Jamás había ocurrido. Nunca lo habíamos visto. Absolutamente no teníamos registro de ello. Es algo inédito. “Ojalá vivas en tiempos interesantes”, dice el viejo proverbio chino. Y vaya que los estamos viviendo.
Nunca, un Presidente electo le había hablado así, a quemarropa, a un Presidente en funciones.
Jamás, un Presidente electo le había hablado así, a bocajarro, a un Presidente en funciones.
Absolutamente, un Presidente electo le había hablado así, a mansalva, a un Presidente en funciones.
Lo que Andrés Manuel López Obrador le sorrajó – literal-, hace algunas horas, de frente y frente a su equipo más cercano, a Enrique Peña Nieto, no tiene desperdicio: es un momento hasta ahora inexistente en la relación de los poderes saliente y entrante en el Ejecutivo. Inédito, insistimos.
Sin compasión, fue un misil lo que salió de la boca de AMLO con dirección hacia Peña Nieto.
Diga usted si no, estimado lector:
“En tiempo y forma, vamos nosotros a presentar las iniciativas para cancelar la Reforma Educativa, y dar a conocer un plan distinto, con un marco legal ajustado a las nuevas circunstancias. Pero sí quiero dejar de manifiesto que se va a cancelar la actual Reforma Educativa…”.
De AMLO para Peña y para quienes allí lo acompañaban – Videgaray, Navarrete Prida, Pedro Joaquín Coldwell, Eduardo Sánchez, entre otros, y justo en el corazón del poder político en México (Palacio Nacional)-, mostrando rostros descompuestos por el asombro, sorpresa e impacto ante las palabras del, se quiera o no reconocer, el todavía rival político, hoy más que nunca empoderado y con el temple y la seguridad que le da la confianza suficiente al triunfador.
Un Presidente electo sobajando al Presidente constitucional.
En términos coloquiales:
¡Qué güevos, don AMLO!
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Y tampoco, jamás, habíamos sido testigos de cómo un Presidente en turno (EPN) está entregando, de manera tan rápida y hasta con apresuramiento, el poder presidencial al ganador de las elecciones. A estas alturas – quién lo dijera-, Peña Nieto ya está sufriendo el poder, agobiado por sus errores personales, arrinconado por la corrupción propia y ajena, derrotado por su pésima forma de gobernar. Parece tener prisa. Ya se quiere ir al Edomex.
A Peña se le olvidó que el poder se ejerce hasta el último minuto de un gobierno, por muy derrotado o decaído que se encuentre.
Ejemplos sobran:
Echeverría, desde el primer minuto de su gobierno hasta el último día, ejerció el poder de manera absoluta, firmando acuerdos y tomando decisiones el último de noviembre. Salinas de Gortari – un Presidente muy poderoso, sin duda alguna-, a pesar del levantamiento armado en Chiapas y de los asesinatos de Colosio y de Ruiz Massieu, aún tuvo la fuerza para imponer a Zedillo como sucesor. (Lo que ocurrió después es otra historia).
Pero con Peña Nieto no ocurre lo mismo.
Hoy por hoy, en México hay dos Presidentes: uno en funciones protocolarias, y el otro ya tomando decisiones. Eso ya lo sabemos.
Los priistas le recriminan a Peña haber recibido prácticamente de inmediato a AMLO en Palacio Nacional, y no en Los Pinos. Tal vez tengan cierta dosis de razón.
Empero, también deben entender que EPN ya no tenía margen de maniobra tras la derrota brutal del uno de julio, acotado por 30 millones de votos que le enviaron un mensaje contundente e irrebatible: ¡Lárgate!, y que un fracaso tan apabullante lo dejaba sin aliento, siquiera, para imponer el lugar de reunión con AMLO.
De allí en adelante, todo fue coser y cantar para AMLO y su equipo: imponer agenda, condiciones y estilos. De hecho, ya están gobernando: AMLO ya despacha como Presidente, Sánchez Cordero ya dispone como secretaria de Gobernación, Ebrard ya dicta la política exterior.
Porque la debilidad institucional de EPN fue muy bien detectada por AMLO y por su equipo: la derrota de Peña no solamente en las urnas, no, sino también, en su personal estilo de gobernar, parafraseando a Cosío Villegas. Un estilo anacrónico, el del PRI de los Hank, Montiel, del Mazo, formados a la vieja usanza, incapaces de lidiar con una democracia que ni conocen ni practican ni acostumbran.
En síntesis: un priismo qué sin votos ni dinero, anda corriendo en círculos, como gallinita descabezada, dirigiéndose hacia ninguna parte y con un final inevitable: el cadalso.
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AMLO ha noqueado a EPN. Lo ha fulminado.
La toma de posesión del uno de diciembre próximo – vaya paradoja: seguramente asistirá, entre otros mandatarios, el aborrecido Donald Trump, pero en condiciones y contextos diferentes a cuando visitó Los Pinos en agosto de 2016 cuando era candidato republicano-, será solamente un mero acto protocolario, donde Peña le entregará, de mano en mano, la banda presidencial a López Obrador. Será una ceremonia de pasillo porque, en la praxis, AMLO ya comenzó a gobernar.
Y de entrada, a pesar de que aún faltan tres meses para su toma de posesión, ya le canceló, frente a frente y a quemarropa, una de las dos reformas más emblemáticas con las que el gobierno peñista planeaba pasar a la historia: la Educativa. (La otra, la Energética, también sufrirá cambios ya anunciados por el gobierno entrante).
Aún más:
AMLO, también de frente a Peña, ya le dio luz verde a Elba Esther Gordillo para retomar al SNTE sin ningún problema. Victoria para la Gordillo y otra derrota brutal para Peña Nieto: su enemiga política sale de prisión antes de que termine el sexenio, y va por la revancha. Peña debe andarse con mucho cuidado. Elba Esther es una enemiga peligrosa, y en su bolsa Louis Vuitton, trae una factura pendiente de cobrar con el nombre de Enrique Peña Nieto.
Por lo pronto, AMLO le dio un tiro en la frente a la Reforma Educativa.
¿Qué sigue?
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FB / Martín Moreno