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ingún gobierno puede existir si no es a base de reformas. Todo Estado, para consolidarse y desarrollar sus funciones requiere de reformas constantes o periódicas desde el instante mismo en que es instaurado. Las reformas son vitales para cambiar lo que no trabaja bien, para avanzar con mayor rapidez en la consecución de los objetivos de gobierno, para satisfacer eficazmente los reclamos y las demandas de la sociedad y, claro está, para fortalecer y desarrollar al Estado mismo. Ningún verdadero Estado puede permanecer inmóvil y sin cambios internos. No es, por ello, ninguna maravilla que haya un gobierno reformista. Lo notable es cuando no lo es o no se da.
Debe examinarse, desde luego, de qué tipo de reformas se trata, si son para avanzar o para retroceder, pues también reformando se retrocede cuando se busca reinstaurar el pasado. Una reforma que trate de limitar excesos en el reparto de la riqueza, por ejemplo, sería para avanzar, siempre y cuando no se caiga en aberraciones que pueden negar el sentido mismo de la reforma. Una reforma que buscara borrar los avances alcanzados y tratase de reinstalar situaciones anteriores o buscara anular otra reforma que significara un avance sería, claro está, una contrarreforma o una reforma negativa. De todo se puede dar.
Pero vamos a situarnos en el terreno de las reformas positivas, las que se efectúan para avanzar. Se trata siempre de una situación anquilosada o perversa que es necesario cambiar. Las reformas se efectúan con el objetivo de superar los efectos perniciosos que esa situación genera. Por supuesto que quien determina la justeza de las nuevas medidas es el que las toma, el propio gobierno. Muy pocas reformas a lo largo de la historia han sido tomadas con base en reclamos ciertos y expresos de algún sector de la sociedad. Son los gobernantes los que deciden en ese respecto. Por ello deben buscar los consensos necesarios.
Ahora bien, no hay otro modo de reformar que cambiando las leyes que rigen la materia de cambio. Por ello, dentro del Estado, es de verdad protagónico el papel que desempeña el Poder Legislativo. Eso es nuevo entre nosotros. Las cámaras del Congreso son auténticos campos de batalla de las posiciones de los diferentes intereses involucrados a favor o en contra o por ciertas limitaciones a la reforma planteada o, también, por una reforma que vaya más allá de los planteamientos del gobierno que propone la reforma. Es cierto que algunas reformas prosperan sin haber sido planteadas por el gobierno, sino por grupos parlamentarios o legisladores, pero el gobierno, en todo caso, es siempre parte interesada.
No es extraño, por todo ello, que, para cualquier problema, por insignificante que parezca, se plantee una reforma. Alguien ha hablado de
reformitis. Legislar se ha convertido entre nosotros en sinónimo de reformar. Ya no se crea sino por excepción una ley, se la reforma, si bien siempre aparecen aquí y allá nuevas leyes. El resultado es que hemos acabado por convertir a las reformas en verdaderos dogmas cuando no en mitos. Nadie ha acabado de explicarnos lo que quieren decir las llamadas reformas
estructurales, pero todo mundo en nuestro medio político habla de ellas. Los economistas, en alguna época, quisieron designar así las reformas económicas.
Ahora parece que a cualquier cosa se la llama
estructural, tomando prestados significados que no son sino modas de paso en las metrópolis mundiales. Es difícil saber, por ejemplo, por qué se le llama
estructurala una reforma como la laboral o también a la educativa, cuando lo que hicieron fue, en el primer caso, abolir las últimas defensas que quedaban a los trabajadores en su confrontación permanente con el capital; mientras que la otra no fue sino un correctivo a una situación de deterioro que se hacía ya insostenible.
Para dilucidar el punto tendríamos que ponernos de acuerdo en lo que queremos significar con
estructura. Ni en economía ni en ciencia política encontramos que el término pueda referirse a las relaciones de derecho del trabajo ni a la organización de la educación pública. Aparte el viejo concepto marxista de estructura económica como base de la organización de la vida en sociedad o el concepto estructuralista como corte transversal en un determinado momento histórico que permite, de adentro hacia fuera, reconstruir la organización de la sociedad, no encontramos otras referencias como no sean las alusiones tecnocráticas a algo que debe ser
muy importante.
Las reformas pueden ser muy importantes y por eso se las llama
estructurales. Aun así seguimos sin saber por qué se las llama de esa manera. Ni siquiera recurriendo a la llamada teoría de sistemas encontramos una explicación coherente. Cuando se habla de
estructuralescabe especular que se hace referencia a algo complejo, sistémico y por alguna obscura razón nunca queda claro. Pero el caso es que nunca se establece una definición rigurosa. El resultado de todo ello ha sido la conversión de un dogma en un mito, que es siempre la reforma estructural. Y esta mitificación crea problemas de falta de objetividad en el diseño de las reformas, ante todo porque siempre se espera de ellas lo que no pueden dar.
Aun si se concede que las reformas buscan liberar algo que podríamos llamar
estructurade la sociedad de ataduras de todo tipo o de vicios heredados del pasado o de errores reiterados que es preciso corregir o de desviaciones que hay que enmendar, lo que sea o se pueda imaginar, siempre tendremos que ir a los contenidos concretos de cada reforma y nos encontraremos con que casi siempre lo que se reforma de inmediato sugiere la necesidad de otra reforma o, en todo caso, que la realización de la reforma misma depende de otros factores que, a su vez, suponen otras reformas o, incluso, series de reformas.
Para empezar, las verdaderas reformas dependen sólo en una muy pequeña parte de las reelaboraciones que se hacen en las leyes o, incluso, en la misma Constitución. Estas son sólo el comienzo necesario a partir del cual se empieza a realizar la reforma. Después viene un reacomodo de las diferentes fuerzas sociales involucradas en ella que tiene que generar un consenso para que la misma se realice. Se requiere, dicho en otros términos, de la acción política inteligentemente dirigida a poner de acuerdo a todos para alcanzar los objetivos trazados en la reforma. No todo es pues cuestión de cambiar leyes.
La reforma contenida en la ley es un instrumento formidable en manos de un buen gobierno. Pero ése es el problema: que haya un buen gobierno.
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