MÉXICO, D.F. (apro).- Implicados en el horror que ha conmocionado al mundo, en la peor represión del Estado desde 1968, los normalistas de Ayotzinapa, los policías de Iguala y los sicarios que desaparecieron a 43 estudiantes, que aún no se sabe si murieron, tienen un distintivo común: Son pobres.
También de extracción humilde eran los 22 muchachos identificados como pistoleros que fueron fusilados en Tlatlaya, Estado de México, la misma condición económica y social de sus presuntos victimarios: Soldados del Ejército Mexicano.
Del mismo perfil socioeconómico eran los 45 indígenas de Acteal, Chiapas, asesinados el 22 de diciembre de 1997, el mismo de sus ejecutores sometidos a proceso. Pobres eran los 17 campesinos abatidos en el vado de Aguas Blancas, Guerrero, en 1995, por policías estatales, miserables también.
Evoco estas masacres no para simplificar ni asociar la barbarie a la pobreza, sino para subrayar un fenómeno social y su contraparte que a menudo se olvida u omite: La acumulación de la riqueza nacional en una élite mezquina que nada quiere que cambie.
Y si México sigue en la misma ruta de decadencia y degradación, sin una reacción contundente por parte de la sociedad, la única certeza es la prolongación del baño de sangre que alcanzará hasta a los que se creen intocables.
México está abierto en canal para el que quiera asomarse: De un lado, la inmensa mayoría, millones atormentados por la pobreza, y del otro los pocos, la élite, que controla el destino del país y que sólo sabe del sufrimiento cuando le toca, pero que pronto olvida.
Los números son elocuentes: Hay oficialmente 54 millones de mexicanos pobres y 11 millones en miseria extrema. Al menos 6.7 millones viven con un salario mínimo –mil 615 pesos al mes–, nada menos que 15% de la población ocupada del país.
En contraste, los multimillonarios siguen creciendo: De 22 que había el año pasado subieron a 27 en 2014 los que poseen más de mil millones de dólares, con activos que suman 169 mil millones dólares, según el censo de Wealth and UBS Billionaire 2014 (Riqueza y Billonarios 2014).
Emblema de este modelo que fabrica pobres y magnates es Germán Larrea, de Grupo México: Favorecido por Carlos Salinas, socio de Televisa y patrón de Vicente Fox y Felipe Calderón, su fortuna pasó de mil millones de dólares en 2001 a 16 mil millones de dólares en 2011. Es una fortuna criminal.
Ahí está, a la vista, la pus: Las complicidades al más alto nivel entre criminales y políticos, sin distinción de partidos; entre jueces y magnates; entre mafiosos y autoridades para que el dinero sucio fluya en los circuitos financieros formales.
El Estado es ya un megacártel, una estructura mafiosa con fachada de democracia que se va desvaneciendo aceleradamente. Y la única certeza que hay –quién lo duda– es que la violencia va a seguir desbordándose, con el costo mayor para los pobres.
Si no se quiere entender que la miseria y la inequidad social son el fermento para la violencia y no se procede para contrarrestarlo, lo único seguro es que seguirá desbordada la violencia y las matazones serán, como se ha visto, cada vez más cruentas.
Eso enseñan todas las masacres recientes: Los “ayotzinapos”, como se llama con desdén a los estudiantes de la normal Raúl Isidro Burgos, sólo tienen esta opción para salir del infierno de la miseria. La otra es el crimen, como los jóvenes fusilados en Tlatlaya, justamente en la misma región de Tierra Caliente.
El trabajo periodístico de Jesusa Cervantes, en
Proceso de esta semana, acredita, con el testimonio de los familiares, que muchos de los jóvenes abatidos por soldados habían sido forzados a integrarse a la organización criminal.
“Eran buenos muchachos, la ‘maña’ los levantó”, tituló la revista el reportaje de Jesusa, quien platicó con las viudas y otros familiares de los jóvenes asesinados la madrugada del 30 de junio en una bodega de Tlatlaya: Eran mexiquenses y guerrerenses dedicados al campo o eran empleados de comercios.
Los señalados por fusilar a estos jóvenes, soldados del 102 Batallón de Infantería, son también de condición modesta, como todo el personal de tropa del Ejército: La mayoría expulsados del campo por la miseria, carentes de educación, se vuelven soldados para no morirse de hambre y ascender, como máximo, a sargento.
Su condición vulnerable hace que sea la tropa y no los oficiales, los que imparten las órdenes, los que sean juzgados: Salvo un teniente, acusado de encubrimiento, todos los soldados procesados son de tropa.
Con los policías ocurre lo mismo y así lo documenta Marcela Turati, también enProceso, sobre los de Iguala, acusados de entregar a los 43 estudiantes a los sicarios de Guerreros Unidos.
Una estampa muestra la condición de los policías: Una anciana que fiaba a los policías, le mostró a la reportera una libreta llena de tachaduras donde anota las deudas de sus clientes que no han vuelto para pagar: 22 están en la cárcel y casi 300 fueron llevados a una reeducación en Tlaxcala.
“Si fueran extorsionados tuvieran para comer –le dice–. Cuando la gente anda ‘en cosas’ se sube inmediatamente, pero mire sus deudas: Este no tenía para cigarros, este para galletas, estos pedían fiados almuerzos”, dice la mujer mientras prepara un queso en salsa.
Los sicarios tampoco suelen ser como los operadores financieros de los capos –ejemplo reciente es Germán Goyaneche, militante del Partido Verde y amigo de priistas como el alcalde de San Miguel de Allende–, sino salidos de las zonas de miseria rurales y urbanas, enganchados por el dinero que jamás obtendrán por su condición de atraso educativo.
El Estado está podrido, el país está enfermo, la nación fragmentada, la patria rota…