miércoles, 4 de agosto de 2010

Centralidad política de AMLO


Luis Linares Zapata

El acto de masas del domingo 25 de julio en el Zócalo irrumpió en el panorama nacional como un fogonazo político de gran alcance. Sus emanaciones, aun a la distancia, todavía se huelen, giran, se depuran y evolucionan entre los habitantes del país. Sin duda, llegaron hasta las oficinas, los medios y el análisis de los centros de poder mundial, y éstos comenzaron a girar sus anteojos con nuevo cristal. No fue una concentración como otras tantas de similar factura. Fue la intensa calidad de los pronunciamientos la que multiplicó los ecos de esa reunión de alebrestados ciudadanos. La cadena de repercusiones siguió de inmediato y trastocó la, hasta ese día, tendencia al bipartidismo conducido desde arriba. La opción que dejó asentada en muchas de las mentes, deseosas de emprender una aventura de cambio con talla histórica, sacudió, hasta los cimientos, el entramado vigente de la derecha. Fue, ciertamente, la presentación, con todo el rigor de un acontecimiento significativo para el futuro nacional, de un movimiento que aspira a la transformación de este México injusto y apaleado.

La clase política de elite, acostumbrada a lidiar con ella misma, con sus asociados, apoyadores laterales y para sus propios intereses, resintió el golpe. Fue seco, directo al corto alcance de sus ambiciones de sobrevivencia en las alturas decisorias. Descobijó la irrealidad de sus trajines y acuerdos cupulares carentes de dignidad o trascendencia. Todavía rumiando los pocos alcances y significados de las pasadas elecciones, despertó, de pronto y sin defensas, a tareas y significados que la rebasan. Sus oficiantes de primer nivel se entumieron al sentir el ventarrón del cambio que les estropea sus planes de continuidad sin sobresaltos.

Ni siquiera los recientes golpes al crimen organizado pudieron paliar la indefensión del oficialismo, de sus burocracias partidarias y de sus aturdidos estrategas ante la andanada que todavía reverbera en el Zócalo capitalino. Las voces que allí se elevaron vienen de abajo, de lejos, con alegría y hasta desparpajo para dar cuenta de su inevitable presencia. Muchos de ellos, hombres y mujeres de variada condición, se han acunado en parajes que poco cuentan para los mandones y sus servidores. Vinieron, con harto gozo, coraje y preocupación, a develar su nueva condición de ciudadanos combativos. Saben, ahora, que cuentan porque forman el movimiento reivindicador como no hay otro en la República. El espíritu de cuerpo se hizo densidad política y las propuestas apuntaron hacia un destino al alcance de un tirón adicional de concertación, trabajo organizativo y voluntad para salir adelante.

La canalla reaccionó de inmediato al sentir de sus titiriteros. Pero su incapacidad de auscultar, de examinar, de interpretar el presente, menos aún de apuntar hacia el mañana, les ganó la partida. Empezaron por negar cuantos efectos hubiera podido concitar la reunión masiva. Recayeron, una vez más, en los cálculos de siempre, ¿Cuánto costó el acarreo? ¿Quién lo financió? Y han reditado suposiciones de subordinación abyecta, de tontería colectiva de los militantes que actúan sin criterio propio. La obcecación de su líder, AMLO, volvió a la palestra y la crítica convenenciera incidió, de nueva cuenta, en sus ninguneos acostumbrados. Lo daban por marginal y derrotado, rumiando rencores, sin haber sanado de los propios, enormes errores cometidos a partir de 2006. Ese ritornelo, esa manera cerrada, oblicua, tramposa de análisis, es causal sustantiva del estupor que desató el anuncio de su aspiración presidencial.

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