Cientos de civiles armados mantienen desde hace un año una guerra abierta contra los narcos que controlan Michoacán ante los ojos de un Estado mexicano rebasado.
Los grupos de autodefensa reconquistan poco a poco el terreno controlado por los Caballeros Templarios. EL PAÍS asiste a sus últimos avances
“No te doy mi nombre, pero ponte que soy el Maniguas para que El Chayo vea bien en donde ando y con lo que le voy a recibir cuando me venga a buscar”, relata este autodefensa en el Estado mexicano de Michoacán. / SAÚL RUIZ
"Soy el Comandante Cinco”. Un hombre alto, de unos 40 años, viste una camiseta blanca y una gorra negra. Estrecha la mano con seguridad. Lo custodian decenas de hombres armados. “Mírame bien, que yo voy con el rostro descubierto”. Es el jefe encargado de Parácuaro, uno de los municipios controlados por las autodefensas mexicanas, milicias levantadas en armas contra el cártel del narco que domina la zona. Están en una mansión de 300 metros cuadrados que, cuentan, pertenecía a un sicario al que apodaban El Botas. Lleva una pistola plateada. Muestra un móvil BlackBerry. “Mira, esta es la foto que le mandé a mi familia. Aquí estoy yo con las dos que me cuidan”. En una mano empuña un estandarte de la virgen de Guadalupe. En la otra, una AK-47. Bienvenidos a Michoacán.
“En Michoacán no se mueve una ardilla si no lo ordenan Los Caballeros Templarios”. El empresario pronuncia la frase sin inmutarse, como quien dice una obviedad. Fuma un cigarro y señala a su alrededor. “Aquí están”. Es de Morelia, una ciudad de 800.000 habitantes y la capital de Michoacán, un Estado al suroeste de México que concentra el conflicto más grave que ha vivido el país en por lo menos 20 años. Y Los Caballeros Templarios son el cártel del narco que manda aquí.
Si un narcotraficante pudiera diseñar el sitio ideal para operar, el resultado sería Michoacán. Tiene 270 kilómetros de costa con el Pacífico. Está en línea recta con Ciudad Juárez, la principal entrada de cocaína a Estados Unidos. Su tierra, fértil, es el campo ideal para el cultivo de droga. Su zona boscosa esconde la mayor cantidad de laboratorios de metanfetamina del país. Sus pueblos, de difícil acceso, son un escondite inmejorable. Sus barrancos, profundos, el lugar idóneo para arrojar cuerpos.
En un barranco a las afueras de un sitio al que llaman Nueva Italia (cuando en realidad su nombre es Múgica, pero nada en Michoacán es lo que parece) hay unos cinco altares a la Santa Muerte. Alguien escribió en uno de ellos: “Defenderte, santísima, siempre”. El silencio es atronador. Hay unos camiones atravesados en la pequeña carretera que conduce al centro de la ciudad, de 30.000 habitantes. “Váyase por la autopista”, indica un hombre que se identifica como taxista.
Nueva Italia es un municipio controlado por las autodefensas, civiles armados que se levantaron en armas el 24 de febrero de 2013 porque estaban hartos, dicen, de los abusos de Los Templarios. Extorsiones, violaciones, asesinatos cometidos en absoluta impunidad. “Todos sabemos quiénes son, le hemos dado los nombres a la policía una y otra vez, pero no hacen nada”, comenta resignada Carmen, una mujer de unos 40 años de Antúnez, un pequeño poblado a unos 10 kilómetros de ahí. La crueldad de los sicarios llegó a tal nivel que obligaban a los pobladores a entregarles la poca comida que guardaban en sus casas para destruirla frente a sus ojos. “Les pasaban las camionetas encima”, cuenta.
La fértil tierra de Michoacán es ideal para el cultivo de droga. Sus barrancos, idóneos para arrojar cuerpos
Carmen está de negro, en el panteón.Antúnez está de luto. El pueblo entero entierra a sus muertos. Son dos. Mario Pérez Sandoval, de 56 años, que se enfrentó al Ejército, dicen sus familiares, armado con piedras y palos. Cuentan los vecinos que un militar lo mató. Y Rodrigo Benítez, un jornalero de 27 años, que había acudido a la salida del pueblo en respuesta al repique de campanas que alertó a la población de la llegada de los soldados. Una bala lo mató por la espalda en el fuego cruzado. El ambiente es de tensa calma en Antúnez. Al paso de los ataúdes la gente aplaude. Gritan a los reporteros: “Eso, cuenten eso, que lo vean allá de donde sean ustedes”.
Hace solo un día que el Ejército intentó desarmar a los autodefensas, después de que la violencia en el Estado alertara al Gobierno federal de la gravedad de la situación. Las milicias controlan ya una quinta parte de Michoacán y amenazan con avanzar a Apatzingán, la ciudad más importante de la región, e incluso a Morelia, la capital, que está a tres horas en coche del Distrito Federal.
El secretario de Gobernación mexicano, Miguel Ángel Osorio Chong,anunció en un solemnísimo acto el lunes en Morelia el Operativo Michoacán, el enésimo plan del Gobierno para intentar mitigar la violencia, que no ha reducido en por lo menos 10 años. En su discurso no pronunció la palabra maldita por los habitantes de Tierra Caliente: “Templarios”. En todo lo que va de este año, el presidente Enrique Peña Nieto, a la noche del jueves pasado y a 12 días de iniciada la crisis, no había mencionado en un discurso público la palabra “Michoacán”. En su mensaje de Año Nuevo, transmitido por la televisión nacional, ni siquiera dijo “violencia”.
“¿Dónde está el gobernador? ¿Dónde está el presidente? ¡Que vengan, que no les dé miedo!”, exclama una de las mujeres del pueblo. “Sepan que el pueblo de Antúnez está con estas personas”. Señala a la decena de hombres armados que custodian el humilde funeral. Pasean con AK-47, rifles, pistolas, escopetas. Visten una camiseta blanca con un letrero: “Policía comunitaria”. Autodefensas.
Los gritos se pierden entre sollozos. Antes que comenzara la guerra, Mario Pérez era un campesino. Era también padre de tres hijos. Dos inmigraron a Estados Unidos. El tercero, un jovencito de unos 16 años, es sostenido en hombros por dos amigos. Rodrigo Benítez, el muchacho de 27 años, era un hombre apuesto, delgado, de nariz recta y con bigote. Cobraba solo 100 pesos a la semana, apenas cinco euros. Deja nueve hermanos y una madre desconsolada. “Yo le pedí que no fuera, yo le pedí que no fuera”, repite, rota por el dolor. “Pero me dijo, mamá, ahorita vengo, no te preocupes”. Debajo de los ataúdes hay unos limones, abundantes en la zona, y una cruz pintada con ceniza.
Los muertos en Michoacán se cuentan por decenas. Al mes. En 2013 murieron 990 personas: el año más violento en un Estado de 4,3 millones de habitantes que nunca ha sido tranquilo. No hay pueblo michoacano que no repita la misma letanía: “Aquí ha desaparecido gente, aquí han matado a muchos”. El sur mexicano concentra las regiones más pobres del país: Chiapas, Oaxaca, Guerrero y Michoacán. “Imagina esto: un padre desempleado, con hijos veinteañeros. Y como no tienen qué comer, uno se une a Los Templarios. Invita a otro, y otro invita a otro más. Y así, decenas de miles”, reconoce un funcionario estatal.
Otros explican que el problema se debe a la tradición. Michoacán ha sido una región crucial —y convulsa— para la historia de México. Los indígenas de esta zona, los purépechas, nunca fueron conquistados por el Imperio Azteca. Su lengua es de las más antiguas del continente y no tiene relación alguna con ninguna otra de América. El purépecha, como el euskera, es una lengua aislada. El mayor periódico de la región, La Voz de Michoacán, incluye una sección escrita en purépecha.
Los ejemplos siguen. El Movimiento de Independencia, en 1810, germinó aquí. Lázaro Cárdenas del Río, el presidente que abrió las puertas al exilio español de la Guerra Civil y que expropió la industria petrolera, nació en Michoacán. En la revolución, ninguno de los grupos dominantes armados (ni el Ejército, ni los hombres de Emiliano Zapata, ni los de Pancho Villa) entró aquí. “Los rebeldes dominan Michoacán”, reza el titular de un breve publicado en The New York Times el 21 de agosto de 1919. “El territorio es dominado por las milicias de Gordiano Guzmán, que se esconde en Arteaga. El Gobierno mexicano dice que sabe en qué sitio está, pero Guzmán, de alguna manera, siempre que ha estado rodeado ha conseguido escapar”. En Arteaga, al sureste del Estado, cuentan que se esconde Servando Gómez La Tuta, uno de los principales líderes de Los Templarios. Osorio Chong ha dicho esta semana que el Gobierno tiene ubicados a unos tres jefes.
Michoacán es un hervidero de rumores. “Los Templarios están allá, en Apatzingán", dicen en Antúnez. Apatzingán es el epicentro económico y político de Tierra Caliente, Michoacán. Es la cuarta ciudad del Estado, con 80.000 habitantes. Y los sicarios han operado allí desde hace, por lo menos, ocho años. Tras la toma de Parácuaro, hombres desconocidos atacaron bancos, tiendas. Amenazaron con incendiar el mercado. La espiral de violencia obligó al Gobierno mexicano a convertirlo en el centro del operativo anunciado esta semana. El martes fue el primer día.
Helicópteros sobrevuelan la zona. Decenas de coches militares y de la policía federal transitan por las calles. Todo está cerrado. Hasta su catedral, que luce una bandera blanca con la leyenda: “Paz en Apatzingán”. El hospital solo atiende urgencias. Don Celestino, un hombre de unos 50 años, vende fruta en la puerta. “Dicen en mi pueblo que si no tengo miedo, pero yo lo que tengo es hambre”, cuenta. Un militar muy joven, que dice que es de Chiapas, está a unos pasos. “Yo es que con todos quedo mal. Los autodefensas dicen que protejo a Los Templarios, y Los Templarios que a los autodefensas”, dice.
La economía de Apatzingán está prácticamente destruida. Los pequeños empresarios han organizado tímidas manifestaciones para denunciar la situación. Todos cuentan que los narcotraficantes les cobran cuota: extorsión. Varía, pero suele rondar el 10% de sus ganancias. El estado de sitio de factoal que los narcotraficantes han sometido a la ciudad ha causado desabastecimiento de gasolina, gas butano, alimentos... Hasta Coca-Cola, una compañía famosa por distribuir sus productos en los lugares más recónditos del mundo, ha suspendido algunas veces sus repartos en Apatzingán. Los asesinatos y las desapariciones ya no son noticia. “Si esto ha pasado aquí desde hace años, ¿por qué vienen hasta ahora?”, pregunta un vendedor de helados.
“Estamos en guerra. Y digo estamos porque yo estoy con las autodefensas y estoy, con mi pueblo, en guerra contra ellos”, relataba en septiembre María Mariscal Magaña, regidora de Buenavista Tomatlán, un municipio a unos kilómetros de Apatzingán. Era una mujer esbelta, morena, de ojos grandes. “Las amenazas llegan de todos lados, pero no vamos a dar marcha atrás”. Siempre “nosotros” y “ellos”. Contaba que los jornaleros huían por decenas, aterrorizados. De 200 mexicanos que intentaron entrar a EE UU por Tijuana en agosto de 2012, 44 eran de Buenavista.
Un sicario la había amenazado. La acusó de manejar una cuenta de Facebook vinculada con las autodefensas. Ella lo negaba. “Yo tenía una, pero ya la cerré”. Decía que el hermano de ese sicario llamó a su hermana, que vive en San José (California), y le dijo que le advirtiera a la regidora que “le bajara”. Mariscal afirmaba que su hermana le había pedido que se fuera a vivir con ella. “Además, estoy embarazada”, añadía.Desapareció el 10 de diciembre de 2013. La última vez que la vieron fue en Apatzingán.
Mariscal marchaba a un costado de José Manuel Mireles, el líder del movimiento, el 26 de octubre de 2013.Ese día Mireles encabezó una manifestación pacífica para pedir la expulsión de Los Templarios. Entraron y se detuvieron frente a la alcaldía de la ciudad. Les respondieron con tiros y granadas. Nadie resultó herido de milagro.
Mireles sufrió un accidente el sábado 4 de enero, el mismo día de la toma de Parácuaro. El domingo 12 recibió el alta y está en un sitio desconocido, supuestamente cercano a la Ciudad de México. “Deseamos su pronta recuperación, doctor Mireles”, dice la pancarta que sostienen tres mujeres en el centro de Parácuaro. Las autodefensas han reunido al pueblo para informarles del anuncio del Gobierno. La entrada al pueblo es custodiada en todo el tiempo por guardias comunitarios.
El Comandante Cinco les pregunta: “¿Están contentos de que estemos aquí?”.
Cientos responden al unísono: “¡Sí!”.
Pregunta: “¿Quieren que nos vayamos?”.
“Esto es un polvorín y tiene la mecha muy corta”, cuenta una fuente del Gobierno estatal. “Hay al menos 15.000 hombres armados en todo el Estado”, reconoce
De nuevo, todos: “¡No!”.
“Esto es un polvorín y tiene la mecha muy corta”, cuenta una fuente del Gobierno estatal. “Hay al menos 15.000 hombres armados en todo el Estado”, reconoce. “Lo del lunes salió barato para la tensión que hay aquí”. Se refiere a los dos muertos de Antúnez. “Pudieron haber muerto decenas”. Los Templarios, afirma, tienen presencia en los 113 municipios de Michoacán. Hay siete líderes. Entre ellos Nazario Moreno, El Chayo,un hombre al que el Gobierno de Felipe Calderón presumió de haber matado en diciembre de 2010 y que, se cree, está vivo en Apatzingán. El rumor se ha propagado en el país hasta hace pocos meses. En Michoacán desmentían su supuesto asesinato a los pocos días del pomposo anuncio de Calderón.
El Gobierno no ha informado de la muerte de los autodefensas o sicarios en los abundantes choques que se han sucedido desde febrero de 2013. Pero en Parácuaro cuentan que los hay, y muchos. “Solamente el sábado matamos a 16 [templarios]”, se jacta un miembro de las guardias comunitarias. Enseña un móvil y muestra una foto de un hombre muerto. “Y ahí los dejamos para que los animales se los coman. Allá en el cerro está el zopiloterío”. Zopilote: buitre en mexicano.
En la mansión de El Botas, convertida en cuartel de los autodefensas, los hombres y mujeres ríen y presumen, orgullosos, de formar parte del grupo. “Ándele, tómeme más fotos, que al cabo mi mamá ya sabe que estoy aquí”, cuenta uno de ellos. El Comandante Cinco saca un fajo de billetes y le entrega dos a una de las mujeres: “Vete a comprar cosas para limpiar el piso”, le indica. Explica que su financiación proviene de empresarios de la región y niegan que un cártel rival los esté apoyando. Las armas, cuenta, son trofeos de guerra. “Se las quitamos a Los Templarios que matamos”.
Un comisario de la Policía federal en la región afirma que los autodefensas “no son unas blancas palomitas” y que, en su opinión, al menos el cártel Nueva Generación, de Jalisco, está detrás de su financiación. El Comandante Cinco lo niega una y otra vez. “Eso no es verdad, esta es una región rica. Mire usted a su alrededor”. Afirma que el dinero proviene de las donaciones de empresarios y ganaderos.
Horas más tarde, el miércoles, el Comandante Cinco le anuncia al pueblo el acuerdo con el que las autodefensas han llegado, de momento, por el Gobierno. Afirma que no van a dar marcha atrás y que no entregarán las armas hasta que detengan “a todos Los Templarios”. Les pide que reciban a los federales que llegarían en unas horas al pueblo. “Pero no los vamos a dejar solos”, repite. Ese mismo día, el Gobierno mexicano anunció que había detenido a un “líder importante” de Los Caballeros Templarios. Cuando se anuncia el nombre, decepción. Nadie reconoce al detenido. “¿Y ese quién chingados es?”, pregunta el Comandante.
Es noche de luna llena. El cielo luce estrellado en medio de la oscuridad de la sierra michoacana. Los únicos destellos son los faros de los coches que pasan. En Morelia se ha comenzado a pronunciar abiertamente la palabra “Templario”. Hasta hace muy poco, por años, para referirse a los narcotraficantes decían solamente “ellos” o “los malos”. Lo mismo ocurrió en Tamaulipas, otro Estado flagelado por el narcotráfico, al noreste del país. Los tamaulipecos se refieren a Los Zetas, el cártel que domina su zona, como los del grupo de “la última letra del abecedario”.
También, en Morelia, cierta parte de la burguesía acepta en privado que simpatiza con las autodefensas. Una encuesta local calcula que el 58% de la población de Michoacán aprueba el movimiento, aunque el 46,7% no cree que su único objetivo sea restablecer la seguridad.
La capital michoacana, de 800.000 habitantes, es patrimonio cultural de la humanidad y es sede del festival de cine más importante del país. También, hasta hace muy poco, era conocida en el país solamente por su intensa actividad cultural. Pero el ataque terrorista del 15 de septiembre de 2008, cuando la población civil fue atacada con granadas por unos desconocidos, marcó un antes y un después. Murieron siete adultos y un niño. También murió la imagen apacible de Morelia.
La noche del miércoles, un grupo de desconocidos salió a la calle a dar tiros en varias carreteras de la zona. “Nos dijeron: ‘Aquí estamos”, cuenta el empresario moreliano mientras termina su café en la capital. En Antúnez, unas horas antes, un hombre de 60 años, campesino, con sandalias y la ropa manchada de tierra había gritado junto a los féretros de dos personas: “¡Queremos paz en Michoacán! ¡Paz en Michoacán! ¡Paz en Michoacán!”.
Un cirujano contra el narcotráfico
PAULA CHOUZA
Apatzingán es una ciudad de 80.000 habitantes, colindante con pueblos que suman 20.000 más, en el centro de la Tierra Caliente michoacana. Apatzingán es también, de facto, el centro político y económico de Los Caballeros Templarios, el cártel que domina la zona. El 26 de octubre de 2013 entraron a la ciudad decenas de coches, camionetas y 4×4. En uno de ellos viajaba José Manuel Mireles, un médico de unos cincuenta años, que es uno de los líderes de las autodefensas, civiles armados levantados en guerra contra el narco.
Mireles convocó a los habitantes de Apatzingán en la plaza principal. Acudieron unos cientos. Le acompañaban pobladores de las comunidades ya ocupadas por las autodefensas desde el 24 de febrero de 2013, cuando en Tepalcatepec se inició el movimiento. Justo en la comunidad en la que vive Mireles.
Cuando llegaron a la plaza, un desconocido disparó desde una de las torres de la catedral. Lanzó una granada. Mireles fue uno de los pocos que no tuvo que salir corriendo ni refugiarse bajo una cornisa. En ese momento lo entrevistaban para una radio local. Todos los negocios estaban cerrados y no había dónde meterse.
El doctor, hijo de un agricultor y un ama de casa, con los 50 años cumplidos y tres hijos, es un hombre “valiente”, presumen sus compañeros. Apuesto y de rasgos muy característicos, ojos verdes, cabello gris, bigote y 1,90 de estatura, sonríe poco, y cuando lo hace, suele ser para posar obligado en una foto, animar a sus compañeros o como cierre a un comentario amargo: “Vamos a tratar de no morir”, decía antes de la incursión a la ciudad de Apatzingán.
La lucha del doctor, como lo llaman sus vecinos de Tepalcatepec, contra el narco —él mismo fue víctima de un secuestro, a su padre le robaron propiedades y algunos familiares fueron asesinados— fue difundida en junio de 2013, cuando en otro vídeo colgado en las redes sociales afirmaba que la gota que había colmado el vaso fue que Los Templarios se llevaban a sus mujeres “y no las devolvían hasta que estaban embarazadas”.
El exportavoz del Gobierno del Estado de Michoacán, Julio Hernández, le acusó entonces de haber sembrado marihuana. Cuando este periódico pidió pruebas al Gobierno michoacano, Hernández envió un correo desde una cuenta anónima de Hotmail unos recortes escaneados de La Voz de Michoacán que, en efecto, hablan de la detención de un señor llamado José Manuel Mireles por supuesto cultivo de droga. Sin embargo, él siempre negó tales acusaciones.
La tarde del ataque a Apatzingán, el doctor mantuvo una reunión de casi tres horas con el Ejército y la Policía. Cuando por fin acordaron regresar a sus pueblos escoltados por las fuerzas de seguridad había caído la noche. “Cámbiese la camiseta. Lleva de blanco todo el día y es un objetivo fácil a muchos metros de distancia”, le dijo un militar. El doctor obedeció al instante. Después pidió a su hijo: “Llama a tu madre, anda, y dile que ya vamos a casa y que estamos bien”.
FE DE ERRORES
Una versión anterior de este artículo indicaba que un estudio de NYU comparaba el euskera con el purépecha. No ha sido posible verificar el artículo original.
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