiladero132)
A Polemón, en su segundo aniversario
23 de marzo 2017.- De acuerdo con una investigación de Federico Campbell (1), la siembra de la amapola en México data de 1856, cuando los chinos que huyeron de Estados Unidos la plantaron en Sinaloa para no perder la soñadora costumbre de fumar opio. Fue un siglo más tarde, en el curso de la Guerra Mundial (2), cuando el cultivo de la hermosa flor se extendió por toda la costa del Pacífico, desde Chiapas hasta Chihuahua. ¿La causa del auge? Las tropas de Estados Unidos necesitaban cantidades ilimitadas de morfina para los soldados heridos en Europa y Japón.
Por más que se encubra el dato, la producción de goma de opio —sustancia que se ordeña de la amapola como precursora de la morfina y la heroína— fue parte de un acuerdo secreto entre el gobierno mexicano y el gigante del norte, y para garantizar el abasto, las plantaciones eran custodiadas por nuestro ejército nacional. Si algunas islas del Caribe han sido, son y seguirán siendo, por vocación histórica, burdeles del turismo occidental, México, también por vocación histórica, ha sido, es y seguirá siendo proveedor de drogas para el mercado estadunidense.
Hay sin embargo una diferencia de fondo: antes el ejército procuraba rigurosamente que las drogas llegaran a sus destinatarios sin entrar en contacto con la población local. En el caso de la mariguana, todo lo que no se iba al otro lado de la frontera se lo fumaban los soldados rasos: era un signo distintivo de los pobres. En cuanto a la goma de opio, durante la gran guerra, ni se diga. Y lo mismo ocurrió con la cocaína, cuando el gobierno de Ronald Reagan montó un puente desde las selvas de Colombia hasta las calles de California, Nevada, Texas y las ciudades norteñas de la Costa Este, en el marco de la operación Irán-Contra.
Bajo la supervisión del ejército y la Dirección Federal de Seguridad, toneladas y más toneladas de polvo colombiano entraban y salían de México, pero no se quedaban en México: el dinero que generaban mediante la venta al menudeo en Estados Unidos, Reagan lo usaba para adquirir armamento en Irán, armamento y munición que terminaba en Nicaragua, en manos de las tropas mercenarias dedicadas sistemáticamente a impedir que floreciera, y más bien acabara pudriéndose, la revolución sandinista que a fin de cuentas nada revolucionó. Hoy Daniel Ortega es el nuevo Anastasio Somoza.
Hasta que llegaron los neoliberales encabezados por Salinas de Gortari, nuestro ejército nacional mantuvo una disciplina ejemplar en lo tocante al suministro de drogas a Estados Unidos. Después de la operación Irán Contra, el gobierno de Washington emprendió una operación limpieza: declaró la guerra a los cárteles colombianos, invadió Panamá (que aquéllos usaban como plataforma de lanzamiento y su principal lavadero), y de alguna manera reparó algunos estragos, pero no aplicó ninguna medida correctiva en México.
Está plenamente documentado que tras la invasión de Panamá, los narcos pasaron a lavar su dinero en Tabasco, Chiapas, Yucatán y Quintana Roo. No menos documentado está que golpeados en Colombia, los cárteles de allá se sometieron a las organizaciones mexicanas con las que se habían asociado —con la bendición del gobierno de López Portillo— para pasar la cocaína, de tal suerte que éste fue el origen de los poderosos grupos criminales que hoy constituyen la sexta fuente de empleo en nuestro país y exportan mariguana, coca, heroína y las “mejores” metanfetaminas a por lo menos 45 países del mundo.
Salinas de Gortari destruyó el campo y la industria de México para construir un trampolín: en sus cálculos, empresas maquiladoras de todo el orbe se instalarían en nuestro suelo, aprovechando su vecindad con el gigantesco mercado estadunidense. En los hechos, en lugar de exportar productos manufacturados, México es hoy una catapulta de drogas que llegan a todas partes.
En Nosotros estamos muertos (primera versión de mi novela sobre la rebelión zapatista: afortunadamente imposible de encontrar) conté la desgracia de un general mexicano que toma posesión de una zona militar en el estado de Tamaulipas y, cuando abre el cajón de su escritorio, encuentra 50 mil dólares. ¿Quién lo puso ahí? No lo sabrá nunca, pero a los quince días encuentra otro. Luego recibe un mensaje: las fotos de sus hijos y sus nietos. Y una petición: “por favor, díganos a qué horas no salen a patrullar sus hombres para que hagamos lo que tengamos que hacer”.
Esto ocurría a finales del sexenio de Salinas, se agudizó durante el de Zedillo y empeoró en el de Fox, pero a partir de 2006, cuando Felipe Calderón sacó a las fuerzas armadas a las calles, el poder corruptor del narcotráfico surtió efectos devastadores. Los generales dejaron de encontrar paquetes de dólares en su escritorio: los hombres bajo su mando se asociaron con los cárteles locales y la institución comenzó a pudrirse, a tal grado que en la actualidad ejército, marina y policía federal son parte del crimen organizado y esto exige cambios de fondo, cambios que se darán a medida que avance la transformación del régimen en los sexenios que están por venir.
Sostengo mi tesis: durante la catástrofe llamada “gobierno de Calderón”, las fuerzas armadas gozaron de impunidad absoluta —elefantes en cristalería, incapaces de realizar tareas policíacas, privaron de la vida a miles de inocentes, sin que nadie se los reprochara sino al contrario—, pero no bien entró al relevo la catástrofe llamada “gobierno de Peña”, alguien en Los Pinos (ya se imaginarán quién) cometió un error: intentó castigar a los mandos y tropas implicados en la matanza de Tlatlaya, Estado de México, perpetrada el 30 de junio de 2014.
Ante el arresto de soldados y los señalamientos en contra de coroneles y generales que, siguiendo instrucciones del secretario de la Defensa, Salvador Cienfuegos, asesinaron (perdón, “abatieron”) a 22 presuntos delincuentes “en horas de nocturnidad”, la respuesta de los verdes llegó en forma implacable menos de tres meses después.
La noche del 26 de septiembre de ese mismo año de 2014, tropas de la base militar de Iguala desaparecieron a 43 estudiantes de la normal de Ayotzinapa y asestaron un golpe letal a Peña Nieto, básicamente porque este individuo, sus secretarios de Gobernachong, Defensa y Marina se doblaron ante los narcomilitares insurrectos y, en lugar de proceder contra ellos —como haría un estadista con cerebro y cojones— prefirieron encubrirlos y protegerlos, inventando la “verdad histórica” de Jesús Murillo Karam y aprovechando la obediencia del aparato propagandístico de los periódicos y las televisoras, la mantienen vigente hasta la fecha, pese a que investigaciones científicas y periodísticas, organismos internacionales y la opinión pública mundial la han echado por tierra.
Felipe Calderón cometió traición a la patria al sacar al ejército a las calles, pues además de miles de muertos y desaparecidos, y más de un millón de víctimas de la violencia, lo único que logró fue destruir al ejército, tal como lo ha declarado un experto en el tema: el ex general Francisco Gallardo. El país no requiere, por lo tanto, una “ley de seguridad interior” (redactada por Paloma Guillén Vicente, la hermana priísta del subcomandante Marcos) sino un proceso de renovación de las fuerzas armadas.
Manipulado por Peña y Osorio Chong, el titular de la Defensa, en palabras del senador Manuel Bartlett, “habla como jefe de las fuerzas armadas, que no lo es, porque ése es el presidente de la República” y debería, como exige el propio Bartlett, pasar a retiro. Pero en un equipo de gobierno donde todos son profundamente corruptos, profundamente ineptos y profundamente criminales, no hay por qué esperar ningún tipo de rectificaciones.
Peor aún, Chong y Peña hoy se amparan irresponsablemente en las fuerzas armadas para intervenir en la contienda electoral de 2018, lo que aunado al proyecto de “ley de seguridad interior”, habla de una voluntad golpista frente a la cual debemos tener la presteza necesaria para salir a las calles cuando las circunstancias nos lo reclamen. Y vaya que nos lo van a reclamar…