Hermann Bellinghausen
N
unca está de moda decirlo pero en el fondo todos sabemos que el trabajo está sobrevaluado. Más allá de la contradicción insalvable de que el trabajo da para vivir, no existe nada mejor para el ser humano que no hacer nada (ni siquiera atender tele, ordenador o celular). Es cuando el cerebro funciona mejor, se le ocurren ideas ricas y frescas; sabe entonces qué le gustaría hacer y si quiere lo hace. Que ese es el espacio para la sabiduría y la libertad lo postuló Platón para su platónica República, pues la naturaleza no nos hizo zapateros ni herreros; su utopía hace del comercio una actividad vil y perseguida que crea la necesidad del pago y el dinero. En un texto menor, pero indispensable de la biblioteca marxista, Paul Lafargue emprendió hacia 1880 una inteligente y provocadora apología del derecho a la pereza que no ha perdido novedad ni pertinencia.
Lafargue, yerno de Karl Marx y revolucionario por derecho propio, estando preso en Sainte-Pélagie en 1883 escribiría:
La moral capitalista, lastimosa parodia de la moral cristiana, anatemiza la carne del trabajador; su ideal es reducir al productor al mínimo de las necesidades, suprimir sus placeres y sus pasiones y condenarlo al rol de máquina que produce trabajo sin tregua ni piedad. Su
refutación del derecho al trabajo, que inició en la revistaL’Egalité, terminó llamándose El derecho a la pereza. Sus tesis son sorprendentes viniendo de un marxista clásico, dirigente en la Comuna de París en 1871 y de la Segunda Internacional, convencido de que la clase obrera es la onda, la clave del futuro:
Una extraña locura se ha apoderado de las clases obreras de las naciones donde domina la civilización capitalista. Esta locura trae como resultado las miserias individuales y sociales que, desde hace siglos, torturan a la triste humanidad. Esta locura es el amor al trabajo, la pasión moribunda por el trabajo. En tal sociedad, dicha
aberraciónes causa
de toda degeneración intelectualque, según se sabe desde la antigüedad, implica
la degradación del hombre libre. Desde la perspectiva teórica de la lucha de clases, no omite señalar
la buena fe simplistade la clase obrera, que se deja engatusar.
Armado con el rigor del entonces flamante materialismo histórico, Lafargue considera las prédicas de Cristo en favor de la holganza, y destaca que Jehová,
el dios barbudo y huraño, dio a sus adoradores
el supremo ejemplo de la pereza ideal: después de seis días de trabajo, descansó por toda la eternidad.
El escritor científico Andrew J. Smart publica ahora en Nueva York El arte y la ciencia de no hacer nada: el piloto automático del cerebro (Clave Intelectual, Madrid, 2014). Sin siquiera mencionar a Lafargue en su amplia bibliografía, emprende una decidida argumentación, basada en hallazgos recientes de las neurociencias, sobre
los beneficios del ocio. Smart lleva la reflexión
un paso más lejosal presentar nuevos descubrimientos
de lo que el cerebro hace cuando no hacemos nada. Ya Bertrand Russell en su Elogio de la ociosidad decía que
el camino a la felicidad y la prosperidad reside en una disminución organizada del trabajo.
No obstante que el ocio es considerado
anacrónico, Smart sigue detenidamente las experiencias de Isaac Newton y Rainer Maria Rilke, quienes fueron quienes son gracias a su decidido ejercicio del derecho a no hacer nada, y propone
usar las neurociencias como excusa definitiva para entregarse al ocio. Mientras Lafargue debatía contra el capitalismo occidental de su tiempo, Smart lo hace contra el luteranismo (calvinismo, cristianismo) dominante en Estados Unidos:
La sociedad occidental ha inculcado en nosotros la creencia de que es necesario llenar con actividades todos los momentos de todos los días. En rigor, en Estados Unidos es prácticamente una obligación moral estar tan ocupado como sea posible.
No muy distante es la conclusión de Lafargue 130 años atrás, sin disimular una fascinación futurista por las máquinas (
el sueño de Aristóteles) que hoy suena ingenua: “El genio de los grandes filósofos del capitalismo permanece dominado por el prejuicio del trabajo asalariado, la peor de las esclavitudes. Todavía no comprenden que la máquina es la redentora de la humanidad, el Dios que liberará al hombre de las sordidae artes y del trabajo asalariado”.
Más crítico respecto de la tecnología, Smart propone que su ensayo sea leído como meros
consejos acerca de cómo no hacer nada, salpicado con ejemplos prácticos. Ante el retroceso mundial de los derechos laborales –que vivieron cierta primavera durante el siglo XX, demasiado breve en la cuenta larga de la Historia– vale su comprobación básica:
A medida que nuestros horarios laborales se extienden, nuestro bienestar mental y nuestra salud física disminuyen. Hoy que se imponen la semiesclavitud y el desempleo como su opuesto gemelo, hay que insistir en conceptualizar al trabajo como una plaga contraria a la libertad.