sábado, 27 de diciembre de 2014

Tlatlaya y Ayotzinapa: Más allá de carteles del narcotráfico (Parte I)

Artículo de Luis Jorge Garay Salamanca y Eduardo Salcedo-Albarán.
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En 2010 escribimos un extenso artículo titulado “Narco: Falta lo peor”, discutiendo la hipótesis de la “Colombianización” de México. En ese momento, en México se cuestionaba el riesgo de alcanzar una crisis de violencia similar a la que vivió Colombia cuando Pablo Escobar dirigía el Cartel de Medellín y detonaba artefactos explosivos en centros comerciales. También se interpretaba la muerte de Escobar y el colapso del Cartel de Medellín como historias de éxito en la lucha contra el narcotráfico. Entonces, propusimos que la violencia de Escobar sólo fue una etapa en un largo proceso de sofisticación criminal que ha enfrentado Colombia; por cierto, un proceso que no se ha detenido con la captura de capos.
El mito de que Colombia ganó la guerra al narcotráfico con la muerte de Escobar, llevó a algunos a pensar que lo mismo sucedería en México. Se suponía que la captura de algún capo clave llevaría al final narcotráfico en México. Costoso error que condujo a concentrar la estrategia de seguridad pública en capturar capos renombrados, subestimando la complejidad de la estructura y operación de las redes criminales, y así omitiendo la importancia de sus decisivas e íntimas relaciones con grupos destacados de la política, las finanzas y la institucionalidad, pública y privada. Esta simplificación ha servido a gobiernos en América Latina para sobrevalorar sus éxitos.
Sí faltaba lo peor, incluso en Colombia
Masacres ejecutadas por Los Zetas en Tamaulipas durante 2010 y 2011, la guerra entre autodefensas y Los Caballeros Templarios durante el primer semestre de 2014 en Michoacán, los últimos acontecimientos en Iguala y Tlatlaya, y otras situaciones de violencia y deterioro institucional, han demostrado que, en efecto, en México faltaba lo peor; no porque México hubiese alcanzado el deterioro de Colombia sino porque las situaciones en México y Colombia han sido más graves de lo que comúnmente se cree.
En Colombia no se ha ganado la guerra contra el narco, y luego de Pablo Escobar también faltaba lo peor. Hay incontables capturas y operaciones exitosas, pero la muerte de Pablo Escobar sólo fue una transición de un proceso criminal, cruel y sofisticado, que aún hoy continúa. Tras el colapso del Cartel de Medellín, el Cartel de Cali, el Cartel del Norte del Valle, las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) y las FARC asumieron el liderazgo de turno del narcotráfico.
Las AUC -expresión del narcoparamilitarismo- surgieron bajo la justificación de combatir la guerrilla, contando con apoyo financiero de algunos ganaderos, latifundistas y empresarios, así como narcotraficantes interesados en consolidar corredores estratégicos para el trasiego de drogas ilícitas e insumos químicos.
Luego, las AUC usaron sus cuantiosos recursos económicos para desplegar poderosos ejércitos en buena parte del país, “limpiar” territorios de la presencia de guerrillas, y victimizar sistemática y masivamente amplios grupos campesinos mediante masacres y desplazamiento forzado para apoderarse de tierras productivas: 34% de los cinco y medio millones de desplazados de manera forzada y de 7,5 millones de hectáreas abandonadas y despojadas en los últimos 25 años, fueron causados por la cruel máquina narcoparamilitar.
El ejercicio de la violencia y el poder narcoparamilitar en el territorio sirvieron de base para infiltrar y establecer acuerdos con miembros de instituciones públicas y privadas. Así, las AUC consolidaron poder político y militar de facto en municipios y departamentos, manejaron la seguridad local y el presupuesto de esas entidades, establecieron y firmaron pactos con empresarios, alcaldes, gobernadores, congresistas y candidatos, operaron junto al director de la agencia de inteligencia del Estado Colombiano y luego hicieron elegir a cerca del 40 por ciento del congreso nacional durante la legislatura 2002-2006.
Es tentador suponer que en esta situación, los líderes políticos y funcionarios públicos eran las víctimas del ya conocido “plata o plomo”; sin embargo, muchas veces fueron esos líderes y funcionarios quienes buscaron a los criminales para ganar elecciones o eliminar rivales electorales. Con más que “plata o plomo” se consolidó un sector criminal con poder político y económico en el que los sectores legales e ilegales de la sociedad colaboraban mutuamente.
Hoy, en Colombia, los herederos de los antiguos carteles y de los grupos de autodefensa dominan el narcotráfico, en medio de terribles actos de violencia. Las “casas de pique” donde cadáveres “desaparecen”, son comunes en zonas con intensa actividad de narcotráfico y otros negocios ilegales como el tráfico de armas y la minería criminal; zonas que, como es de esperar, están sumergidas en la pobreza social y económica.   Incluso si las FARC firmaran un acuerdo de paz con el Estado Colombiano, seguramente algunos de sus herederos continuarían el legado de narcotráfico, minería criminal, extorsión y violencia en esas regiones.
Entonces, en Colombia, el proceso criminal continúa, ya no a manos de grandes carteles o ejércitos narcoparamilitares con jerarquías relativamente rígidas, sino a manos de “bandas” con estructuras inestables y de tipo horizontal, surgidas de una combinación entre deterioro, captura y cooptación institucional. Esto, sumado a la capacidad para ejercer violencia y poder local, heredada desde hace ya dos décadas.
“Águilas negras”, “Rastrojos”, “Urabeños” y “La Empresa”, son algunos nombres que han aparecido en la lista de “nuevos carteles” colombianos en la última década, flexibles y con capacidad para operar localmente en la ciudad y en el campo. Lo similar se vive hoy en México con “Guerreros Unidos” y similares, que sin extenso o sofisticado entrenamiento militar, ejercen violencia masiva a partir de la barbarie.
No son carteles de narcotráfico
Los llamados “nuevos” carteles o “micro” carteles, en realidad no son carteles sino redes cambiantes que interactúan estrechamente con la política, la economía y la administración pública local, y se nutren de dinámicas sociales perversas que han surgido en medio de la corrupción, la pobreza y la desigualdad social. Constituyen la dimensión del ejercicio del poder local, logrado por las mismas redes de crimen transnacional que operan a través del Hemisferio Occidental.
Pero la ambición criminal no se limita al nivel municipal: El poder local les permite también aspirar al poder estatal y federal.
No obstante, en México, se sigue hablando de “Cárteles del Narcotráfico”, incluso para referir las expresiones locales del crimen. Y esta cuestión, que parece teórica o de lenguaje, conduce a graves errores de política pública, con consecuencias nefastas en términos de vidas humanas.
Hablar de Cárteles de Narcotráfico conduce a suponer, ingenuamente, que hay un capo cuya captura produce el colapso de la estructura criminal, que las actuales organizaciones criminales sólo participan en narcotráfico y que es suficiente concentrar la atención en los agentes estrictamente criminales.
Estas suposiciones llevan a errores graves: Primero, se concentra casi toda la política de seguridad en capturar capos. Segundo, se omite la importancia de actividades criminales que reportan ganancias e ilustran el poder operativo de las redes criminales, como el secuestro, la extorsión, y el tráfico de personas, minerales e hidrocarburos. Tercero, se omite la importancia de las complejas estructuras institucionales, financieras y políticas que permiten el flujo de recursos entre sectores legales e ilegales.
(La segunda parte, el martes en Aristegui Noticias)
*Luis Jorge Garay Salamanca: Adelantó estudios de Ingeniería industrial, magister en economía de la Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia, y de doctorado, Ph.D., en economía en el Instituto Tecnológico de Massachussets, Estados Unidos. Investigador visitante de las universidades de Cambridge y Oxford (1981-1982), Inglaterra, y del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) (1994). Consultor del BID (1994-2001), del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (2000-2002), del Departamento Nacional de Planeación de Colombia (1996-1998) y de la Contraloría General de la República de Colombia (2001-2002). Asesor especial del Ministerio de Hacienda en el manejo de la deuda externa y la programación macroeconómica (1984-1991), del Ministerio de Comercio Exterior en la negociación de acuerdos de libre comercio (1993-1994) y del Ministerio de Relaciones Exteriores de Colombia.
*Eduardo Salcedo-Albarán: Filósofo, estudió la maestría en Ciencia Política de la Universidad de los Andes.Se ha desempeñado como Coordinador de área en Método y docente de la Universidad del Rosario en áreas de tecnología, evolución y genética. Ha escrito sobre crimen y violencia en Colombia, y ha sido asesor de agencias del Estado colombiano en prevención de delitos. Es autor del libro Corrupción, cerebro y sentimientos (2007) y coautor del libro La captura y reconfiguración cooptada del estado en Colombia (2008).

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