Escribir sobre el triunfo político, económico y hasta cultural de las derechas en el mundo ha llegado a ser, francamente, lugar común. Y lo es por la abrumadora evidencia empírica que nos muestra esa aplastante realidad. Bien puede decirse que tal forma de pensamiento y accionar penetra más allá de las concepciones sociales de la actualidad para situarse como imperativo dominante y global:
Para que todo este tinglado de normas conservadoras funcione, hace falta que se conjuguen varios supuestos y lo auxilien específicas fuerzas o poderes después. El imperio de la derecha no ha ocurrido porque sus postulados sean los mejores, los más justicieros, de probada consistencia o de atractivo popular. Muy por el contrario: sus fundamentos se agotan, por lo común, en hipótesis truncadas, formulaciones incoherentes, conjuntos de suposiciones sin basamento o rampantes falsedades pero, eso sí, repetidos una y mil veces por sus enormes micrófonos hasta asentarlos como incontestables verdades, cosa juzgada pues. A pesar de estas cortedades, se han posesionado del horizonte de creencias debido a la concurrencia de varios factores: su capacidad de movilizar enormes recursos tras sus objetivos y el control casi totalitario de los aparatos de convencimiento colectivo, entre otros. Palancas que son empleadas sin contemplaciones para lograr los muy particulares fines de dominación de aquellos encaramados en las cimas, fundamentalmente las financieras. Tales aparatos de resonancia masiva son puestos con cinismo rampante al servicio de las más descarnadas ambiciones de poder y riquezas, moldear conciencias, dictar rumbos y sentencias.no hay alternativa, afirmaba desde hace ya casi medio siglo Margaret Thatcher. Los valores del individualismo, la libertad corporativa sin límites y cortapisas, desgravaciones fiscales al capital o el papel determinante del mercado sobre cualquier otra consideración (la solidaridad entre grupos o la prevalencia del bien colectivo, por ejemplo) desembocan en la reducida visión que tomó por asalto al mundo entero.
La oposición a tales entornos conservadores conlleva castigos, desprestigios, exclusiones, incluso privaciones de vidas y posesiones. Actos de represión y violencias para con los derechos humanos elementales. Modos de actuar que llegan a tomarse, por la inversión valorativa en curso en el espacio público y privado, como acciones prudentes, responsables o indispensables. Se alientan, a manera de complemento, un sinnúmero de temores y amenazas concretas o etéreas manipuladas para legitimar los apañes cotidianos de los de arriba. No por ello dejan de existir personas en lo particular, grupos específicos, segmentos enteros de las sociedades que se movilizan en direcciones divergentes a las todopoderosas derechas. Incluso se ha llegado, como ahora sucede en varios países, latinoamericanos en especial, a infligir serias derrotas al pensamiento único prevaleciente y a la continuidad de lo establecido. Son pocos, titubeantes es cierto, pero portan en su interior gérmenes decisivos para ser usados de ejemplos de que otras maneras y formas de ser y actuar son posibles y de franco provecho ciudadano.
La carrera de las plutocracias mundiales por ejercer un poder sin contrapesos, sin embargo, se ha desbocado. Sus mismos afanes de control autoritario y ambiciones sin medida han engendrado anticuerpos de gran capacidad disuasiva que erosionan, con rapidez y efectividad, los prestigios (teóricos y prácticos) de la derecha y de sus aliados. La recurrencia de numerosos desequilibrios, y crisis de variada hondura y complejidad (Vincenc Navarro, de la Universidad J. Hopkins, identifica más de 130 de esos fenómenos entre los años setenta y la actualidad) se erigen en factor que pone a la derecha neoliberal frente a la insurgencia de los indignados, de los excluidos, de los explotados. El ralo crecimiento económico ocasionado, la pobreza y marginalidad, las inauditas desigualdades, el desempleo y los horizontes clausurados para las juventudes se convierten, a la vez, en palancas de apoyo opositor.
La electoral, para las derechas atrincheradas en las cimas, es una ruta aceptada con recelos, dudas y hasta desprecios por las élites derechosas. El acceso al poder no puede dejarse al arbitrio de las masas, presumen los mandones con un dejo de fatiga y suficiencia. Es asunto de grávidas consecuencias sólo al alcance de los enterados, esos que pueden determinar, por su posesión o manejo de recursos generales o globales, el curso que deberán seguir los sucesos de envergadura. Es por esta creencia, ya bien asentada entre las cúspides dominantes de la derecha, que les es permitido, posible y hasta conveniente que la voluntad popular sea no sólo orientada en determinado sentido o prioridad, sino, de ser necesario, violentada sin recelos ni blanduras éticas.
En México se han acumulado, es ya también lugar común decirlo, sendos y dolorosos atropellos a la voluntad ciudadana: en 1988, 2006 y 2012. Y, en cada una de esas oportunidades, las ofensas han tenido destinatario: las formaciones de la izquierda. Entre más enraizadas estén entre la población, más detestables se tornan. Entre más clarificadas tengan sus posturas opositoras, más peligrosas para el sistema establecido se juzgan, no sin enojos e intemperancias. Una corriente de la izquierda, todavía menor es cierto, aconseja, ante los impunes fraudes repetidos, no insistir más en la ruta electoral. La persistencia en continuar acudiendo al llamado de las urnas para dirimir el acceso al poder público, sin embargo, todavía es mayoritaria. Los líderes, partidos y aliados de las izquierdas pueden mantener, en tan delicado entorno, la balanza de la estabilidad y la paz social. Pero la soberbia e irresponsabilidad de las plutocracias, de continuar por la senda de la acumulación sin freno y persistir en su rapaz actitud antidemocrática, harán crecer y multiplicarse los anticuerpos de la discordia y la disolución anárquica en lugar de fortificar el imperativo de la transformación y la concordia.
La electoral, para las derechas atrincheradas en las cimas, es una ruta aceptada con recelos, dudas y hasta desprecios por las élites derechosas. El acceso al poder no puede dejarse al arbitrio de las masas, presumen los mandones con un dejo de fatiga y suficiencia. Es asunto de grávidas consecuencias sólo al alcance de los enterados, esos que pueden determinar, por su posesión o manejo de recursos generales o globales, el curso que deberán seguir los sucesos de envergadura. Es por esta creencia, ya bien asentada entre las cúspides dominantes de la derecha, que les es permitido, posible y hasta conveniente que la voluntad popular sea no sólo orientada en determinado sentido o prioridad, sino, de ser necesario, violentada sin recelos ni blanduras éticas.
En México se han acumulado, es ya también lugar común decirlo, sendos y dolorosos atropellos a la voluntad ciudadana: en 1988, 2006 y 2012. Y, en cada una de esas oportunidades, las ofensas han tenido destinatario: las formaciones de la izquierda. Entre más enraizadas estén entre la población, más detestables se tornan. Entre más clarificadas tengan sus posturas opositoras, más peligrosas para el sistema establecido se juzgan, no sin enojos e intemperancias. Una corriente de la izquierda, todavía menor es cierto, aconseja, ante los impunes fraudes repetidos, no insistir más en la ruta electoral. La persistencia en continuar acudiendo al llamado de las urnas para dirimir el acceso al poder público, sin embargo, todavía es mayoritaria. Los líderes, partidos y aliados de las izquierdas pueden mantener, en tan delicado entorno, la balanza de la estabilidad y la paz social. Pero la soberbia e irresponsabilidad de las plutocracias, de continuar por la senda de la acumulación sin freno y persistir en su rapaz actitud antidemocrática, harán crecer y multiplicarse los anticuerpos de la discordia y la disolución anárquica en lugar de fortificar el imperativo de la transformación y la concordia.