Jenaro Villamil
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- “El poder sólo es realidad donde palabra y acto no se han separado, donde las palabras no están vacías y los hechos no son brutales, donde las palabras no se emplean para velar intenciones sino para descubrir realidad, y los actos no se usan para violar y destruir sino para establecer relaciones y crear nuevas realidades”.
Esto escribió Hanna Arendt, la pensadora política más importante del siglo pasado, en un pasaje fundamental de su libro La Condición Humana, un espléndido alegato y reflexión contra el poder ominipresente.
Rebelde, original, rigurosa, Arendt se hizo célebre por su libro Los Orígenes del Totalitarismo (1951), escrito para desentrañar el fenómeno del nazi-fascismo y el stalinismo no sólo como episodios históricos de las tiranías contemporáneas sino como explicación filosófica de la vida moderna.
Refugiada en Estados Unidos, la profesora Arendt desplegó sus dotes de profesora en Berkeley, Princeton, Columbia y Chicago y especialmente en la New School for Social Research. En sus enseñanzas incomodó tanto a la escuela marxista como a la liberal al advertir que el totalitarismo también existe en sociedades donde la “libertad” genera la tentación de caer en la falacia del hombre fuerte como sinónimo de hombre poderoso.
Las claves de esta explicación se encuentran en Los Orígenes del Totalitarismo, en La Promesa Política y, sobre todo, en La Condición Humana, este último gran libro publicado en 1969, fundamental para entender el pensamiento de una autora polémica y criticada por sus propios semejantes de la comunidad judía.
El totalitarismo para Arendt se funda en la soledad. La soledad no es aislamiento. Soledad es ausencia de identidad, que sólo brota en la relación con los otros, con el reconocimiento de la pluralidad inherente a los demás y a uno mismo. El totalitarismo se dedicará sistemáticamente a la destrucción de la vida privada, al desarraigo del hombre respecto al mundo, a la acumulación de su sentido de pertenencia al mundo.
El totalitarismo no es sólo el Estado policiaco al estilo hitleriano o estalinista u orwelliano. Es el Estado paranoico reinventado por Donald Trump y su fórmula de comunicación centralizadora y unilateral para anular el sentido de interés común para hacer prevalecer una ficticia superioridad de grupo étnico y religioso sobre los demás.
El terror, la mentira, la identificación del control con seguridad son los efectos, no las causas de del fenómeno totalitario. Su esencia, nos explica Arendt en La Condición Humana, es concebir el fenómeno del poder como “instrumentalización de una voluntad ajena para los propios fines”. Para Arendt el poder se deriva básicamente de la capacidad de actuar en común, admitiendo la pluralidad inherente a las sociedades contemporáneas. Sin pluralidad, no hay polis, y menos una vida buena y justa. Sin eso, no hay acción.
La tesis fundamental de la ensayista es que la acción no es la capacidad de hacer cosas materiales sino es el momento en que el hombre desarrolla su capacidad más inherente a su condición humana: la de ser libre.
La libertad en Arendt no es sólo capacidad de elección (típica reducción de la sociedad de consumo) sino la capacidad de trascender lo existente y comenzar algo nuevo. El hombre sólo trasciende enteramente la naturaleza cuando actúa.
La principal amenaza para la acción política es “la creencia popular en un ‘hombre fuerte’ que, aislado y en contra de los demás, debe su fuerza al hecho de estar solo”. Eso, “es pura superstición”, subraya Arendt.
La acción política no es hacer leyes e instituciones como si se tratara de fabricar mesas, sillas o casas sino es crear libertad. El poder no es fuerza. El poder surge entre los hombres cuando están juntos y desaparece en el momento en que se dispersan. La rebelión popular contra los “hombres fuertes” puede engendrar un “poder casi irresistible incluso si renuncia al uso de la violencia, frente a fuerzas muy superiores en medios materiales”.
Para Hannah Arendt “la resistencia pasiva” es irónica porque es la “más activa” de las resistencias ya que el “hombre fuerte” o el tirano sólo puede enfrentarla con la matanza masiva “y nadie puede gobernar sobre muertos”.
El gobernante omnipotente mata el poder porque es la destrucción de la pluralidad y de los contrapesos necesarios. Si bien el monopolio de la violencia es capaz de destruir el poder, “nunca puede convertirse en sustituto”. El poder no es fuerza. La tiranía impide, por tanto, el desarrollo del poder porque la condición humana es la pluralidad, actuar y hablar juntos “es la condición de todas las formas de organización política”.
En tiempos de falsa omnipotencia de Trump lo que estamos observando es la destrucción del poder en la Casa Blanca para que retorne a los que actúan para resistir este periodo de totalitarismo norteamericano.
*Texto elaborado para el “Proyecto Arendt”
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