Por Armando Bartra/ La Jornada*
Un presidente mal habido puede legitimarse en el ejercicio, dijo el PAN de Salinas. A la postre vimos que no. En cambio uno dizque promisorio, como Peña, sí pudo colapsarse en dos años de mal gobernar:
reformas estructurales milagro que resultaron bolas de humo, economía pasmada, devaluación, inflación, deuda, recortes…; ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, tortura, inocentes en la cárcel, culpables impunes, el narco en la política y la política en el narco…; sobornos millonarios mero arriba, frivolidad, impunidad, mentira, desvergüenza…
A fines de 2014 la renuncia del Presidente se había vuelto la bandera más flameante del movimiento nacional por la vida de los jóvenes de Ayotzinapa. En vacaciones los indoblegables padres, normalistas y maestros de Guerrero endurecieron el activismo y la consigna ¡Fuera Peña! fue dejando paso a ¡No a las elecciones!, cuando menos en ese estado.
Al mismo tiempo personajes principalmente de la izquierda eclesial lanzaban la idea de que corruptas y desfondadas las instituciones, optar por la vía electoral es hacerse cómplice del sistema, cuando de lo que se trata es de refundar México mediante un comité de honorables que impulse un
constituyente ciudadano y una nueva Constitución.
Así, una coyuntura que apuntaba a la caída de la administración y a un reacomodo político que abriera paso al cambio de régimen por la combinación de elecciones y movilización social, derivó en un quizá pertinente pero puramente enunciativo cuestionamiento integral del sistema político mexicano, de la
democracia comicial y del propio Estado como institución. Radicalización discursiva que paradójicamente dio un respiro a Peña, pues mientras los notables se ponen de acuerdo y refundan el país, el actual gobierno –que estaba contra las cuerdas– se recupera. Y es que irse contra el sistema cuando lo que está cayendo es la administración, es salvar a la administración y darle un segundo aire al sistema.
Necesitamos, sí, constituyente y Constitución nuevos, pero antes necesitamos un gobierno refundador que los posibilite. Como Chávez lo hizo en Venezuela, Correa en Ecuador y Evo en Bolivia. En México hace 100 años la Convención de Aguascalientes no cuajó porque no lo tuvo, en cambio el constituyente de Querétaro contó con el de Carranza y lo rebasó por la izquierda. En 1994 el EZLN propuso nuevo constituyente y nueva Constitución, pero también llamó a elegir un gobierno de transición que los viabilizara.
Lo que hoy está en cuestión no es el papel decisivo de la movilización social, en lo que todas las izquierdas –salvo la moderna– estamos muy de acuerdo, sino el lugar que en el cambio libertario ocupan las elecciones. Y es que algunos llaman a no votar o anular el voto para así desfondar al sistema, mientras otros pensamos que la electoral es parte de una gran batalla cuyo escenario son las calles pero también las urnas y los proyectos de país que ahí se juegan. El problema es que mientras tanto Peña, el PRI y la oligarquía se frotan las manos, pues la abstención o anulación refundacional juega en favor de quienes se ratifican electoralmente gracias a sus clientelas y comprando votos.
Quien no se propone en serio cambiar al mal gobierno y elegir uno bueno se condena a negociar para siempre con el mal gobierno. Uno de nuestros más conspicuos abstencionistas y antiestatistas se la pasó reuniéndose con presidentes y candidatos, exigiéndole inútilmente cosas al gobierno en turno y regañando a la clase política. En cambio uno de los regañados, el presuntamente electorero y estatista López Obrador, prácticamente no habla con políticos profesionales. En cambio lleva 10 años recorriendo el país, dialogando con la gente y creando desde abajo una
organización de ciudadanos. Y lo mismo pasa con los
movimientos sociales. Aun los más duros tienen que tragar camote y sentarse una y otra vez a negociar con los funcionarios. Sus acciones y dichos pueden ser contundentes, pero inevitablemente reconocen al gobierno, pues deben negociar con él las demandas que los impulsan. Y no por claudicantes, sino por su carácter reivindicativo. En cambio, los movimientos y partidos políticos que buscan un cambio de régimen están obligados a cumplir las reglas del juego electoral, pero fuera de eso no tienen nada que negociar con el gobierno, pues lo que reivindican no es un agravio o un derecho conculcado, sino un nuevo proyecto de país, algo que no se puede negociar con quienes hoy mandan.
Los que vemos en los comicios una de las vías del cambio no fetichizamos las urnas, en cambio los abstencionistas hacen de votar o no la definición política por excelencia. Pero si sufragando por un candidato no cambiamos el
mundo, menos lo cambiamos anulando el voto.
Poco ciudadano es quien sólo vota –o anula su voto– y no participa socialmente, como pobre político es el que sólo se presenta cuando hay elecciones. Por eso un partido-movimiento –
Morena en nuestro caso– impulsa sobre todo la organización y movilización que crean poder popular abajo. Pero también llama a sufragar y defender el voto que sin duda tratarán de robarnos. Porque en comités, asambleas y marchas están los más comprometidos, pero es en los comicios donde se pone a prueba la penetración de nuestro proyecto en el conjunto de la población y donde se legitima y defiende democráticamente el cambio justiciero que deseamos.
Quien hace política sólo con los más activos y conscientes pero no se mide en las elecciones, en el fondo cree que la mayor parte de la gente está engañada y no tiene remedio. Quien le saca la vuelta a los comicios por inequitativos y amañados en vez de luchar contra estos obstáculos, es que tiene miedo a las mayorías y temor a esa forma de la democracia. Es un vanguardista social que sólo confía en las iniciativas de las minorías politizadas, o es un vanguardista doctrinario que sobrestima el poder inspirador de sus ideas y la capacidad de convocatoria de unas cuantas personalidades esclarecidas.
Los abstencionistas, los que proponen desertar de las instituciones y refundar el país sacándole la vuelta a los comicios, dicen apoyarse en la experiencia. En realidad van a contraflujo en un mundo donde la
crisis sistémica a la que condujo el neoliberalismo está siendo enfrentada exitosamente mediante una combinación de movilizaciones sociales y triunfos electorales que instauran gobiernos progresistas. Acción social de base y también instituciones: un electoralismo movimientista o movimientismo electoral que es crítico de los aparatos y estructuras políticas al uso y quiere refundar países y estados, pero que incluye en la mudanza a los comicios, ámbito insoslayable al que concurren partidos y donde se confrontan proyectos de futuro.
En siete países del Cono Sur de nuestro continente: Venezuela, Brasil, Argentina, Bolivia, Ecuador, Uruguay y –con un interregno neoliberal– Chile, los gobernantes que rechazan los designios imperiales y los dictados del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional llegaron al poder mediante una combinación de movimientos y elecciones. Y mediante elecciones se mantienen en él, en el caso de Venezuela durante 16 años. En la Europa mediterránea avanzan formaciones político electorales alternativas y de reciente formación: Syriza, en Grecia, acaba de ganar las elecciones; Podemos, en España, quizá llegue a la Moncloa a fines de este año. Y que no se diga que ahí sí se puede pues hay equidad comicial y aquí no pues hacen trampa, porque en Grecia la campaña de la Unión Europea y los conservadores contra el candidato de las izquierdas fue aún más sucia que las de la oligarquía mexicana y sus personeros contra López Obrador en 2006 y 2012.
Con base en la experiencia global yo pregunto: los nuevos partidos y nuevos políticos vinculados a los movimientos sociales tienen limitaciones y cometen errores, pero son parte de una alternativa ¿sí o no?: ¿el Partido Socialista Unificado de Venezuela con Chávez y luego Maduro, sí?; ¿el Partido de los
Trabajadores con Lula luego Dilma en Brasil, sí?; ¿el Movimiento al Socialismo con Evo Morales en Bolivia, sí?; ¿Syriza con Alexis Tsipras en Grecia, sí?; ¿Podemos con Pablo Iglesias en España, quizá sí?; ¿Morena y López Obrador en México, no?…
El siglo XX nos enseñó que por la violencia en algún momento se pudieron tumbar gobiernos antipopulares pero que con violencia y autoritarismo no se hacen las verdaderas revoluciones, es decir los cambios consensuados, progresivos y perseverantes que necesitamos. Lo que llevamos del siglo XXI nos enseña que las mudanzas justicieras incruentas son posibles siempre y cuando seamos capaces de ganar la calle repetidamente y de ganar las elecciones una y otra vez. Y es que los movimientos sociales solos se quedan cortos y los gobiernos progresistas –aun los mejores– están muy acotados. En cambio su combinación es invencible, pues visionaria, como los movimientos y sólida, como los aparatos, sueña con los ojos abiertos, escribe en verso y a la vez en prosa.
Y sí ¡vivos se los llevaron, vivos los queremos!
(Regeneración, 8 de febrero del 2015)