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e acuerdo con los precios detectados y reportados por la Procuraduría Federal del Consumidor, la canasta de 28 productos básicos que incluye alimentos y bebidas procesadas se encareció hasta 7.38 por ciento entre la segunda quincena de diciembre de 2013 y la primera de enero de 2014. De forma significativa, el mismo grupo de productos había incrementado su costo en 14 por ciento durante el año pasado, y aunque es previsible que una parte de dicho aumento se explique como consecuencia de las medidas fiscales recientemente aprobadas –las cuales entraron en vigor a partir de este año (la aplicación de un impuesto especial a los refrescos y bebidas azucaradas, por ejemplo)–, el alza se ha observado también en otros productos que no están impactados por nuevos gravámenes, como la leche.
El registro de estos aumentos se produce unos días después de que el Instituto General de Estadística y Geografía (Inegi) reveló que la inflación había alcanzado 3.97 por ciento durante 2013, es decir, menos de la tercera parte del aumento observado en la canasta de productos referida. Dicha consideración revela la distorsión intrínseca en la construcción de los indicadores macroeconómicos que son sistemáticamente difundidos por las autoridades: en efecto, es claro que el indicador referido por el Inegi no refleja una realidad caracterizada por el encarecimiento recurrente de productos básicos, cuyo consumo afecta o impacta más en el gasto de la mayoría de las familias del país, particularmente la de los estratos más bajos de la pirámide social.
El escenario descrito es preocupante, toda vez que plantea un agravamiento de la carestía que enfrentan millones de mexicanos que desde hace tres décadas han venido sufriendo, a consecuencia de la política económica vigente, una persistente caída en el poder adquisitivo; el tránsito al sector informal; el desempleo abierto; el deterioro de condiciones laborales, sanitarias, educativas, habitacionales, culturales y recreativas; la sistemática reducción de su nivel de vida; la pobreza o la miseria descarnadas, y también, para colmo, la degradación o anulación de la seguridad pública en diversas regiones del país.
Es cierto que el fenómeno de la inflación tiene aspectos incontrolables, y que en él pueden incidir factores exógenos y coyunturales, pero no puede dejar de considerarse que el propio gobierno federal se ha erigido, en lo que va de este sexenio, en impulsor principal de la inflación al promover y promulgar una oleada de gravámenes que afectan fundamentalmente a quienes no tienen manera de transferirlos a terceros, como sí lo hacen productores y comerciantes de bienes y servicios. Quienes terminan por pagar la mayor proporción de los incrementos son los consumidores finales y, entre ellos, los más dañados son los trabajadores sometidos al férreo designio de contención salarial.
A pesar de la evidente conjunción de circunstancias críticas en casi todos los órdenes de la vida nacional, las instancias gubernamentales siguen empeñadas –a juzgar por sus actos– en no ver la posibilidad de que la suma de los descontentos sociales y económicos derive en un desasosiego político mayúsculo en inestabilidad e ingobernabilidad. El grupo gobernante se ha empeñado, desde fines de los años 80 hasta ahora, en la creación de condiciones favorables para los grandes capitales nacionales o extranjeros o en el rescate de corporaciones ineficientes y corruptas.
Es tiempo de que emprenda un rescate de la población y, especialmente, de sus segmentos más desprotegidos, buscando los mecanismos para contrarrestar el impacto de este nuevo repunte inflacionario.
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