En épocas no tan lejanas, cuando éramos felices aunque no fuéramos competitivos, existía la sana costumbre de desearnos unos a otros feliz Navidad y próspero Año Nuevo. Hoy esa manifestación de buenos deseos se nubla ante el embate de la descomposición social, de la preocupación por el alto costo de la vida y la angustia por la inseguridad.
Arriba, entre los potentados, el objetivo no es la felicidad, sino el éxito y la ganancia, y abajo, entre el pueblo y la gente sencilla, apenas la sobrevivencia como meta exigida por la rudeza de la realidad. Y en esas difíciles circunstancias no parece oportuno desearse felicidades.
Vivimos en una economía deshumanizada y torpe, basada en el egoísmo y el espíritu de competencia, en el que algunos ganan y la mayoría pierde, y bajo un sistema político ensombrecido por violencia, autoritarismo y mentira; así, parece que desearse felicidades para el cercano porvenir es un contrasentido.
Pero no: desde abajo, como suceden los grandes cambios sociales,…