Elena Poniatowska, Premio Cervantes de Literatura 2013Foto Michel Amado/ Grupo Planeta
G
uadalupe viene hacia él, sus labios de gajos rojos se caen de tan llenos, sus manos sobre su vientre se abren y Diego la abarca entera, alta como él, voraz como él.
–¿A poco toda esa fruta es suya?
Sí, toda la fruta es de Diego Rivera, la luz en los melones y las naranjas es de Diego Rivera, el suave vello que cubre los duraznos y la piel de las uvas es de Diego Rivera.
Desde ese día Lupe se come al pintor a quien saca de una batea rebosante de mangos, sandías, plátanos y piñas. Después de hincarle los dientes y tragárselo, chupa la miel en sus largos dedos y se limpia la boca con la mano, una boca olmeca grande, fuerte, demandante.
–Ya no dejé nada.
–Nada –constata el pintor.
Julio Torri, atónito tras sus anteojos redondos, le explica a Diego:
–Me pidió que la trajera:
Llévame a conocerlo porque me voy a casar con él. No imaginé que te devoraría tan pronto.
Al ver a Diego sonreír, Lupe estira la mano hacia un plátano y lo pela, luego destripa una guanábana toda perfume:
–¿Han oído a las guanábanas caer sobre la tierra? –pregunta–. Caen muy bonito.
Y ella, ¿caerá bonito?
Comerse una fruta a mordiscos, el jugo escurriendo por la comisura de los labios, es algo que Diego no ha visto antes. Mira los ojos verdes de sulfato de cobre, ¿o serán azules?, el cuello largo, el pecho plano de Lupe. La miel resbala hasta llegar al cuenco del vientre, resbala sobre los muslos, las largas piernas. Cuando de un tronido la mujer revienta una manzana, Diego escucha el ruido en su corazón. También en sus entrañas.
Va a relinchar, pero no es el relincho lo que lo parte como un rayo, sino la mano que se alarga. Esa mano es una garra y una flor de manita a la vez, un sarmiento, una raíz, una pata de gallo con espolones, un tronco de vid, una antiquísima concha de mar, una rama de marihuana, un flamboyán.
Cuando ya no queda sino una semilla en el frutero, Lupe, como animal agradecido, le enseña a Diego sus encías rosas:
–Me comería otra batea…
–Si quieres vamos por otra.
Julio Torri –pequeño entre los dos gigantes– limpia sus anteojos:
–Bueno, Lupe, tú querías conocerlo, ya te lo presenté –se despide.
Diego toma una cazuela de barro:
Vamos a llenarla en la Merced.
Descienden del piso alto del estudio en el ruinoso edificio del Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo, antiguo colegio de San Gregorio, al lado del Anfiteatro Bolívar, y caminan hombro con hombro, fruta con fruta. Diego avanza lento, pesado, plácido, sin apuro ni prisa, asentándose sobre la tierra con la gravedad de un paquidermo.
A su paso salen las lechugas esponjadas y cubiertas de gotas de agua, las coles, los rábanos, el amarillo pálido de las guayabas, el anaranjado de las mandarinas, los betabeles abiertos que oscilan entre el morado y el azul violeta, el verde tierno de la alfalfa que sirve de alfombra a todas las verduras, el verde profundo de los pepinos, esmeralda, amarillo limón, el índigo ultramar y rojo sangre de las fresas más maduras, el azul añil del papel de China que envuelve las peras que vienen de Oregon y por eso cuestan más. Lupe toma una chirimoya, la aprieta y la hace estallar, su pulpa al aire, y frente a la vendedora de jícamas pide sal:
–Pa mi jícama con limón, seguro aquí tienen un salero –le asegura a Diego.
Y tienen.
–Jícamas, zanahorias y fresas, esa es mi dieta –informa Diego y abarca el mercado entero con el brazo extendido–: Toda esta gente es mía, mira a esta marchanta con los ojos color de uva, toda, todita va a ir a dar a mi mural.
Lupe camina a zancadas y Diego observa sus piernas largas, sus pies grandes.
Portada del libro más reciente de la colaboradora de La Jornada
Saciada, la fiera mira con gratitud al hombrón a su lado.
–¿Sabes?, en Guadalajara mi madre me enviaba a comprar el pan de la merienda y yo, ya desde entonces, tenía hambre. Pagaba en el mostrador de zinc y de regreso abría la bolsa, sacaba una concha y la lamía hasta dejarla sin azúcar. De tanta hambre no me importaba que me vieran.
Para sus hermanas Justina, Victoria, María, Carmen, Mariana e Isabel, Lupe es un fenómeno, demasiado alta y demasiado morena.
Qué prieta salió Lupe, ¿verdad? Nosotros somos descendientes de españoles; a ella la sacaron de la carbonería. Para Lupe, sus hermanas son unas gorditas sin chiste que no saben salir a la calle a jugar canicas, no se ensucian ni rompen su vestido, no saltan la cuerda ni pelean con los chamacos, no suben a los árboles, no roban las ramas floreadas en el Jardín de Escobedo. Claro que a ellas tampoco su madre, Isabel Preciado, les da sus cuerazos con el chicote de amansar a los caballos.
Lupe hace tronar sus recuerdos como antes tronó la manzana.
Mire nomás a la flaca, anda chiroteando en la banqueta. ¿Qué es eso de chirotear?
¿No has visto sus patotas? Ni zapatos puede comprarle mi papá de tan grandes sus pies. Por eso hereda los de Celso.
¿Cuándo se le va a quitar lo prieta y lo mechuda?
–¿Sabes, Diego?, tampoco mi madre me quería, le chocaba todo lo que yo hacía, cómo hablaba, cómo caminaba.
Lupe, vete al mercado y traes el cambio. Ir al mercado, aunque fuera por cuatro jitomates, era una fiesta. Hoy, para mí, tú eres cuatro jitomates.
Diego jamás ha visto una boca igual y se concentra en sus labios.
–Marchantita, estos dominicos son más sabrosos que los plátanos grandes…
Lupe se los traga de una mordida. Diego, fascinado, ve cómo sus manos tapan su boca.
Es un animal prehistórico.
–No tengo llenadera, si seguimos aquí voy a acabarme el mercado.
¡Qué manos las de Lupe! A su lado, las de Diego no existen; las de ella son cinco veces más grandes, las uñas cortas, duras, eternas como conchas de mar. Son garras de águila, podrían alzarlo en el aire, a él, tan gigantón. De colgarse de esas manos, ¿lo ahorcarían? Lupe las sacude para limpiarlas, los dedos interminables bailan desguanzados, los huesos expuestos, nudillos y coyunturas saltonas a lo José Guadalupe Posada.
Diego al principio le parece
un monstruo horrendo y fachoso; ahora le cae en gracia, y a los pocos días le divierten su panzota, sus calcetines caídos, sus zapatos sin bolear, sus pantalones rabones, su sombrero aguado y su bastón de Apizaco. Carajo, él es Diego Rivera y puede hacer lo que se le dé la gana, vestirse como se le dé la gana. Rivera usa ropa que venden en la acera por montones y compra sus camisas a los soldados en la Lagunilla.
–A él esas fachas le quedan bien y a ti tu trajecito y tu corbatita –le asegura Lupe más tarde a Julio Torri, cuyos anteojos siempre están empañados–. Finalmente, Diego es el rey de México.
–Será el tlatoani.
La escritora Elena Poniatowska vuelve a convertir en novela una sólida investigación, esta vez en torno a la vida de Lupe Marín, esposa del pintor Diego Rivera, y luego mujer del poeta Jorge Cuesta. Lupe es
tierra vasta y fértil, a veces árida, otras tormentosa y despiadada, pero jamás plana. Conocerla es descubrir un aspecto recóndito de ese terrible rompecabezas que es México, dice la autora. Con autorización de la editorial Planeta, que publica Dos veces única en su sello Seix Barral, presentamos a los lectores de La Jornada el primer capítulo del trabajo más reciente de nuestra colaboradora, Premio Cervantes de Literatura 2013.