Álvaro Delgado
CIUDAD DE MÉXICO (proceso.com.mx).- Es primero de diciembre y la capital amanece plomiza, con el Zócalo poblado de militares, que escoltan el recorrido del nuevo presidente de México desde el Congreso hasta Palacio Nacional, en medio de un encendido repudio al fraude electoral y la captura de ciudadanos que son llevados a la prisión militar para ser torturados.
Así asumió el poder Carlos Salinas, en 1988, justo cuando a mil kilómetros de distancia, en Tabasco, otro fraude electoral se consumaba, como el cometido contra Cuauhtémoc Cárdenas, contra un personaje que tres décadas después, hoy sábado 1, es investido como presidente con un respaldo popular sin precedente: Andrés Manuel López Obrador.
El contraste con Salinas es elocuente: En el Zócalo, soleado, este primer sábado de diciembre no hay tropa —la que hay es discreta, de civil— y la muchedumbre se apodera, festiva, de la principal plaza del país, que corona un proceso que sepulta —o eso pretende— la larga noche del neoliberalismo, esa “calamidad”, como la define López Obrador y de la que es arquitecto el expresidente que emprendió una matazón, ya olvidada por algunos, contra la oposición de izquierda.
El presidente Andrés Manuel López Obrador en el Zócalo capitalino. Foto: Eduardo Miranda
Esta mañana de sábado se va colmando con lentitud el Zócalo mientras por las pantallas gigantes se trasmite el recorrido de López Obrador de su casa a la ceremonia de toma de posesión, que concita la ovación en cada puya de su insólito e implacable discurso contra el modelo neoliberal que prohijó —acusa— “la más inmunda corrupción pública y privada”.
Si algún contraste existe entre López Obrador y Salinas es la corrupción, cuyo primer compromiso es desterrarla en el sexenio que inicia: “El gobierno ya no será un simple facilitador para el saqueo”.
Mientas en San Lázaro fluye el cambio de poderes, con un Enrique Peña Nieto que soporta la andanada, en la Plaza de la Constitución la fiesta es al modo de cada quien: Bailando sin música, que iniciará más tarde, tomándose fotos, mirando los arreglos navideños de los edificios aledaños, de los que ya cuelga la identidad gráfica del nuevo gobierno, comiendo antojitos y comprando afiches de López Obrador, la figura que llega al poder después de seis campañas: Dos en Tabasco, la tercera triunfadora para jefe de gobierno, y otras tres para llegar a la Presidencia.
Se tardó, pero llegó: Aunque su inicio como dirigente social se inicia en 1978, como joven funcionario en las comunidades indígenas de Tabasco, es en 1988 cuando despunta su liderazgo, exactamente cuando el fraude de Salinas.
Y es por eso que la trayectoria política de López Obrador corre paralela a su confrontación con Salinas de Gortari: Desde su renuncia al Partido Revolucionario Institucional (PRI), en 1988, hasta su victoria, el 1 de julio de 2018.
El origen del pleito fue la decisión de López Obrador de aceptar ser el candidato a gobernador de Tabasco por el Frente Democrático Nacional (FDN), a invitación de Cárdenas, una rebelión perfilada desde la campaña presidencial de ese año.
Clara Jusidman, jefa de López Obrador en el Instituto Nacional del Consumidor (Imco) entre 1984 y 1988, fue testigo del origen de esta confrontación, con una breve charla que tuvo con Salinas como candidato, cuando se reunió con él para entregarle un estudio sobre alimentación para su campaña.
–¿Y Andrés, ¿cómo va? –exploró Salinas, sabiendo de la relación de ella con López Obrador.
–Ahí va –le respondió Jusidman.
–¡Pues no va! –devolvió Salinas, contundente.
Y es que, al aceptar ser candidato a gobernador de Tabasco contra el PRI, López Obrador desafiaba al régimen, evoca Jusidman: “Salinas le tomó un coraje terrible, porque se le salió de las manos. Fue eso: Se salió de su control. Lo traicionó más que nada. No es que hayan tenido una relación personal, sino simplemente se fue”.
Jusidman, quien fue subsecretaria de Pesca en el gobierno de Salinas y luego secretaria de Desarrollo Social en el gobierno de Cárdenas en la Ciudad de México, designó a López Obrador director de Organización del Inco, en 1984, a recomendación de Ignacio Ovalle Fernández, ahora encargado del programa de alimentación del nuevo gobierno.
“El pueblo unido, jamás será vencido”, entona en el Zócalo la Banda de Tlaxiaco, Oaxaca, cuando López Obrador ya ha llegado al Palacio Nacional y ofrece un almuerzo a los visitantes extranjeros.
Desde el templete, diseñado por artesanos de Tlaxcala con 40 mil hojas de totonoxtle, que es la hoja de maíz, dirigirá más tarde López Obrador su segundo discurso del día, después de recibir el bastón de mando de los pueblos originarios de México.
Es un discurso largo, larguísimo, que detalla las cien acciones y programas que implementará en su sexenio, aunque se comenzarán a aplicar desde ya.
El objetivo de su gobierno es inequívoco: “la purificación de la vida pública de México”.
Ante la muchedumbre, que para las seis de la tarde desborda el Zócalo, López Obrador se percibe dueño del escenario y del poder, como lo demostró también en el Congreso, donde asumió un compromiso moral de enorme dimensión: “No tengo derecho a fallar”.
Eso sí, como lo ha hecho en otros momentos —en el desafuero de 2005 y en la elección de 2006—, clama el acompañamiento: “No me dejen solo”.
Sobre todo ahora que, con todas sus letras, ha ofuscado a sus enemigos, los súbditos del neoliberalismo que le darán batalla. “Sin ustedes los conservadores me avasallarían, pero con ustedes me van a hacer lo que el viento a Juárez”, dice en referencia a Benito, uno de sus próceres.
Termina López Obrador y la fiesta continúa, con mexicanos apoderados del Zócalo, en un contraste inaudito con la “parada militar” de hace exactamente tres décadas, cuando Salinas tomó posesión, algo no visto en el México posrevolucionario.
La tropa tomó el control de todo el Centro Histórico y reprimió todas las manifestaciones fuera de San Lázaro y las aisladas que llegaron desde San Lázaro. A quienes prendieron fuego a monigotes, la tropa los expulsó con violencia.
Pero hubo algo peor: La Policía Militar, vestida de civil, capturó a quien quiso y a decenas de personas las trasladó en vehículos al Campo Militar Número Uno.
En las mazmorras de la prisión militar, vendados de los ojos, los detenidos fueron golpeados, desnudados e interrogados bajo amenaza de muerte.
Algunos padecieron, además, simulacro de fusilamiento: La pistola colocada en la sien y el sonido del martillo del arma sin balas.
Al final, tras horas de tortura, a unos los arrojaron en parajes solitarios de la Ciudad de México. Pero la hostilidad de Salinas escaló al asesinato de más de 500 luchadoras sociales, mientras se consolidaba el cogobierno con el PAN, hermanados en el modelo neoliberal.
Hace 24 años, cuando el sexenio de Salinas llegaba a su fin, en 1994, la toma de posesión de Ernesto Zedillo fue también sin fiesta, mientras en Tabasco se repetía el fraude, ahora con Roberto Madrazo, alfil de Salinas.
Y en el 2000, cuando López Obrador asumió la jefatura de gobierno de la capital, en el Zócalo tampoco hubo fiesta por la presidencia de Vicente Fox.
En 2006, no hubo festejo popular. La fiesta, con botellas de champaña, fue detrás de muros y soldados.
Y hace seis, con Peña, sobrevino la represión inaudita por los reclamos de la elección comprada. Mal inicio y peor terminó.
Pero hoy, en el Zócalo, otro era el ambiente, con la fiesta de viejos y jóvenes —muchos jóvenes, mujeres y hombres—, bailando, llorando, gozando que por fin acabó, según López Obrador, la “larga noche del neoliberalismo” destructor…
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