viernes, 4 de abril de 2014

INE gatopardo


El último IFE. Foto: Miguel Dimayuga
El último IFE.
Foto: Miguel Dimayuga
Para Federico Campbell, quien desentrañó el significado de la máscara negra mexicana.

MÉXICO, D.F. (Proceso).- En la historia política del país no había ocurrido una reforma política supeditada a una agenda de otras prioridades del gobierno en turno. Producto de las modificaciones constitucionales al sistema electoral, el IFE muere para dar paso al Instituto Nacional Electoral (INE), heredándole vicios y virtudes (la proporción dependerá de las definiciones por venir). Al sistema de cuotas partidistas hegemónicas se suma la injerencia presidencial con su óptica centralista de la reforma. El resultado es preocupante y grave para el país: simulación y antidemocracia con un fuerte patrón de sometimiento político.
La integración y el desarrollo de los trabajos del llamado Comité Técnico de Evaluación, encargado de determinar la calidad de candidatos a consejeros electorales, muestran las novedades regresivas del sistema: clientelismo y patronazgo partidista y de intereses burocráticos forjados en los últimos lustros desde el IFE y el Tribunal Federal Electoral (Trife).
En los últimos lustros, el IFE y el Trife forjaron un camino de inmunidades (o impunidades, según sea el caso) en un auténtico pacto no escrito con los partidos y los gobiernos federal y/o estatales. Lejos quedan las experiencias de un aparato electoral que demostró eficiencia en la organización procurando equidad en las contiendas y voluntad por dejar atrás un pasado de engaños y fraudes. La anulación de comicios de gobernador y las sanciones por financiamiento ilegal de campañas presidenciales, como Pemexgate o Amigos de Fox, son ahora entelequias o meras referencias prehistóricas de nuestra joven democracia institucional.
Un vicio de origen de la reforma comprende un conjunto claro de reglas no escritas y de pactos políticos que antaño fueron la norma de convivencia democrática por más de siete décadas. El primer signo de las nuevas componendas fue la creación del Comité de Evaluación que recién propuso a los diputados las listas de candidatos a consejeros. Las mismas fueron conformadas a partir de una convocatoria y reglas a modo dictadas, incluso, a contrapelo de las decisiones legislativas por un comité ad hoc que, según fuera el caso, operaba como corte marcial, jurado de examen profesional o tertulia para los predesignados.
Las reuniones del comité limitaron su protocolo al mero uso de recursos de la Cámara de Diputados: los encuentros fueron privados, sin convocatorias, agenda formalizada ni actas de sesiones y acuerdos. Su “apertura” máxima fue través de “Comunicados de Cámara”. Sin reglas y con la potestad de amplia discrecionalidad para cumplir su función (jurídica y políticamente irresponsable), el comité imprimió un sello de inconstitucionalidad a sus trabajos y al resultado, pues no observó el nuevo principio de “máxima publicidad” que se introdujo con la reforma.
La conformación del comité fue otra muestra del gatopardismo creativo de nuestra clase política al pretender objetividad y calidad intelectual de sus miembros, lo que terminó siendo una distracción. Estuvo lejos de tener una amplia representación social desde el esquema burocrático y político de quienes designaron a sus integrantes. El resultado fue asegurar desde el comité los intereses políticos de los partidos y del gobierno en la selección de candidatos. No importó dejar al descubierto vicios de otro tipo, intereses personales, académicos, profesionales y aun clientelares por parte de más de un miembro del comité con los candidatos. El caso paradigmático fue el del subsecretario de Desarrollo Económico del Gobierno del DF, Ricardo Becerra, cuya objetividad e imparcialidad son más que cuestionables, ya que participó en un proceso donde figuran sus antiguos jefes, colegas-amigos burocráticos y aun subordinados desde su antiguo e influyente cargo de coordinador de asesores del secretario ejecutivo.
Salvo verdaderas excepciones de profesionales que se han ocupado y preocupado por la calidad de nuestra democracia institucional, en la lista de candidatos destaca un ejército de burócratas que han transitado del IFE/Trife a la Segob panista, políticos priistas o perredistas disfrazados de académicos (y viceversa), y de personalidades del pasado mítico del IFE, reciclados y reconvertidos por los partidos (exconsejeros electorales y un relleno de consultores y asesores políticos y estrategas de las pasadas elecciones presidenciales).
No menos relevante fue la innovación del “pase automático” y el trato de privilegio en el proceso de evaluación (y ahora de designación) de los consejeros actuales. Hubo quienes ni siquiera entregaron el ensayo requerido por el comité y que supuestamente fue el parámetro para el primer recorte de aspirantes y la convocatoria a las entrevistas (según el “Comunicado 5” del comité). Benito Nacif, Marco Antonio Baños, Lorenzo Córdova y María Marván, además de las duras críticas que hicieron a la reforma electoral, calificaron de “bizarro” al nuevo órgano del que van a formar parte y que incluso alguno presidirá. La integración de las listas en términos de género (formato ghetto o corralito) no se acerca en forma mínima a las buenas prácticas en materia de postulación igualitaria que se observan en otros sistemas electorales del hemisferio que, pese a las carencias económicas y debilidades institucionales, resultan una lección para México.
En realidad, con las listas y la funcionalidad del comité se confirman las cuotas partidistas en el amplio Consejo General del INE, donde no interesa si hubo escándalos presupuestales e inclusive responsabilidad por la conducción del IFE en los últimos años (ahí figuran quienes ahora cobran los favores a los partidos y se pondrán a sus órdenes). En suma, el Consejo General del INE será el reflejo del partidismo hegemónico en el Congreso: la sociedad civil se encuentra ausente; RIP a la ciudadanización de los órganos electorales autónomos.
La eficiencia de nuestro sistema electoral descansa en procedimientos más o menos probados en lo general, tanto en la organización de la contienda como en la solución judicial de los conflictos que se generan en cada proceso. La paradoja mexicana radica en contar con marcos institucionales y legales que buscan salvaguardar la equidad de las contiendas electorales (ya sin garantizar la pluralidad), pero que no se aplican si se trata de actores y situaciones de “alto impacto”. Las propuestas partidistas sobre el conjunto de leyes secundarias recién presentadas dicen mucho al respecto en un país donde la norma electoral no tardó (menos de una década) en hacerse parte de la letra muerta de nuestro sistema jurídico, con algunas brillantes definiciones pero alejadas ya de los principios de transparencia, certeza, legalidad, independencia, imparcialidad y objetividad.

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