L
as recomendaciones
del Fondo Monetario Internacional (FMI), puntualmente llevadas a la práctica por gobiernos afines a éste, han pauperizado a muchos países. En la etapa neoliberal, México fue uno de sus laboratorios
, y aplicó todo tipo de reformas
y draconianos ajustes estructurales
: los resultados están a la vista, entre ellos que más de la mitad de los habitantes del país sobreviven en pobreza, a la par que la concentración del ingreso y la riqueza alcanza niveles de cuento de hadas.
Al FMI se le puede acusar de todo, menos de ser un organismo no perseverante, terco como mula, a la hora de imponer su interminable inventario de recomendaciones
, sin importar las drásticas consecuencias sociales. A México le aplicó todas y los gobiernos gerenciales las aceptaron sin chistar. Sólo algunas, muy pocas, no se llevaron a la práctica por el enorme costo político que al régimen le implicaba, aunque hizo circo y maroma para no molestar al organismo.
Una de esas sugerencias
recurrentes es la de gravar alimentos y medicinas con el impuesto al valor agregado (IVA), en un país donde más de la mitad de la población es pobre y alrededor de 28 millones carecen de ingreso para alimentarse. Pero como al FMI las consecuencias sociales le importan un bledo y opera con el manual en la mano, de nuevo recomienda
al gobierno mexicano que, una vez más, le pegue a los más fregados con la citada fórmula fiscal.
Pero el FMI se ha topado con pared: el presidente López Obrador ha dejado en claro que “se hicieron reformas que afectaron a los mexicanos por consigna, muchas veces ni siquiera por decisión de los habitantes, sino para cumplir con los consejos
del extranjero, eso ya se terminó”(por cierto, la OCDE, presidida por el ex secretario mexicano de Hacienda, José Ángel Gurría, de tiempo atrás propone
incrementar la edad de jubilación en México, y si bien fue aceptada por los gobiernos de Calderón y Peña Nieto, con AMLO no pasará).
En el recuento, el cobro de IVA comenzó el 1º de enero de 1980, en el gobierno de López Portillo, y la ley original (publicada en diciembre de 1978) establecía una tasa general de 10 por ciento, sin gravar alimentos. Pero la tecnocracia se instaló en Los Pinos, y Miguel de la Madrid subió 50 por ciento la tasa general (de 10 a 15 por ciento), aplicó una de 6 por ciento a medicinas de patente y alimentos no considerados en la canasta popular, y otra de 20 por ciento a los artículos de lujo.
A partir de 1991, transcurrida la mitad de su administración, Carlos Salinas de Gortari redujo a 10 por ciento la tasa general de IVA, desgravó alimentos y medicinas y suprimió la tasa aplicable a los artículos de lujo.
Sin embargo, en abril de 1995 Ernesto Zedillo de nuevo aumentó la tasa a 15 por ciento (recuérdese la Roqueseñal), y en 2010 Felipe Calderón la elevó a 16 por ciento, aumento que calificó de provisional
(temporalidad que acumula una década) y allí se quedó, aunque en ambos casos (y no por gusto) se evitó aplicar el gravamen a medicinas y alimentos.
En tanto Vicente Fox intentó aplicar IVA a medicinas y alimentos (nueva hacienda pública, un reformón, le llamó), con la promesa de que a los mexicanos más desamparados
ese dinero fiscal se les regresaría copeteado. Pero fue tan cretina la propuesta que hasta sus más cercanos la desecharon. Y Peña Nieto hizo lo propio, aunque, tras un sondeo, finalmente se abstuvo.
Eso sí, los organismos cúpula del sector privado y los empresarios marca Forbes (a los que, por instrucción presidencial, el fisco les devolvía, condonaba y/o cancelaba multimillonarias cantidades en impuestos todos los años) son fieles seguidores de las recomendaciones
del FMI, siempre y cuando no vayan dirigidas a ellos.
Las rebanadas del pastel
Parece que la transformación (sin cuarta) comienza a ser efectiva en la secretaria del Trabajo, Luisa María Alcalde, pero en sentido contrario, porque cada día se parece más a sus antecesores prianistas en el puesto.