17 de marzo de 2014. Después de los comicios de 2012 –en los que fue tratado como el peor enemigo del partido más grande que lo postuló–, Andrés Manuel López Obradortuvo acceso a los archivos personales del general Porfirio Díaz, que se encuentran en la Universidad Ibero Americana, y los leyó bajo la guía de la abundante literatura que al respecto produjeron durante más de treinta años Daniel Cosío Villegas y su equipo de investigadores profesionales.
Sin tomar en cuenta esa documentación, hace un cuarto de siglo, otro equipo de historiadores profesionales, pero bajo la batuta de
Héctor Aguilar Camín, se comportó como el Ministerio de la Verdad, que en 1984, la profética novela de George Orwell, se encargaba de rectificar el pasado al gusto de los gobernantes en turno.
Héctor Aguilar Camín, se comportó como el Ministerio de la Verdad, que en 1984, la profética novela de George Orwell, se encargaba de rectificar el pasado al gusto de los gobernantes en turno.
En 1991, el gobernante en turno era Carlos Salinas de Gortari y, como parte de su programa de reformas, mandó a su secretario de Educación Pública, Ernesto Zedillo, a rescribir la historia de México en los libros de texto gratuito. A rescribir, en otras palabras, la historia oficial.
Zedillo comisionó a Aguilar Camín y éste, apoyado por los plumíferos de la revista Nexos, sacó la chamba a una velocidad tan pasmosa que Cristóbal Colón, por ejemplo, no “descubrió” América el 12 de octubre de 1492 sino tres semanas antes. De paso, el intelectual orgánico de Salinas descontinuó del santoral laico al Pípila y a los Niños Héroes.
Devolvió, a Emiliano Zapata y Pancho Villa, los epítetos de bandidos que la derecha golpista les había impuesto en 1913, y por el contrario, puso por los cielos a los generales sonorenses –Obregón, De la Huerta, Calles– que el propio Aguilar Camín había canonizado en su tesis doctoral. Pero el Ministerio de la Verdad salinista no se contentó con eso.
Minimizó, además, la figura de Benito Juárez, desvirtuó por completo las Leyes de Reforma, le dio un valor simplemente anecdótico a la separación de la Iglesia y el Estado, ignoró las abundantes invasiones de los Estados Unidos a nuestro país y, sobre todo,endiosó a Porfirio Díaz.
Jibarizar la obra y la estatura de Juárez para sacar del famoso basurero de la historia a Díaz tenía varios propósitos: al restarle toda importancia a las Leyes de Reforma, los nuevos libros de texto gratuito se convirtieron en una especie de folleto publicitario para exaltar la amistad eterna entre el Papa de Roma y el pueblo de México, lo que favoreció el pronto establecimiento de relaciones diplomáticas entre Salinas y el Vaticano.
Lo de “olvidar” las invasiones gringas era un gesto servil de Salinas a Washington para sacar adelante el Tratado de Libre Comercio, que benefició en todo a los Estados Unidos y arruinó en todo a los mexicanos: no olvidar, por ejemplo, la cláusula en que Salinas se compromete a no subsidiar a los campesinos de este lado del río, pero no se opone a que los campesinos del otro lado sigan recibiendo todo tipo de protección oficial para sus cultivos que, adicionalmente, empezaron a vender aquí, sin pagar impuestos por traerlos, y desde luego a precios mucho más bajos. No por nada hoy nuestro campo está destrozado como todo lo demás en México.
Cuando la versión salinista de la historia nacional fue denunciada por un pequeño grupo de periodistas desde las páginas de El Financiero, estalló la indignación pública. La manipulación de símbolos entrañables, la pésima factura del trabajo, los errores imperdonables (como el cambio de fecha de la llegada de Colón), desataron un escándalo.
Llegó a ser tan insoportable la presión contra Zedillo, Aguilar Camín y su gente que, el 2 de octubre de 1991, el subsecretario de Educación, Gilberto Guevara Niebla, que había sido líder del movimiento estudiantil del 68, sufrió un paradójico infarto nada menos que en Los Pinos.
Para eludir el alud de críticas y reproches que se le vino encima, Salinas mandó que los libros malhechos por Zedillo no fuesen distribuidos, y que en su lugar, ya rectificadas las pifias, se imprimieran unos manuales para los maestros, a quienes se les obligó a enseñarel nuevo catecismo sin Villa ni Zapata, sin Juárez, sin Leyes de Reforma ni invasiones gringas, y con Porfirio Díaz resplandeciendo como el sol.
Neoporfirismo
Tras concluir la lectura de los archivos de Porfirio, Andrés Manuel se dedicó, a partir de enero de 2013, a escribir su propia versión de la dictadura que desembocó en la revolución de 1910. Trabajando a diario, de cinco a ocho de la mañana en su casa o en donde estuviera de viaje, logró un volumen de más de 400 páginas que, esencialmente,demuestra que, en los últimos 30 años, gracias a Salinas, México retrocedió al Porfiriato.
Díaz –lo prueba rotundamente AMLO– inventó el tapado, el destape, el dedazo, el acarreo, el presidencialismo, los fraudes electorales, las “fuerzas vivas”, los “rescates” de las empresas amigas y muchos otros usos y costumbres de nuestra cultura política que casi 140 años después siguen vigentes, pues no sólo no desaparecieron a la caída de la dictadura en 1910, sino que fueron preservados por los gobiernos revolucionarios hasta Cárdenas, por los gobiernos “nacionalista-revolucionarios” hasta López Portillo, y por los “gobiernos” neoliberales desde 1982 hasta hoy.
Uno de los capítulos más apasionantes de Neoporfirismo: hoy como ayer, habla de la prensa opositora a Díaz. Dan ganas de llorar, por ejemplo, las penas corporales que sufrieron las mentes más críticas en cárceles pavorosas como la de Belén, donde las chinches formaban protuberancias en las paredes de las celdas, o la de San Juan de Ulúa, donde el aire difícilmente era respirable.
Pero levanta el ánimo la constante rebeldía de quienes a pesar de la censura, las multas, las palizas y las amenazas de muerte, siguieron escribiendo con invencible sentido del humor (comparando a Díaz con el zar de Rusia) y denunciando los abusos de los empresarios del régimen, vernáculos y extranjeros –en la industria textil, la minería, los ferrocarriles y el petróleo– que, ayer como hoy, ya eran dueños de todo.
Mención aparte merece la conmovedora semblanza de Ricardo Flores Magón –el ideólogo anarquista, el escritor panfletario, el precursor de la lucha armada–, quien pasó la mayor parte de su vida preso y de hecho murió en la cárcel, pero que a principios del siglo XX vislumbra la posibilidad de acceder al poder y formula toda una serie de planes de gobierno que sueña con poner en práctica usando los órganos del Estado, pero que más tarde, cuando comprende que Madero jamás le permitirá ir tan lejos, manda al diablo las instituciones y se radicaliza como nunca, o sea, vuelve como nunca a las raíces más hondas del pensamiento ácrata y perece aferrado a ellas.
Neoporfirismo: hoy como ayer, sorprenderá a sus lectores por muchas razones. A los expertos por su solidez historiográfica; a los legos, por su eficacia narrativa; a unos y otros por su claridad. En este sentido es un libro que ilumina, como una lámpara en una gruta, una etapa de nuestra historia oscurecida por el olvido y los malos procedimientos didácticos de la SEP, que nunca pudo hacernos comprender nuestro siglo XIX, sin el cual no se explican los días que vivimos.
¿Cómo termina el libro número 14 de la biblioteca autógrafa de Andrés Manuel López Obrador? Con un pronóstico inevitable: si la prolongada, obtusa y asesina dictadura de Díaz no tuvo otra salida que la revolución de 1910, la prolongada, obtusa y asesina dictadura de Salinas no tendrá una salida distinta.
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