El cinismo de Margarita Zavala al afirmar que quiere que marinos y soldados regresen “victoriosos” a sus cuarteles, cuando su marido los envió a la guerra, y cuando sabe de primera mano que no hay victoria posible, es escalofriante. Que Zavala haya elegido el décimo aniversario de la guerra iniciada por Felipe Calderón para hacer este comentario es, como sus aspiraciones presidenciales, ofensivo para la inteligencia y la memoria de los mexicanos.
Ante la magnitud de nuestra actual crisis humanitaria, es difícil hablar de esta guerra bestial sin indignarse. Y me parece que sería un error intentar contener esta indignación; pretender matizar lo ofensivo con un tono neutral ayuda a allanar el camino hacia su aceptación como algo normal. Es verdad que después de diez años de guerra, los descabezados, las fosas, las carreteras intransitables, los retenes de todo tipo, las armas largas en las calles, y la narcocultura son parte de nuestro paisaje cotidiano. Pero es justamente por ello no debemos asumir un tono neutral ante la violencia escandalosa que carcome a nuestra sociedad. Por el contrario, en el aniversario de la peor decisión tomada por un Presidente mexicano en el siglo XXI, tendríamos que recordar que esta crisis no se inició sola, poner el reflector sobre los culpables –que los hay con nombres y apellidos, empezando por Felipe Calderón – y señalar, una y otra vez, que esta aberración no puede ser nuestro normal; que la barbarie no es nuestro destino.
Bien se dice que cuando una guerra dura lo suficiente se corre el riesgo de olvidar sus motivos. Muchos de quienes votarán en 2018 probablemente no tengan recuerdos de otra versión de México -por mencionar un ejemplo, antes de 2006 nuestro país era transitable prácticamente de cabo a rabo-. Es cierto que en el México de 2006 había también pobreza, corrupción, desigualdad, policías inoperantes y muchos de los bien conocidos problemas nacionales. Y estos grandes temas se estudiaban, debatían y, desde luego, preocupaban. Pero la violencia no estaba entre nuestras principales preocupaciones. Desde luego que lo anterior no significa que en México no hubiera narcotraficantes. Pero el tema se reducía virtualmente a lo siguiente: droga se producía y transportaba a través de nuestro país hacia Estados Unidos.
Pero Felipe Calderón se convirtió en Presidente. Días después decidió mandar al ejército a Michoacán. Luego, quizás inspirado por la misma musa que desquició a Rodrigo Duterte, Calderón buscaría extender este modelo –que entonces lo único que le había producido eran aplausos- y convertirlo en el único tema en su agenda. Dos fueron los pretextos que justificaron esta imperdonable decisión. El primero fue que la guerra era indispensable evitar que la droga “llegue a tus hijos”. ¡Pero en México no había un problema de consumo de drogas! Menos de 1% de la población era adicta alguna sustancia. El segundo fue que había que frenar los ataques de criminales a la población. Sin embargo, tal como registra un multicitado artículo en la revista Nexos (01/01/2011), entonces México era un país pacificado. ¿Tanto para nada?
Pocas dudas quedan de que Felipe Calderón inició esta cruzada con la intención de legitimarse tras la amplia percepción de fraude electoral y sin haber sido votado por más de una tercera parte de los mexicanos. Apenas unos años antes George W Bush había logrado pasar, de acuerdo con la encuestadora Gallup, de 51% a 90% de aprobación en un mes, justo después de iniciada su “guerra contra el terror” que despojó a ciudadanos estadounidenses de derechos fundamentales y dejó a su país quebrado económicamente. La guerra de Calderón, siguió una ruta paralela, pero, en el colmo de la estupidez, esta guerra se desarrolló dentro del país del entonces Presidente. Calderón empujó durante seis años su “estrategia” y transformó decisivamente, para muy mal, a México.
Felipe Calderón nunca quiso terminar con este sinsentido. Increíblemente, tampoco se ha querido en el actual sexenio, en el que se ha optado por “administrar” la crisis. Esto a sabiendas de que la guerra de Calderón, continuada por Enrique Peña Nieto, no podrá nunca ser ganada. No se puede evitar a balazos que la droga “llegue a tus hijos” ni se puede decir que debemos mantener la violencia para terminar con la violencia porque, no lo olvidemos, fue la guerra la que inició la violencia. Poco lo comentan nuestros funcionarios, pero la estrategia seguida hasta hoy en México es tomada como ejemplo internacional de la peor forma de intentar reducir el tráfico y consumo de drogas –véanse los informes de la OEA (2013) o la Global Comission on Drug Policy (2014)-. Pero nuestros representantes no están escuchando.
Hay muchas formas de leer esta terquedad insultante. Me parece que, a estas alturas, deberíamos incluir el egoísmo y mezquindad sin límite de muchos de nuestros gobernantes en nuestra evaluación de por qué, a pesar de todas las evidencias en contra, éstos parecen aferrarse a seguir haciendo lo mismo. Edgardo Buscaglia ha planteado desde hace años que mientras no haya estrategias para perseguir flujo de dinero o encarcelar a los políticos cómplices todo “combate” al narco será una simple fachada; por su parte, Sergio Aguayo ha documentado la magnitud del tráfico de armas de Estados Unidos a México. A partir de análisis de esta naturaleza, serios y críticos, es posible distinguir que hay grandes beneficiarios del oscuro gasto multimillonario, por ejemplo, en armas y cuarteles secretos, o que legalizar las drogas implicaría que entren miles de millones a las arcas públicas mientras que si estas son ilegales los funcionarios en turno son los encargados de cobrar los “impuestos”.
Pero no todo está perdido ni estamos condenados. En el décimo aniversario de nuestra guerra, medios serios como Sinembargo.mx, Aristegui Noticias, Reforma, Proceso o Animal Político han publicado invaluables recuentos periodísticos de lo acontecido a lo largo de esta tragedia. También se han escrito decenas de análisis críticos exigiendo terminar con este sinsentido. Diez años después de que Calderón iniciara su guerra, la buena noticia es que a estas alturas hay un veredicto claro de su resultado: monumental fracaso. Las fotografías de Calderón vestido de verde oliva quedarán como estampas del individuo de miras cortas y delirios largos que incendió a un país para salvarse a sí mismo.
Aprovechando este oxigenante momento de lucidez, el cambio radical de enfoque hacia las drogas debería ser uno de los grandes temas rumbo a 2018. Los partidos políticos y sus aspirantes presidenciales tendrían que estarse peleando el micrófono para gritar cómo solucionarán esta tragedia humanitaria; tendrían que estar planteando, como lo sugirió el analista Alejandro Hope hace unos días, esquemas racionales para terminar con la violencia. Pero esto no ocurrirá si la guerra no es suficientemente repudiada. Mientras esto no suceda, seguiremos viviendo en un país en el que la esposa de Felipe Calderón puede darse el lujo de manifestar su deseo de regresar a los soldados “victoriosos” a sus cuarteles. Y soñar con ser Presidenta.
@asalgadoborge