En esta hora en la que el encono y la confrontación se apoderan de los medios, las redes y las calles; cuando parece haberse diluido, por la cancelación de las obras del NAICM en Texcoco, la posibilidad de una transición tersa; a solo un mes de la toma de posesión de Andrés Manuel López Obrador, conviene tomar conciencia de la necesidad urgente de poner a México por encima de los intereses particulares y luchar unidos contra los grandes males que nos aquejan. El país -ya lo he dicho en este espacio- se nos deshace entre las manos, enfrentamos una crisis humanitaria por la espiral de violencia incontenible, y vivimos lo que puede definirse como una verdadera catástrofe ética. El 1 de julio pasado las y los mexicanos, urgidos de poner fin a esto, no nos pronunciamos sólo por un cambio de Presidente. Salimos a votar con un propósito: cambiar de régimen, y con nuestros votos dimos órdenes precisas a López Obrador: cumple con esa tarea, haz lo que prometiste, cueste lo que cueste.
Uno de estos grandes males que aquejan a la nación –quizás el mayor de ellos- es la corrupción, que se ha agudizado en los últimos 30 años debido fundamentalmente a lo que fue primero un amasiato perverso entre los poderes fácticos y la Presidencia de la República y después una franca subordinación del poder político al poder económico. Nada más dañino para un país que el hecho de que el gobierno se conciba sólo como una oportunidad de hacer negocios, el erario como una bolsa abierta destinada a repartirse entre unos pocos y la obra pública como el botín que toca repartirse sexenalmente.
De Vicente Fox a nuestros días, la Presidencia de la República vino a convertirse en una especie de vicepresidencia ejecutiva a cargo de la nación que reportaba y servía a los grandes capitales. Hubo en la práctica una pérdida de soberanía del poder político y un deterioro profundo de la institución presidencial. El Presidente pasó de Tlatoani todo poderoso a simple gerente. Vicente Fox abdicó en los hechos frente a la televisión. Si durante los gobiernos priístas que le antecedieron, los inquilinos de Los Pinos mandaban facturas a la única cadena de TV, con el guanajuatense se produjo una aún más perniciosa inversión de papeles: de las televisoras comenzaron a llegar las facturas a Los Pinos. Dejaron los concesionarios de TV de ser soldados del PRI y comenzaron a mandar sobre el Presidente y a mandar en el país.
Pero no bastó a Fox -que se moría por unos minutos en pantalla y que vivía obsesionado con la idea de la “pareja presidencial”, un invento televisivo, por cierto- sólo con arrodillarse frente a la TV. Necesitaba imponer a Felipe Calderón y cerrar a cualquier costo el paso a López Obrador a quien, luego de su intento de golpe de Estado constitucional mediante el desafuero, sólo había logrado convertir en el candidato con más posibilidad de ganar la elección presidencial del 2006. Pactaron pues, Fox y Calderón, con empresarios muy poderosos y éstos descubrieron, al desatar la guerra sucia y convertirse en caja de resonancia de la campaña “un peligro para México”, que podían hacer algo más que cobrarle los servicios de imagen al Presidente: podían ayudar a imponer a uno, podían ayudarlo a robarse la Presidencia de la República y luego obligarle a pagar sus servicios.
Parte de ese pago llegó, con intereses, en el 2012. Ya no se trataba únicamente de ayudar al mandatario saliente a imponer un sucesor a modo. Se trataba de inventar a un Presidente, de elaborar un producto mediático que más que convencer a votantes sedujera al público. Si esto no bastaba podían comprarse votos. Y como lo que buscaban era una figura de pantalla y no a un estadista, no repararon más que en la facha del escogido y no en sus malas mañas, en su banalidad, en su historial de oscuras relaciones con pocos y muy poderosos grupos económicos que habían actuado, durante todo el sexenio, como parte de la corte del gobernador Peña Nieto y se prepararon para ser sus contratistas de cabecera una vez que llegara a la Presidencia.
Estos últimos 18 años, la corrupción ha crecido exponencialmente y ha generado una espiral de violencia que nos ha hecho perder, entre muertos, desaparecidos y desplazados, prácticamente a una generación completa. Aunque corrupción y violencia se ceban fundamentalmente en los desposeídos, no dejan de afectar también y muy profundamente a los empresarios honestos y patriotas que buscan generar riqueza de manera legítima y no han pretendido nunca mandar al Presidente. Muchos de ellos votaron también por López Obrador y otros aunque no lo hicieron no movieron un dedo para tratar de imponer por las malas a su candidato e intervenir, como lo hicieron otros, en el curso de unas elecciones que, como marca la Constitución, han de ser libres y auténticas.
Decenas de veces, mientras seguía a López Obrador con la cámara al hombro, le escuché contar a la multitud cómo un viejo campesino oaxaqueño se le había acercado en el Valle de San Quintín, a donde había emigrado, para pedirle que, así como Benito Juárez había logrado la separación entre la iglesia y el Estado, así a él, por el bien de la nación, le tocaba separar al poder económico del poder político. En muchas plazas, foros y entrevistas, en reuniones con las agrupaciones patronales, dijo López Obrador que esta separación sería uno de sus objetivos y que de llegar al poder serviría, obedecería, única y exclusivamente, al pueblo de México.
En el curso de la campaña y en estos meses de larga y peligrosa transición, López Obrador ha mostrado su decisión indeclinable de lograr esa separación. No hizo descansar nunca su estrategia propagandística en la exposición televisiva, no estableció por tanto la relación de dependencia de Fox, Calderón o Peña Nieto con los grandes concesionarios. Más que valerse de las cadenas de radio y TV, se valió de las redes. Sus videos en Facebook fueron en campaña y son ahora su principal instrumento de comunicación. Anunció ya una reducción sustantiva del presupuesto publicitario gubernamental, lo que lo expone al encono de los medios que consideran parte sustancial de sus ingresos el dinero público. Ha tomado ahora una decisión que lo enfrenta con algunos de los capitales más poderosos del país y ante la cual organismos empresariales, columnistas y medios se han pronunciado juzgándolo con extrema dureza, lanzado predicciones apocalípticas y reeditando los argumentos más virulentos de la guerra sucia electoral.
Cambiar de régimen no es un proceso exento de confrontaciones y peligros. Más todavía cuando el régimen, al que las y los mexicanos condenamos a desaparecer, se resiste a morir. Vendrán decisiones aun más polémicas que la del aeropuerto. Tendremos que encontrar la manera, como la han encontrado otras democracias, de enfrentar esos momentos con más serenidad, respetando las reglas del juego democrático y sin caer en las viejas costumbres golpistas de la derecha latinoamericana. En una democracia el pueblo manda y el Presidente obedece. Si éste se equivoca, el pueblo se lo cobra en las urnas. A eso se expone, de manera consciente, López Obrador, y tanto que habrá de someterse a un proceso de revocación de mandato justo a la mitad de su sexenio. Debemos recordar que las banderas ideológicas se destiñen con la sangre y no intentar que a la violencia criminal incontenible se sume ahora la violencia política. Debemos preservar la paz, pensar en México, respetar los principios democráticos, aceptar que ya no mandan unos pocos sobre el Presidente, que somos muchos los que le ordenamos que cumpla su tarea.
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