Un boleto para entrar al cine, en el Distrito Federal o en Monterrey, cuesta 61 pesos. Un hot-dog, 40. Un chocolate, 42. Una botella de agua, 20. Para comprar la salchicha, la golosina y la bebida, faltan 100 pesos más. El chiste, bajita la mano, sale en 163 pesos. En el DF, el salario mínimo es de 57.5 pesos al día; en Monterrey, de 54.5. Ni aquí ni allá, un trabajador puede gastar íntegramente lo que gana en tres días tan sólo para ver una película (por lo general estadunidense y mala), atiborrándose de comida chatarra.
Hace dos semanas, en este periódico, el investigador y cineasta Víctor Ugalde reveló que de cada 100 mexicanos, 92 ya no van al cine porque carecen de dinero suficiente para darse tamaño lujo. La desigualdad social es rotunda, pero se siente orgullosa de sí misma y se deleita urdiendo espots, cada uno más idiota que el anterior, contra los que compran películas piratas.
Si la religión, como escribió Marx, es el opio del pueblo, el cine, añadió Cabrera Infante, es el opio de los espectadores (y el opio, abundó, el cine de los ciegos). En México, las películas piratas son el cine de los pobres. Tanto en el Distrito Federal como en Monterrey, tres películas de estreno cuestan en la calle 50 pesos. ¿Quién puede rechazar esta oferta? Nadie desde luego, y por eso el auge de la piratería ha hecho de ésta una de las más pujantes ramas de la economía informal.
En Monterrey, sin embargo, con gran visión estratégica, el narcotráfico fue ganando, calle por calle, los puntos de venta de las películas piratas. Primero, obligando a los que atendían los puestos a pagar derecho de piso
; después, sustituyéndolos por su propia gente. Esto le proporcionó, al más poderoso de los cárteles que actúa en el área metropolitana de Monterrey, un ejército de al menos 30 mil pandilleros militarmente organizados, que a una sola orden se movilizan con perfecta coordinación.
Si en la época de Emiliano Zapata los pobres de las haciendas de Morelos de repente dejaban de ser campesinos para convertirse en guerrilleros y, a la inversa, cuando llegaba la cosecha, desaparecían como guerrilleros para volver a ser campesinos, en Monterrey sucede algo similar. Los vendedores de películas piratas (y de otras mercaderías, por supuesto), cuando reciben la señal de su jefe cogen la pistola, el tubo o la navaja que tengan a la mano y, atacando en bola, despojan de sus vehículos a choferes de automóviles y autobuses, que en seguida atraviesan y abandonan en los cruceros de las avenidas más importantes.
Cuando Felipe Calderón fue incrustado en Los Pinos, un boleto para entrar al cine, en el Distrito Federal y en Monterrey, costaba 38 pesos. En menos de cuatro años subió a 61. Pero las salas que cobraban cuatro pesos, y que eran mayoritarias en el país, empezaron a desaparecer en el sexenio de Miguel de la Madrid y se extinguieron por completo en el de Zedillo.
Desde hace una década, en México la asistencia al cine pasó a ser privilegio de la clase media alta y de los de más arriba. Pero como durante el zedillato la clase media se empobreció de manera acelerada mientras la distribución de la riqueza se hacía más desigual y absurda, la piratería y la pobreza se fueron juntas a las nubes.
¿Qué defienden, pues, los exhibidores con sus ridículas campañas contra la piratería? No los intereses de los productores y distribuidores de las películas, sino los abusivos precios de la comida chatarra que venden en sus dulcerías. Dentro de un cine, por ejemplo, nos cuesta 20 pesos una botellita de agua que en la calle vale cinco, y 42 un chocolate que afuera se consigue por 10. Parafraseando a Benito Juárez, la victoria de los que luchan de dientes para afuera contra la piratería es moralmente imposible.
Pero en ninguno de los cónclaves de políticos, policías y soldados, que se efectúan cada vez que un nuevo fracaso los obliga a reunirse para fingir que el tema les preocupa, alguien ha sugerido crear circuitos de exhibición cinematográfica a precios populares y accesibles a todos los públicos, para desalentar la venta de películas piratas, esa floreciente actividad informal que hoy por hoy, en buena parte del país, controlan los cárteles del narcotráfico.
Monterrey y la franja fronteriza del noreste son una de las regiones donde se percibe con mayor claridad la supremacía del narco y la derrota política, económica y militar de lo que aún queda en pie del gobierno
calderónico. Allí, en el poblado de San Fernando, Tamaulipas, una banda de traficantes de ilegales asesinó esta semana a 72 migrantes centro y sudamericanos.
En los periódicos del sur de América, la espantosa noticia compite con la tragedia de los 33 mineros atrapados a 700 metros bajo tierra en el norte de Chile, y con la guerra, ésta sí en serio, que Cristina Fernández ha emprendido contra los dueños de los periódicos Clarín y La Nación, voceros de la ultraderecha agroexportadora, que desde 2008 no ha cejado en su empeño de derrocarla.
Lo que no se dice en los diarios del cono sur –donde el invierno austral todavía es cosa seria– es que esos migrantes ecuatorianos, salvadoreños, hondureños y brasileños asesinados en Tamaulipas también fueron víctimas, en mil maneras, de los agentes del Instituto Nacional de Migración, que dirige Cecilia Romero, panista y yunquista de abolengo, y de los soldados de la Policía Federal, el ejército personal de Genaro García Luna, quienes sin duda los extorsionaron desde que entraron a México por Tapachula, y mientras viajaban hacinados en los vagones de carga del tren de la muerte, hacia la orilla inferior de Texas.
Según la ONU, el tráfico de indocumentados en México genera utilidades por 7 mil millones de dólares anuales. Parte de esa ganancia termina en las cuentas bancarias de los empleados al servicio de Calderón. Esto los convierte, junto con su mini jefe, en cómplices y corresponsables de la matanza de esos 72 migrantes, que ahora, desde la muerte, serán por toda América Latina embajadores de decenas de millones de mexicanos pobres que se encuentran a merced de la sanguinaria corrupción de un gobierno
que en realidad nunca existió y nadie dirige.
De allí que, día tras día, cobre más fuerza la idea de organizar una gran protesta simbólica, al calor del bicentenario estilo Walt Disney con que planean robarnos tres mil millones de pesos más. Y no parece haber un tema, una fuente de angustia y de conflicto capaz de aglutinar al mayor número posible de inconformes, como la del caos del suministro de luz eléctrica en el centro del país. Los trabajadores del SME convocan a asambleas de usuarios, promoviendo una huelga de pagos en contra de la Comisión Federal de Electricidad. Otros insisten en quemar pública y colectivamente los recibos de esa empresa que no tiene contrato de servicio con nadie en esta región. Otros proponen no salir a las calles, ni celebrar nada el 15 de septiembre. Y otras continúan preparando el festival artístico del 26 de septiembre, dentro del penal de Puentecillas en Guanajuato, por la liberación de las mujeres presas por abortar y en solidaridad con las cuales esta columna sigue recibiendo traducciones de la denuncia de su caso a otros idiomas. (Visiten http://presasporabortar.blogspot.com).
Entre tanto, en Tlalpan, el delegado perredista Higinio Chávez impugnó el fallo del Tribunal Contencioso Administrativo que condenó al gobierno capitalino a demoler una gasolinera construida con permisos chuecos en Insurgentes Sur. Lo que parecía caso cerrado se reabre como una herida que supura y huele mal, muy mal...