“!>Aunque ha dejado de ser tema del debate, la experiencia del 2006 dejó marcada a la sociedad con dudas que jamás pudieron ser disipadas”!>. En la imagen, panistas
“!>protegen”!>la tribuna de la Cámara de Diputados, el 1º de diciembre de ese año, cuatro horas antes de la toma de posesión de Felipe Calderón como presidente!>Foto Cristina Rodríguez
Pensar que la democracia mexicana, fruto de un largo andar que comenzó en 1977, tiene garantizado su futuro y que no podrá haber regreso a las oscuras cavernas del autoritarismo porque, se puede agregar, ya no hay condiciones para ello y el camino se ofrece recto hacia el futuro está resultando cada vez más difícil de asumir y, también, cada vez más improbable. Siempre se echa la culpa a los partidos por las desviaciones que el proceso democrático experimenta; ellos parecen ser los responsables de que la ciudadanía esté perdiendo la fe en las elecciones, de que vea en la política un pantano repugnante y, al fin y a la postre, de que esté deseando, crecientemente, un retorno al pasado.
Los partidos, por supuesto, tienen culpa en ello, por logreros, oportunistas y corruptos. Su peor responsabilidad, empero, toca a su desempeño en el poder cuando lo ganan y lo ejercen. Sólo hay que ver los diez años del PAN: este partido ha destruido las perspectivas de desarrollo, ha ensuciado la política, ha corrompido a la sociedad y ha entregado el poder del Estado a lo que se llama poderes fácticos. También ha usado el poder para desvirtuar y corromper la participación ciudadana en las elecciones. Tal vez Vicente Fox ni siquiera se dio cuenta del terrible daño que le hizo a nuestra democracia al coludirse con los poderes privados para impedir que la democracia funcionara a plenitud y que otras opciones políticas triunfaran.
Claro que no fueron sólo ocurrencias suyas que condujeron a un abierto y prepotente abuso del poder. Entonces y a la distancia aparece en sus contornos bien delineados la enorme conjura entre todas las fuerzas de la derecha y los sectores conservadores de la sociedad que llevó al poder a Calderón. Hasta entonces y, sobre todo, por la experiencia del 2000, los mexicanos tenían confianza y fe en la democracia. Después de 2006, el azote de la desconfianza y el descreimiento aparece de nuevo amenazando y confundiendo. El apogeo del crimen organizado ha venido a enturbiar aún más la situación.
En México nadie hace sondeos de credibilidad ni, mucho menos, análisis de tendencias de opinión. Las encuestas sólo son flashazos que nada muestran ni nada demuestran. Son extremadamente manipulables y pervertibles, sobre todo cuando sólo se dirigen a ciertos sectores ciudadanos que están siempre dispuestos a confirmar una tendencia. Eso puede observarse en el Edomex, donde Eruviel Ávila parece imparable, en una entidad en la que, por lo demás, los índices de abstencionismo han sido siempre notablemente altos. La desconfianza también surge y se difunde porque no se allegan a los ciudadanos instrumentos legales e institucionales que les lleven a tener fe en sus instituciones.
Aunque ha dejado de ser tema del debate, la experiencia del 2006 dejó marcada a la sociedad con dudas que jamás pudieron ser disipadas. El recuerdo de un IFE inoperante y sometido al presidente y a los poderes particulares, de un tribunal electoral que llegó a la desvergüenza de resolver que los empresarios y Fox habían violado la legalidad, pero que ello
“!>no alteraba”!>los resultados de las elecciones y tantas y tantas irregularidades más que en su momento fueron señaladas, permanece ahí, ominoso para el futuro de nuestra endeble democracia y, sobre todo, para los comicios decisivos de 2012. Los ciudadanos, con razón, se preguntan, ¿qué irá a pasar y en qué acabaremos?
Aunque todo mundo pudo ver los abusos del poder del Estado panista, como el juicio de desafuero en contra de López Obrador, nadie se imaginaba el comportamiento que seguirían el IFE y el TEPJF. Desde entonces, nadie parece tener fe en esas instituciones y será muy difícil que la recupere. Ver a la presidenta del tribunal reunirse en su casa a cenar con los personeros del gobernador Peña Nieto y luego tener la desvergüenza de seguir ella misma la causa atinente a sus violaciones de la ley no puede darle confianza a nadie. Los partidos, por supuesto, son una lacra cada vez más evidente, como lo muestra el caso de los priístas en la Cámara de Diputados que están haciéndose tontos en el asunto de la elección de los consejeros del IFE faltantes, alegando que a su mayoría le corresponde proponer dos de los tres candidatos al puesto.
El uso que se está dando a los medios es también atemorizante. Peña Nieto recibe de las televisoras una publicidad encajosa e inequitativa que nos llena de temor sobre lo que podrá suceder en el 2012. Aquéllas prefirieron ser sancionadas (con una ridícula amonestación pública) en el caso de las transmisiones para Peña Nieto que alegar responsabilidad de éste en el asunto. Si así se van a seguir haciendo las cosas en el futuro, en efecto, no es posible saber ya para qué se va a ir a votar y a elegir. Desde las instancias del Estado a nadie parece preocuparle dar curso adecuado a nuestro proceso democrático. Sólo se piensa en el agandalle y en acorralar a quienes están fuera o en contra de su esfera o sus esferas de poder.
Nada hay que angustie más a un ciudadano deseoso de participar en la política que ver cómo desde el poder o desde la riqueza se anulan todas sus posibilidades de participación. Nada hay que maniate más que el aislamiento y la impotencia que se provocan desde el poder. En otros lugares, el abuso del poder en apoyo de ciertas opciones electorales, el uso del dinero para aplastar a los oponentes y de los medios para pervertir la voluntad ciudadana, así como el comportamiento indebido y a veces abiertamente ilegal de los partidos, son cosas que, en primer lugar, están claramente definidas por la ley y, en segundo lugar, las mismas instituciones corrigen a tiempo.
Hoy nuevamente parecen estar dadas las condiciones para otro choque de trenes. Nadie se hace cargo del hecho de que nuestra democracia no aguantaría algo así después del 2006. La polarización que vendría sería fatal y provocaría escenarios de violencia que nadie podría controlar. Parecería que esto sólo indica las dificultades que se pueden presentar; pero hay mucho más que eso: el verdadero problema es que las elecciones se están revelando como inútiles y ociosas, si hay un conjunto de fuerzas que no desean la competencia electoral, que están decididas a no soltar el poder y, en definitiva, que la democracia les importa madre.
En condiciones normales, las próximas elecciones presidenciales se presentarían tan polarizadas como lo van a ser las que vienen; pero no preocuparía ese hecho si la institucionalidad electoral y del Estado funcionara a plenitud. A muchos no les importa que la lucha se pueda presentar ardua y difícil. Están pensando más bien y con preocupación en la nula institucionalidad que domina el ambiente, en la facciosidad del poder del Estado y el peso desmedido que tienen la riqueza y los poderes privados en este país. Nada hay más desperanzador para el futuro de la democracia como el que una gran parte de la sociedad y, en particular, la más poderosa política y económicamente, esté en contra de ella y milite con todo su poder en contra de ella.
En un ambiente como el actual en México, en el que es tan raquítica la movilización ciudadana, uno no puede más que admirarse de los esfuerzos titánicos que realiza el Movimiento Regeneración Nacional de López Obrador para volver a ubicar a la ciudadanía en la lucha por la democracia.
Nada hay que angustie más a un ciudadano deseoso de participar en la política que ver cómo desde el poder o desde la riqueza se anulan todas sus posibilidades de participación. Nada hay que maniate más que el aislamiento y la impotencia que se provocan desde el poder. En otros lugares, el abuso del poder en apoyo de ciertas opciones electorales, el uso del dinero para aplastar a los oponentes y de los medios para pervertir la voluntad ciudadana, así como el comportamiento indebido y a veces abiertamente ilegal de los partidos, son cosas que, en primer lugar, están claramente definidas por la ley y, en segundo lugar, las mismas instituciones corrigen a tiempo.
Hoy nuevamente parecen estar dadas las condiciones para otro choque de trenes. Nadie se hace cargo del hecho de que nuestra democracia no aguantaría algo así después del 2006. La polarización que vendría sería fatal y provocaría escenarios de violencia que nadie podría controlar. Parecería que esto sólo indica las dificultades que se pueden presentar; pero hay mucho más que eso: el verdadero problema es que las elecciones se están revelando como inútiles y ociosas, si hay un conjunto de fuerzas que no desean la competencia electoral, que están decididas a no soltar el poder y, en definitiva, que la democracia les importa madre.
En condiciones normales, las próximas elecciones presidenciales se presentarían tan polarizadas como lo van a ser las que vienen; pero no preocuparía ese hecho si la institucionalidad electoral y del Estado funcionara a plenitud. A muchos no les importa que la lucha se pueda presentar ardua y difícil. Están pensando más bien y con preocupación en la nula institucionalidad que domina el ambiente, en la facciosidad del poder del Estado y el peso desmedido que tienen la riqueza y los poderes privados en este país. Nada hay más desperanzador para el futuro de la democracia como el que una gran parte de la sociedad y, en particular, la más poderosa política y económicamente, esté en contra de ella y milite con todo su poder en contra de ella.
En un ambiente como el actual en México, en el que es tan raquítica la movilización ciudadana, uno no puede más que admirarse de los esfuerzos titánicos que realiza el Movimiento Regeneración Nacional de López Obrador para volver a ubicar a la ciudadanía en la lucha por la democracia.