Mario Rechy Montiel/
El 5 de julio de 2014 tuvo lugar en el centro de la Ciudad de México la importante reunión convocada por varios religiosos, entre ellos el obispo Raúl Vera, para dar inicio a lo que deberá ser un nuevo proceso constituyente.
Cuando leí la convocatoria sentí que estaba frente a una iniciativa más, como tantas que diariamente circulan, en las que se llama a protestar, marchar, suscribir declaraciones o sumarse a la ocurrencia de alguno de los “políticos” inconformes. Acudí con escepticismo, pero con toda la disposición para escuchar y considerar.
Paradójicamente, el sitio de la reunión fue una sinagoga, donde al parecer ya no se practica el culto, pero donde se realizan eventos de cultura. El lugar es sobrio y bello, con decorados con la simbología judaica en suaves tonos de azul y blanco. Los religiosos católicos no expresaron ninguna extrañeza ni incomodidad por tratarse de un lugar de otra filiación, aunque el lugar para guardar la copa, y la Menorah parecían estar como siempre detrás de las cortinas de lo que podría ser el altar de la capilla del templo, pero también hay una caja, a la manera del Arca, a la entrada del salón. Ahí, sin problema, los cientos de delegados, ciudadanos o religiosos, escuchamos el diagnóstico que presentó Raúl Vera de la situación nacional y de los cambios a nuestra Constitución que contravienen el espíritu del Constituyente y niegan la identidad de los mexicanos.
En su alocución, Vera hizo referencia a los cambios al texto que fundamentan la Reforma estructural de nuestra legislación económica y legalizan la intervención de las empresas trasnacionales en actividades que, hasta antes de este trastupije, eran facultad del Estado Nacional y de los mexicanos. En un lenguaje sencillo, pero con una visión que miraba hondo en la historia de la Nación, el obispo fue recorriendo el tema de la propiedad del suelo, la producción de alimentos, el petróleo, el carácter de las trasnacionales, el asunto de la soberanía, los aspectos concretos de esa soberanía, y concluyó que el texto actual no constituye una actualización sino un abandono del proyecto original y contrario al interés de los mexicanos.
Luego del informe se dividió el auditorio en mesas de trabajo para poder escuchar a un número mayor de participantes y para que se opinara en grupos y se procesaran los juicios y propuestas de los asistentes. A mí me tocó asistir a la quinta mesa, donde compartí lugar con dos docenas de delegados, algunos del D.F. y otros de los estados de Zacatecas, Morelos, San Luis Potosí, e inclusive dos sudamericanos que están por recibir su naturalización como mexicanos y que sentían que les era importante conocer las implicaciones de los cambios que sufre hoy la Constitución del país que han adoptado como nueva patria. En esa misma mesa escuchaba, como yo, el ex secretario del trabajo del Gobierno del D.F., Benito Mirón Lince.
Al final de las mesas se nos ofreció un refrigerio, pues ya se llevaban seis horas de sesiones, y se procedió luego a la nueva Plenaria para presentar las conclusiones de cada mesa y hacer la clausura del evento.
Debo subrayar que, como Asamblea ciudadana, tuvo ciertamente un carácter muy plural, en el que fue característica la diversidad de asistentes; pues lo mismo escuchamos a estudiantes, que a maestros universitarios, profesores de educación básica, gente del campo, empleados públicos, trabajadores y activistas de izquierda, además de a los religiosos, claro está. Las intervenciones, para sorpresa mía, fueron muy prudentes, y todos los asistentes asumieron su participación con la mayor responsabilidad y con un sano esfuerzo para ser objetivos, tanto en lo que se proponía como en lo que se podía alcanzar o conseguir.
Alguien dejó claro que no se convocaba ni se inscribía esta iniciativa en la ideología, sino en el análisis sereno y en los juicios fundados, y eso me pareció oportuno y distintivo. Y la mayor parte de las intervenciones dejaron ver que si bien existe la noción de que los cambios impuestos a través de un proceso bastante irregular en el poder legislativo, se oponen al texto original y al espíritu mismo de nuestra carta magna, pero que no basta con tener una percepción general o identificar elementos aislados de ese proceso y que se requiere un esfuerzo formal y riguroso para hacer un comparativo jurídico, político e histórico de los textos, es decir, de lo que buscaba y decía la Constitución y lo que dice y fundamenta hoy.
Para este objeto se acordó que se convocaría a juristas y especialistas en derecho que convirtieran esta idea general en un documento formal, donde quedaran palmariamente claros los cambios en la orientación, y en donde se dejaran nítidos los intereses que hoy se defienden con el nuevo texto.
El obispo había expresado que el interés principal hoy dominante es el de las trasnacionales, por encima del interés de los mexicanos, y que el modelo dejó de ser soberano para responder a quienes están más allá de las fronteras. Algunos coincidieron en que esos intereses son imperialistas.
Se acordó que este proceso implica, una vez que se hayan precisado conceptualmente y políticamente los cambios, el hacer una amplia difusión y educación de la ciudadanía en la defensa de sus intereses y en la oposición al texto actual.
Hubo también consenso en que la soberanía sigue siendo un principio al que no se debe ni puede renunciar, porque tiene implicaciones muy concretas que afectan a todos y cada uno de los ciudadanos, pues no se trata de una cuestión abstracta o teórica, sino de algo que se vive todos los días con la alimentación, el ingreso, la tecnología, la energía y otras cuestiones básicas.
Mientras hablábamos o escuchábamos, un camarógrafo, que no permaneció en el pleno después, tomaba cuidadosamente película de todos los asistentes a cada mesa. Acostumbrado como estoy a observar lo que no forma parte del protocolo o programa, observaba como este “fotógrafo” se empeñaba en registrar los rostros de todos los asistentes. Y desde luego notó que yo lo estaba observando, por lo que se apresuró a terminar la toma en nuestra mesa y desapareció.
Me llamó la atención que ni el padre Solalinde, ni alguno otro de los religiosos participantes, concediera importancia a la identidad del “fotógrafo”. La reunión era plural, y probablemente su carácter público implicaba la presencia lo mismo de interesados que de intrusos o informantes.
El pleno se pronunció por expresar su solidaridad con el Dr. Mireles, a quien se acababa de dictar formal prisión y se sumaba así a los presos políticos. Esto también me llamó la atención, pues en las mesas se había mencionado más de una vez que la lucha por restituir el espíritu de la Constitución era y sería pacífica. A mí me quedaba claro que plantear una lucha pacífica al mismo tiempo que se expresa simpatía y solidaridad por un luchador a quien se ha calumniado presentándole cargos por narcomenudeo y portación de armas es cuando menos inconsecuente.
Muchos asistentes se expresaron con simpatía por las autodefensas y las policías comunitarias, pues los identifican no solo como defensores de una paz y un orden que el Estado no puede, o peor aún, no quiere ni garantizar ni restablecer, sino también como adalides de una justicia social por los que luchan hoy los ciudadanos.
Y esto probablemente será parte de la discusión futura de estos talleres o reuniones encaminados al nuevo Constituyente, pues si bien los asistentes y yo mismo quisiéramos que el proceso fuera ciertamente pacífico, ese carácter no se lo podemos endilgar o imponer, y está condicionado a los hechos, esto es, a las condiciones de vacío de poder o de estado fallido en que vivimos, y que algunos, como los voceros de organismos internacionales (cuyos testimonios y juicios aparecen publicados justamente este domingo seis de julio en la Revista Proceso) consideran que constituyen una alianza entre los cárteles o grupos delincuenciales y diversas esferas del poder público y el Estado.
Decidí no tomar la palabra. Era un recién llegado y no me sentí con derecho a introducir consideraciones disparadas de la tónica general de las intervenciones. Si se trata de un proceso habrá que encontrar el momento de poner sobre la mesa los elementos a considerar.
Le dije sí, tanto al obispo Vera, como al presbítero Solalinde, que ponía a su disposición el material sobre la cuestión social en la legislación mexicana que he procesado, y celebré sobremanera haber podido ser testigo de este arranque de los trabajos que estoy seguro culminarán, en alguna fecha memorable, en un nuevo pacto social de los mexicanos.
No dije, pero pienso, que una Constitución, un nuevo pacto social, sólo puede ser producto, tal y como se dijo en este foro, de una fuerza social que lo convoque y lo instrumente, y que en nuestro caso deberá necesariamente expresar la rica diversidad que compone a nuestras nacionalidades y grupos sociales, así como a los tres sectores de la economía (público, privado y social), definiendo bien las facultades, prerrogativas y limitaciones que cada uno tenga.
Más allá de lo que en este caso se alcanzó a comentar, avizoro también que el proceso encontrará diversos niveles de resistencia en las esferas de poder, pues no solamente estaremos confrontados con los sistemas masivos de comunicaciones, sino con parte de los poderes fácticos, incluyendo niveles de gobierno e instituciones hoy desvirtuadas o desnaturalizadas, como la mayor parte del poder judicial.
Ese proceso de confrontación, que la mayoría quisiéramos que fuera pacífico, la verdad hoy es bastante violento, y no a causa de la insurgencia de grupos de alzados, sino de la alianza o complicidad de los grupos delictivos y las esferas del poder público. En todas partes los demócratas, sean participantes en procesos electorales o en la defensa de sus intereses básicos, enfrentan la violencia de los cárteles, las policías, el ejército y buena parte de los funcionarios, todos ellos juntos; lo que constituye en algunas regiones una guerra de baja intensidad entre el poder real y el pueblo, con altibajos y periodos de aparente calma.
Una guerra, que semejantemente a la guerra fría, se caracteriza por campañas de desinformación, como se ha pretendido en el caso de la aprehensión del Dr. Mireles y, en general, en todo lo relacionado con las autodefensas.
Todavía hay muchos mexicanos que escuchan o creen los “argumentos” o versiones del poder judicial, que actúa por instrucciones de otro poder; y todavía hay muchos también que no alcanzan a contemplar el panorama general, por estar perdidos en su realidad más inmediata.
Pero el país no avanza hacia una normalización de la vida institucional, ni hacia una recuperación de la autoridad por parte de las esferas del poder. Los partidos están completamente desfigurados y la desconfianza ciudadana hacia ellos es probablemente mayor que la de sus adherentes y simpatizantes. Y las políticas públicas, por más anuncios que se hacen sobre su buen impacto o logro, no quitan la sensación de que cada día estamos más empobrecidos y con menos oportunidades.
En ese contexto, la discusión por un Nuevo Constituyente no parece anunciarnos una culminación próxima, sino una larga marcha, en la que los procesos de participación ciudadana, de autogestión del poder, como ocurre en las regiones de las policías comunitarias, el autogobierno indígena, y las zonas liberadas por las autodefensas, se hayan generalizado a toda nuestra geografía. Porque lo que sí parece claro, es que por las vías convencionales, es decir, por la vía de las peticiones, la gestión y la esperanza, no vamos a cambiar ni a componer nada.