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21 de enero del 2014
Francisco Bedolla Cancino*
Un fantasma recorre al Estado mexicano: el fantasma de la corrupción. No se trata de un mal público cualquiera y mucho menos de un problema ajeno al cuerpo político, sino de una circunstancia que terminó volviéndose congénita. Para decirlo en el lenguaje médico, en nuestro país, la corrupción país no es como una afectación viral o bacterial proveniente del entorno, a la que el cuerpo se resiste y, con la ayuda de alguna vacuna, logra desalojar; por el contrario, es como un cáncer, una afectación que se vuelve interna, al modificar la información genética de las células para reproducirse y, por ese medio, tornarse sistémica. Dicho en otras palabras: la corrupción del Estado mexicano no constituye un problema de funcionamiento, sino que es su modus operandi.
En este contexto, viene a cuento la noticia acerca de la acusación de un presidente municipal, víctima presunta de la extorsión de un vicecoordinador de la fracción parlamentaria del PAN en la Cámara de Diputados, que le habría condicionado la canalización de una asignación presupuestal para obra de infraestructura por 160 millones de pesos al pago de una comisión por el 30% de ese monto y a licitar tramposamente los proyectos, para beneficiar a las empresas que se le señalaran.
El problema no es menor. Tan sólo por los valiosos servicios de engrasar la maquinaria legislativa a su favor, el mencionado edil estaría sangrando la bolsa pública con 48 millones de pesos. Si a eso se le agrega, digamos un 20% por concepto del sobreprecio que se generaría a resultas de trucar las licitaciones públicas de ley, el costo global ascendería a los 80 millones de pesos, más o menos el 50% de esta nada desdeñable bolsa de recursos públicos.
Y, no es menor el problema, ante los indicios públicos de que recibir jugosas tajadas, “moches”, para decirlo coloquialmente, no es una práctica privativa de los integrantes de la fracción parlamentaria del PAN, sino una de uso generalizado por los connotados representantes políticos, sin importar la fracción a la que pertenezcan.
En tal virtud, y ante los indicios de que, en el caso de la fracción parlamentaria del PAN, la corrupción pudo haberse ejercido de manera organizada y bajo el amparo y promoción de los líderes de la fracción, llama poderosamente la atención la negativa abierta de Pablo Emilio Madero, el presidente del PAN, de ceñirse a la propuesta de sus adversarios panistas, diputados y senadores, consistente en instalar una comisión encargada de investigar los señalamientos públicos del edil guanajuatense.
El argumento del líder panista de que la “ropa sucia se lava en casa”, ciertamente, no viene ni al caso, al menos por un par de poderosas razones: una, que la comisión en comento encaja perfectamente en el supuesto de una indagación interna al PAN, diferente, por ejemplo, a la que podría impulsar el pleno de la Cámara de Diputados o la Procuraduría General de Justicia de la República; y dos, que el cuerpo del presunto delito no es dinero del PAN, sino fondos públicos, es decir, dinero de todos los mexicanos.
El sólo hecho de que el PAN, constitucionalmente hablando, sea un órgano de interés público dentro del Estado mexicano, obliga a la consideración de que estamos frente a uno de los síntomas mayúsculos de la descomposición estatal y, quizás, frente a una oportunidad histórica de iniciar el camino hacia su reversión.
Señalado por senadores y diputados panistas, son preocupantes los indicios de que la corrupción al interior del PAN alcanza a sus estructuras de mando del más alto nivel. Inclusive, se insiste en que posiblemente se trata de una estrategia del presidente del PAN para allegarse de recursos para financiar ilegalmente su campaña para permanecer en su actual cargo.
Tiene especial significado que los indicios de la corrupción suceden al interior y toquen las fibras más sensibles del PAN. Por tradición histórica, unos de sus estandartes principales como fuerza opositora han sido la moralidad de sus integrantes y el combate a la corrupción. En tal sentido, el dilema actual para el PAN estriba en “hacerse de la vista gorda” y convertirse en cómplice de la corrupción de sus integrantes, al costo de negar una parte importante de su herencia ideológico-política; o bien, en tomar la iniciativa de hacer una indagatoria seria y convincente sobre los actos de corrupción señalados, al costo del deterioro de su imagen por la implicación de algunos de sus connotados diputados.
El dilema para las fracciones parlamentarias de los demás partidos es similar a la del máximo líder del PAN: o colocarse como defensores del interés público y del buen uso del dinero de los contribuyentes, con los riesgos y costos de que inmediatamente la espada de Damocles se oriente hacia los corruptos dentro de sus propios partidos; o hacerse de la vista gorda, en espera de recibir un trato de recíproca complicidad por la corrupción propia.
Como es de observarse, estamos frente a un momento sintomático y crucial. Si como siempre pasa, ninguna acción relevante se emprende en torno a estos actos de corrupción, la conclusión es simple y cruda: imperó entre los partidos políticos el consenso tácito de que la corrupción somos todos. El costo de este curso de acción es una cuestión que merece un cálculo detenido. Para iniciar, tácitamente, esto implicaría el compromiso de la clase político-partidaria de fortalecer la decisión de dejar en el vacío el principal problema público del Estado mexicano: la corrupción.
Bajo el cálculo simple, pero no simplón, del caso del edil mencionado, estaríamos hablando de que la mitad del presupuesto de la partida federal de infraestructura se destina a gastos en extorsión y pago de sobreprecios. Significa, pues, que el Estado mexicano estaría instalado en la apuesta de lastrar sus posibilidades de desarrollo y promoción del bienestar público, a cambio de preservar bien engrasada la maquinaria de la gobernabilidad.
Si alguna duda hay al respecto, bastaría con tomar al azar cualquier organismo político, público o gubernamental y pasarlo por la prueba del ácido de la anticorrupción. Probablemente, no habría organización pública, privada o social que pasara por el ojo de esa aguja. ¿Cómo entonces hablar con sentido de que se quiere fortalecer el tejido social y revertir la pobreza?
* Analista político
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