MÉXICO, D.F. (Proceso).- La matanza de Tlatlaya, Estado de México, pone a prueba el alcance de una realidad que desde diciembre de 2012 simplemente se acalló: la permanencia del Ejército en las calles pese al anuncio oficial de un retiro o presencia mínima. Los operativos no sólo se han intensificado –219 mil 378 patrullajes en este año en el que han participado 91 mil 547 efectivos.
Otro dato: las Bases de Operación Mixta (policial-militar) pasaron de 97 a 141 y en las calles se emplea a 37 mil efectivos diarios. Esa estrategia, cada vez más seria, no sólo no ha logrado controlar la criminalidad, sino que comienza a vulnerar a la población civil por los atropellos cometidos por militares y uniformados.
La discusión sobre la muerte de 22 personas el 30 de junio último como producto de un enfrentamiento militar con una banda criminal, pretendió desviarse en un primer momento sobre la condición de la actividad ilegal de las víctimas. Ante la debilidad probatoria institucional de hechos que fueron negados al inicio por la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) y respaldados por el silencio cómplice casi total de los medios –con la excepción de Esquire y Proceso–, según la estrategia del gobierno de los últimos dos años, se optó por sacrificar a unos cuantos elementos de tropa y un mando intermedio para refugiarse en la desobediencia y falta de aplicación de los protocolos de actuación militar (jueves 25 de septiembre).
Así, se busca evitar una indagación mayor y un debate serio sobre lo que el incidente representa para el sistema político. De ahí que se lanzara desde Nueva York otra cortina de humo para rescatar la legitimidad del Ejército, entre otras cosas, anunciando la participación de México en misiones de paz bajo el seno de las decisiones del Consejo de Seguridad de la ONU.
Apenas el 30 de mayo pasado se estrenaba –así se presume incluso en el segundo informe de gobierno–, la vigencia del Manual del uso de la fuerza, de aplicación común a las tres (sic) Fuerzas Armadas y con ello se da cumplimiento a los criterios constitucionales y las leyes castrenses del Ejército y la Marina. En realidad es una versión sui géneris o tropicalizada del código de conducta y de los principios elaborados en la práctica de las misiones de paz de los Cascos Azules de Naciones Unidas (Sedena, Segundo Informe de Labores, lunes 1 de septiembre de 2014, p. 40).
Con todo, una lectura detallada del Manual a la luz de lo acontecido en Tlatlaya, muestra que pese a las 13 generaciones de egresados militares de cursos de derechos humanos (impartidos por la CNDH) –incluido el convenio con la Cruz Roja Internacional (2013) para acercar el conocimiento del derecho internacional humanitario–, todo queda en una coartada para prevalecer en las calles sin el debido entrenamiento para dar seguridad a la población.
El Manual es muy claro en el sentido de aplicar protocolos de actuación en la advertencia a probables agresores y determinar así el uso de la fuerza –letal o no–, imponiendo incluso la grabación de los hechos para el esclarecimiento en caso de ser necesario. Otra disposición importante es la comunicación y coordinación con las autoridades civiles (aunque también establece procedimientos de actuación en ausencia de autoridades civiles).
Lo relevante del caso, a la luz de la reconstrucción de lo que ocurrió en Tlatlaya, es la absoluta inobservancia del Manual y la recurrencia a un comportamiento ya interiorizado en el personal militar: identificación y supresión del potencial enemigo o agresor, sin la mínima coordinación con las autoridades civiles. Hasta el momento no hay consignación ante autoridades judiciales civiles.
El resultado trágico de Tlatlaya va más allá de una cuestión de disciplina militar y de excluir o desviar la responsabilidad penal como pretende la aplicación del Manual al calificar un eventual homicidio como culposo, quedando así exonerado el personal militar involucrado en hechos como el ocurrido en territorio mexiquense.
Resulta por ello, poco razonable que se diga que no hay responsabilidad institucional porque no se sabe que el “alto mando” hubiese ordenado violar los derechos humanos, y así lo confirma la declaración del propio titular de la Sedena, general Salvador Cienfuegos Zepeda el viernes 26.
Los usos y costumbres de la seguridad del sistema político mexicano operan con la lógica del silencio y las complicidades mutuas en el ámbito civil y el militar. Excepcionalmente, ante el abuso político del recurso militar, un alto mando solicitó la orden por escrito para reprimir (2005). No pasó de ahí.
El componente militar en el contexto histórico y político tiende a ser parte del problema (con la paradoja que es el último recurso de solución del que se ha abusado), tanto en su uso policial como en la lucha contra el narcotráfico y el crimen organizado. Al final, el resultado es una distorsión, una pérdida, de la fuerza armada en su esencia definitoria de defensa nacional.
La participación directa de los militares en la lucha contra el narcotráfico durante los últimos gobiernos priistas y panistas tiene consecuencias negativas para las instituciones castrenses y, en particular, en la relación civil-militar en México. El fracaso de la guerra calderonista, continuada en los hechos por el actual gobierno, aunque no lo reconozca, no se limita al alarmante número de muertes, desapariciones forzadas y violaciones graves a los derechos humanos relacionados con la actividad de las fuerzas militares y policiales de los que dan cuenta los organismos civiles internacionales.
El daño se extiende de modo orgánico y operativo a las fuerzas armadas en términos que nuestra incipiente institucionalidad democrática, en materia de relaciones civiles-militares, no sólo se muestra débil o incapaz de reaccionar, sino que se encuentra amenazada ante la prolongada permanencia e influencia castrense.
Hay factores estructurales del diseño legal e institucional que dieron lugar a la organización de unas fuerzas armadas que responden más a tareas de dominio y control (político) en lo interno que en el desempeño real de funciones de defensa. La razón es simple, así se concibieron, histórica y políticamente, de acuerdo también a una realidad geoestratégica, como lo es la cercanía con Estados Unidos y nuestra adscripción natural a su órbita de seguridad. De ahí que la actividad castrense se volcase hacia la seguridad interior y hallase su mejor condición de influencia con la crisis de seguridad pública del país.
Con el anuncio presidencial de participar en misiones de paz, la cuestión es determinar a ciencia cierta si las Fuerzas Armadas están preparadas para cumplir su función sin haberse transformado institucionalmente, en democracia y con transparencia, como sus contrapartes en el hemisferio.
Otra cuestión importante queda abierta para la comunidad internacional: si nuestros medios e intelectuales nacionales serán tan complacientes ante incidentes trágicos como el de Tlatlaya, sin que haya investigaciones profundas y sólo culpables a medias.