Joseph Ferraro, México, UAM-Iztapalapa
La lucha de la Iglesia contra el comunismo
Tanto el quehacer político como el religioso parten de una concepción del bien o deber para la sociedad. Esta idea no se restringe al espacio público y privado de la acción de los individuos, también concierne a la orientación y construcción de la subjetividad. Este objetivo ha tomado distintos nombres en la cultura occidental, en una y otra disciplina, y se ha valido de éste o aquel medio (material o simbólico). Y, dentro de los sistemas de control forjados en la modernidad y los siglos posteriores que han hecho suyo tal principio, se puede hablar de capitalismo-liberalismo/Iglesia católica romana/socialismo-comunismo. En este esquema, las "justificaciones" del hacer social de cada instancia dependen del interés ideológico, material, de los fines que se persigan y del poder que se detente y ejerza. Por ello, no es de extrañar que a partir del segundo tercio del siglo XX se hayan presentado discusiones y luchas entre los extremos y el centro del trinomio por el control y dominio de los estratos social, político, económico y cultural.
Ahora bien, a partir de los supuestos y referentes que del quehacer político se exaltan y arguyen en el imaginario colectivo, tanto en su aspecto teórico como en el descriptivo, sostengo lo siguiente, fundado en la deducción que el acaecer histórico permite: la religión, en cuanto cúpula de poder dentro de un Estado, no sólo atañe a la "interioridad del individuo", sino a la relación del pensamiento con la realidad práctica de la cual se puede obtener cierto beneficio. De acuerdo con ello, constituye un fenómeno que pasa por la conciencia y expresa una representación del mundo, es decir, manifiesta una directriz de las estructuras que norman la conducta del hombre. De hecho, si se quiere tener una representación científica de la religión, habrá de elaborarse un diagrama racional de la representación de la sociedad en sus variantes primarias, política y economía, para ver de qué forma influye en los lineamientos de comportamiento de los seres humanos en su esfera personal y colectiva.
En el precedente entramado ideológico-político-económico-religioso, se inscribe el libro de Joseph Ferraro, La lucha de la Iglesia contra el comunismo.1 En él, el autor toma parte de las líneas del primer párrafo del Manifiesto del Partido Comunista, de Carlos Marx y Federico Engels, para contextualizar sus hipótesis. El discurso original sentencia: "Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo. Todas las fuerzas de la vieja Europa se han unido en santa cruzada para acosar a ese fantasma: el Papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los polizontes alemanes" (Marx, 1983: 51).2
Ferraro subraya la fuerza de la Iglesia católica representada por el Papa, pues, según él, en 1846 Pío IX, en su encíclica Quipluribus, condenó a la doctrina comunista. Esta misma orientación siguió León XIII, quien en 1891 calificó al socialismo de "un cáncer que pretendía destruir los fundamentos mismos de la sociedad moderna" (p. 12); Pío XI hizo lo propio en 1937, al afirmar que el fin del comunismo es destruir la religión y la civilización; por su parte, Juan XXIII trazó los lineamientos del Concilio Vaticano II (1962-1965) (Wilde, 2007: 2-4), y pronunció el discurso inaugural, titulado "El principal objetivo del Concilio", el 11 de octubre de 1962, con miras a la supervivencia de la Iglesia y la contención del comunismo.3 Tras la muerte de este pontífice, ocurrida el 3 de junio de 1963, tomó su lugar Pablo VI, quien continuó las líneas rectoras de su predecesor y las expuso en su encíclica Ecclesiam suam, el 6 de agosto de 1964. En ella pidió que la Iglesia tomara conciencia de sí y de su importancia "para la salvación de la sociedad humana". En suma, los dos últimos discursos fueron relevantes por su anhelo de paz; pero, afirma Ferraro: "No era una paz neutral de los dos bloques ideológicos existentes en el mundo de sus días; la paz deseada, y para la cual trabajaba la Iglesia, era una paz orientada al rescate y a la reforma del capitalismo, y la eliminación del comunismo" (p. 95).
Al respecto, el Concilio se enfocó en la necesidad de una renovación espiritual por parte de los fieles, en la urgencia de que los laicos se dieran cuenta de sus obligaciones sociales, se preocuparan por los pobres, asumieran un compromiso político para cambiar las estructuras que hacían injusta la vida, que difundieran la doctrina social de la Iglesia, pues la finalidad del Vaticano II era conseguir la paz y la justicia, lo que incluía cambios litúrgicos y el movimiento ecuménico. Pero todo esto, en el fondo, sostiene Ferraro, estuvo encaminado a contrarrestar los adelantos socialistas. Por esta razón la doctrina social católica no condenaba al capitalismo, sino los abusos cometidos por la clase capitalista: "Se trataba de una doctrina de justicia social frente al comunismo en la que tanto el trabajo como el capital tenían derecho a participar en los beneficios; de tal forma se mantenía intacta la existencia de las relaciones productivas capitalistas y se proveía al capitalismo de una legitimación ética" (p. 13).
Antes de seguir con la exégesis pontificia en contra del comunismo, de León XIII, hasta la significación del Concilio Vaticano II, como se plantea en la obra en estudio, quiero fijar la atención en la génesis y el resultado del Concilio Vaticano I, para tener un continuum y cierta teleología de la Iglesia católica en los terrenos de la vida pública.4
La idea de un Concilio Vaticano nace en Pío IX el 6 de diciembre de 1864, durante la asamblea de la congregación de ritos. En esa ocasión el Papa interrumpió los trabajos, hizo salir a los funcionarios y se quedó con los cardenales, ante quienes expuso:
Le estaba dando vueltas a una idea relativa al bien de toda la Iglesia y era la de convocar a un concilio universal para con este medio extraordinario acudir a las necesidades también extraordinarias del pueblo cristiano. [Pues] existía la convicción de que la boga de opiniones contrarias a la doctrina de la Santa Sede y la situación de zozobra de la Iglesia hacían necesario el empleo del medio más extremado, pues la condenación de los errores contemporáneos por el Papa no era bastante (Ranke, 1988: 601).
Entre los preparativos de este Concilio estuvieron las sesiones de marzo de 1865, mayo de 1866 y julio de 1867. Estas reuniones previas, desde el punto de vista del Estado, tenían el supuesto de que "si se convoca a un concilio universal era con la intención de consagrar de nuevo las doctrinas y los intereses del papado y de condenar las doctrinas contrarias, por muy extendidas que estuviesen" (Ranke, 1988: 603). Además, a Pío IX le urgía el Concilio por dos motivos: a) la presión del poder civil de anexar el "Estado de la Iglesia" (Roma) a la Unidad Nacional (años después se conocería como Unificación Italiana, 1870), y b) el antagonismo con el rey de Italia, Francisco II (1836-1894), rey de las Dos Sicilias. Finalmente, el 8 de diciembre de 1869 se inauguró el Concilio Vaticano I en la basílica de San Pedro. Mas:
Los propósitos del Papa, que sólo pensaba en una consolidación del poder máximo en el sentido tradicional, se enfrentaban a las ideas de toda una serie de obispos y también de laicos, espiritualmente interesados, que esperaban una transformación del poder eclesiástico en un sentido que correspondiera a las exigencias del siglo (Ranke, 1988: 605).
Los trabajos se extendieron hasta el 18 de julio de 1870, cuando se aprobó la infalibilidad del Papa, con una votación de 533 a favor y dos non placet. Esto significó el reconocimiento de una autoridad apoyada en la acción divina, lo que contrastaba con los altercados político-sociales del mundo de aquella época, necesitado de un guía, de un poder conciliador de los intereses nacionales, estatales y grupales.5
Con sustento en lo anterior, y de vuelta con la argumentación de Joseph Ferraro, las "condenas" de la Iglesia hacia el comunismo inician con León XIII, quien sube al trono de San Pedro en 1875. Una vez ahí se enfrenta al mundo del capitalismo, donde el trabajador necesita del capitalista, y éste de alguien que venda su fuerza física: el obrero. El rechazo hacia el comunismo se ubica en 1891, con la encíclica Rerum novarum (define el concepto de justicia, coadyuva a la doctrina social de la Iglesia), donde León XIII encara "el prurito revolucionario que agita a los pueblos" y arguye que "cuando los socialistas, soslayando por completo la providencia de los padres, hacen intervenir a los poderes públicos, obran contra la justicia natural y destruyen la organización familiar" (p. 19). Lo importante, históricamente, y sin tomar partido de uno u otro lado, es ver cómo se introduce el comunismo en la "conciencia epocal" y de qué forma cambia la manera de hacer política y de ejercer la libertad de creencias de los sujetos,6 así como las trabas u obstáculos que la institución política más antigua de la modernidad, la Iglesia, pone para conservar sus privilegios.
Desde un enfoque formal, la tesis de La lucha de la Iglesia contra el comunismo es que el Concilio Vaticano II realmente no fue un concilio religioso, sino un congreso político que dictó cambios en su estructura para impartir el credo con fines ideológicos: los de conservar y fortalecer la existencia del capitalismo durante una época en crisis.7 Así, la renovación espiritual estuvo presente en el mensaje de apertura a todos los hombres (Ad omnes homines), de los padres conciliares, el 11 de septiembre de 1962; ahí Juan XXIII habló de los compromisos con la paz, la justicia, la renovación espiritual y la preocupación por el estado de los pobres. Su discurso se orientó a hacer la doctrina social católica más eficaz, más acorde con las necesidades y exigencias del sistema político predominante. En síntesis, los objetivos del Vaticano II pretextaban la fe y buena voluntad en su proceder, pero el interés encubierto era acrecentar su poder temporal, nada trascendente a lo económico y político.
El eje rector que sostiene la proposición del libro de Ferraro está en el develamiento de la raíz de las preocupaciones papales, llámense renovación cristiana de la sociedad, difusión de la doctrina del bien común, jerarquía católica abocada a los pobres, apostolado laico, concordia entre los católicos, ecumenismo, libertad religiosa, unidad en la diversidad, desasosiego por la paz y la justicia, lucha contra el ateísmo o cambio litúrgico. Ahí, afirma Ferraro, con el conocimiento crítico de fuentes directas, y a pesar del matiz humanitario y esperanzador que pudieran tener las consignas, subyacen en esencia objetivos políticos.
La contraparte de la tesis e hipótesis intuidas está en la conclusión a la que llega el autor:
Para el cristiano debe ser evidente que la transformación del orden temporal debe realizarse no para salvar al capitalismo durante una época de relativa crisis del sistema, sino para que los hombres y mujeres puedan relacionarse mejor con Dios. Dios en un fin, pero los teólogos del Concilio lo convirtieron en un medio; querían quedar bien con la sociedad burguesa para tenerla como aliada en contra del comunismo (p. 154).
Por consiguiente, la Iglesia se fue adaptando a la cultura moderna, principalmente en aquellos sectores que implicaban una ganancia. Como ejemplo se puede aludir a la inclusión de la autonomía de lo terreno, la libertad de conciencia y de pensamiento, el espíritu democrático, la subjetividad del ser humano, el uso del diálogo para llegar al consenso y el respeto al pluralismo, dentro de los postulados del Concilio. Esto, más allá de idealizaciones, significó el esfuerzo de la Iglesia por entender su lugar y misión en el mundo, pero, también, es el destello prolongado de una transformación pertinente con los capitales en pugna.
El pontificado de León XIII fue notorio por su acercamiento a la modernidad. Para él, la doctrina social de la Iglesia no era contraria al capitalismo, sino que se oponía a los abusos del "sistema". De ahí que se definiera la justicia de tal modo que las relaciones productivas capitalistas sigan operando y se consideren como parte del orden de Dios. En concordancia, la construcción de la paz deriva de tal noción, y, ya sea desde un punto de vista marxista o capitalista, la paz no es una categoría neutra, sino algo moldeable de acuerdo con las convicciones o prejuicios partidistas.
Ferraro señala que León XIII condenó el socialismo, pero no el capitalismo; sin embargo, censuró la avaricia de los potentados particulares en cuanto causa de sufrimiento, pobreza y desesperación en los proletarios. El autor enfatiza que su doctrina fue antisocialista y defensora de las relaciones productivas capitalistas, por tener éstas un origen divino. Además:
León XIII consideró que la Iglesia, en aquella época, tenía como parte de su misión combatir el comunismo; vio la íntima conexión entre la injusticia, la perturbación del orden social y el crecimiento del socialismo, y propuso la práctica de la justicia como medio para lograr la paz social y vencerlo (p. 24).
En el caso de Pío XI, el capitalismo no es condenable por sí mismo ni vicioso por naturaleza, sino violador del "recto orden" sólo cuando abusa de los obreros y de la clase proletaria. Empero, considera la propiedad privada (bienes sociales de producción) como un derecho natural, según la encíclica Quadragesimo anno, de 1931.
Mientras, en Divini redemptoris, de 1937, exhorta a los sacerdotes a ir al obrero, a los necesitados, como mandan las enseñanzas de Jesús, pero la enmienda no es humanitaria y desinteresada del todo. Ferraro se apoya en una sentencia de esa encíclica y hace saber que tal actitud respondió a que dicho sector social era el más expuesto a las maniobras de los agitadores que explotan la mísera situación de los menesterosos para encender en su alma la envidia contra los ricos y excitarlos a tomar por la fuerza lo que, según ellos, la fortuna les ha negado injustamente. "Pero si el sacerdote no va al obrero y al necesitado para prevenirlo o para desengañarlo de todo prejuicio y de toda teoría falsa, ese obrero y ese necesitado llegarán a ser presa fácil de los apóstoles del comunismo" (p. 42).
Entre tanto, la renovación espiritual era impostergable para hacer una doctrina social católica "más justa", para que los ricos practicaran la equidad con sus obreros, para que éstos no se convirtieran en revolucionarios y para que los laicos tomaran su responsabilidad en el apostolado social. Sin embargo, bajo este papado se promulgaron cuatro documentos con matices que obstaculizaban el comunismo: el Decreto sobre el ecumenismo, el Decreto sobre las Iglesias orientales católicas, la Declaración de las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, y la Constitución sobre la sagrada liturgia.
Sumado a esto, la jerarquía católica impulsó una serie de cambios donde todos los hombres -sobre todo los cristianos- se unieran en un "escuadrón en contra del enemigo común". Para ello, el Concilio recalcó la importancia de la diversidad dentro de la unidad prevaleciente en el seno de la Iglesia. Además, propuso la posibilidad de la conservación de ritos, costumbres, tradiciones espirituales, etcétera, no sólo de los protestantes y ortodoxos, sino de las religiones no cristianas al convertirse cualquiera de éstas a la fe católica. Y, una vez satisfechas las posibles demandas, guiarlos en contra del comunismo.
Por esta razón, las modificaciones en la liturgia sobrepasaron la "practicidad del mensaje" y se perfilaron hacia la esfera sociopolítica. El reformismo posconciliar intraeclesial no fue algo netamente religioso, sino una estratagema cargada de ideología procapitalismo. Hechos desacreditados por Ferraro; así como las posturas papales relativas al derecho de propiedad, la comunidad de bienes, la concepción de la libertad, la enajenación del trabajo en unas cuantas manos y la organización familiar, pues le parecen puntos estratégicos del encausamiento de la subjetividad.