C
uando Elena Poniatowska decidió participar en actos de campaña con Andrés Manuel López Obrador y se desató una campaña de odio en su contra, en 2006, le comenté a su amigo Carlos Monsiváis que ese ambiente, ahora sí, le iba a costar a Elena.
–Si me estás diciendo que ya valió, te equivocas. Elena saldrá fortalecida, siempre gana. Elena es emocionante, representa lo mejor del país.
Monsiváis tenía razón. Ocho años después del torbellino de insultos que se multiplicaron en medios electrónicos, columnas políticas a modo, insultos callejeros, amenazas de muerte, no existe escritor mexicano de referencia más conocido que ella. Dentro y fuera del país, si nos atenemos a las constantes conferencias a las que la invitan a Estados Unidos y al Premio Cervantes que acaba de recibir.
Mucho se ha hablado de la quema en efigie de Octavio Paz en un plantón frente a la embajada de Estados Unidos, pero el ataque más virulento y reiterado contra un escritor en este país durante el último medio siglo ha sido el que sufrió Elena Poniatowska por poner sus cartas políticas sobre la mesa cuando apoyó la campaña de López Obrador. Algo no tan común en una cultura más proclive a socorrer al ganador que a hablar claro.
Si uno revisa la bibliografía de Elena Poniatowska se podrá dar cuenta de que ha seguido al pie de la letra el consejo de su amigo Gabriel García Márquez: hacer periodismo para no perder tierra, para conocer la vida menuda, donde se encuentran las grandes historias entre lo cotidiano y lo insólito.
No todos sus libros son periodísticos. No todos son crónicas, reportajes o entrevistas. Amanecer en el Zócalo, La noche de Tlatelolco o Todo México son claros ejemplos de lo que Octavio Paz encontró en la prosa de Poniatowska: el dominio del sutil y difícil arte de escuchar. Para escribir, Elena escucha. Sus libros son textos habitados por muchos.
Algo similar hizo Françoise de Chateaubriand con sus Memorias de ultratumba. Consignó todo lo visto y escuchado. Escribió como un ejercicio de memoria y constancia de vida y renovó, de paso, la prosa francesa.
Allí están el imperio napoleónico y su derrumbe, la Revolución francesa, la construcción de América, el oído y los ojos del soldado, el estadista y el escritor que atrapa con prosa magistral parte de la historia contándonos su historia personal.
Ignoro si Elena Poniatowska ha querido contarnos su historia con sus testimonios, entrevistas, crónicas, cuentos y novelas, pero resulta claro que no sólo ha querido ser testigo de la historia, sino protagonista. No debe extrañarnos. En los años 40 del siglo pasado sus padres estuvieron en la resistencia francesa. Ella conduciendo una ambulancia y él como capitán del ejército.
La escritora dialoga con el monarca, acompañada por sus nietasFoto Notimex
En toda su obra la historia y su historia están presentes. La revolución, desde la mirada de Jesusa Palancares que luchó por un país diferente y justo y murió en la miseria y olvidada por la justicia; la masacre estudiantil de 1968, que fue el detonante de nuestra democracia en La noche de Tlatelolco, texto escrito con muchas voces que nos muestran desde distintas perspectivas ese golpe de barbarie. También están los testimonios del temblor de 1985; la lucha de los ferrocarrileros en El tren pasa primero; el México que ahora nos parece inverosímil de los años 20 en Tinísima, o el de los 50 en Paseo de la Reforma.
Hace tiempo escribí que la prosa de Poniatowska algo debe tener que tantas emociones provoca. Y ese algo es, me parece, la vida que transcurre en sus líneas. En ellas están la indignación y la vocación de lucha, el otro México, el profundo y el de las élites, el arte y sus vértigos que alumbran, la infancia y su lógica absurda por perfecta, las historias personales que retratan a muchas, las voces sin rostro a quienes poco se escucha, la pasión de unos cuantos que hicieron de las causas perdidas en la ciencia o la política, vocación, causa de vida, batalla por lo que no habrán de ver y disfrutarán los que llegarán mañana.
Si algunos escritores, como Monsiváis, se valieron de la prosa para razonar en la plaza pública, Poniatowska ha hecho de la prosa un auditorio, un coro, para encontrar respuesta a sus incertidumbres. Por eso siempre toca tierra y no pierde la perspectiva de la vida en discusiones de salón o de pasillo. Pero ese ejercicio resultaría efímero si sus textos carecieran de imágenes memorables, como aquella de Jesusa Palancares rescatando a pedazos su vida o esas otras donde retrata a una Tina Modotti atenazada por la pasión amorosa y política.
Uno de los mitos más nocivos en el mundo del arte es el que exige su asepsia política. De las obras y sus creadores. Como si La divina comedia no encerrara una crítica brutal contra politicastros y papas como Nicolás III o Anastasio II y los evangelios no tuvieran otro fin que el proselitismo.
¿Dejaremos de ver la creación de Miguel Ángel por su alto contenido religioso? ¿Al Greco por sus vírgenes y cristos? ¿A ciertos murales de Diego por la exaltación del comunismo? ¿Dejaremos de leer Piedra de sol por su contenido político cuando nos recuerda los bombarderos sobre el cielo de Madrid en 1947?
La vida con banderas o sin banderas es vida. La que milita por la vida misma hechiza, nos atrapa con sus sortilegios, es emocionante. Si los libros de Elena Poniatowska hechizan o causan rechazo es porque están vivos. Qué más da que causen una cosa o la otra. Los libros se miden por la emoción que provocan.