Distrito Federal– En Epazoyucan aparecieron hace poco los restos de dos cuerpos descuartizados. No fueron halladas las cabezas, lo que ha dificultado la identificación de las víctimas, si es que hubiera voluntad de averiguar quiénes eran, la causa de su deceso, quiénes los privaron de la vida. Lo peor no es la indolencia ministerial, que se da por un hecho inmodificable. Lo más grave, me cuenta un residente de esa población hidalguense, es la impasibilidad de la gente, que no se escandalizó ante el hallazgo macabro, y miró los restos como si fueran parte del paisaje. La reacción de los habitantes de ese lugar famoso por su convento franciscano del siglo XVI y la tranquilidad de su vida cotidiana no ha de ser distinta de la que experimentan los lugareños de los mil puntos de la geografía mexicana donde se expresa de ese modo la inseguridad. Esa indolencia, sin embargo, es sólo una etapa de la reacción social ante el crimen: de allí se pasa al pasmo, al miedo, a la necesidad de marcharse en pos de otras condiciones de vida.
La muerte violenta, asociada de alguna manera a la delincuencia organizada crece de modo desproporcionado, especialmente desde que el gobierno federal, el mes que entra hará cuatro años, declaró la guerra a las bandas criminales sin un diagnóstico preciso, sin previo trabajo de inteligencia, sin la preparación debida en los efectivos lanzados a una lucha sin rumbo y condenada por ello a la derrota. No disminuyen el consumo local de drogas ni su exportación a otros mercados. Aumenta en cambio la virulencia del combate entre bandas y del que presuntamente las enfrenta.
Tan cuantioso es el fenómeno de la muerte a manos de las bandas de matones adosadas a las del narcotráfico, que llevar la cuenta es una tarea necesaria. En abril pasado nos sorprendimos al saber que los empeños privados por contar a los muertos se quedaban cortos ante las cifras oficialmente reconocidas por el gobierno, que entre las misiones asignadas al vocero en materia de seguridad incluyó la de contar bien a las víctimas.
El Grupo Reforma (que entre otras publicaciones incluye el diario de ese nombre editado en la ciudad de México, El Norte en Monterrey y Mural, en Guadalajara) ha establecido un ejecutómetro, un medidor de la muerte violenta, la marcada por los signos con que la narcodelincuencia rubrica sus asesinatos. Ese mecanismo publicó ayer su conteo de diez meses: entre el primero de enero y el 3 de noviembre de este año han perecido diez mil treinta y cinco personas. La suma es casi la misma que el total de homicidios de esta naturaleza ocurridos durante los sesenta meses del sexenio anterior, el presidido por Vicente Fox.
Si se proyecta el número de ejecuciones hasta el fin de este año, tendremos en 2010 un pavoroso total superior a doce mil asesinatos, casi el doble de los ocurridos el año pasado, cuando llegaron a seis mil quinientos ochenta y siete, cifra superior a los cometidos en 2008 (cinco mil doscientos) que a su vez más que duplicaron los habidos en 2007: dos mil doscientos setenta y cinco. En el primer mes de la actual administración, diciembre de 2006, fueron 93 las víctimas.
Casi todos los asesinatos así contados permanecen impunes, como ocurre con el resto de los delitos cometidos por las bandas violentas: el tráfico de drogas en sí mismo, secuestros, extorsiones, etcétera. Así como hay cifras de la violencia, las hay también de la impunidad. Miguel Carbonell, miembro del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional ha encontrado disparidades graves en los datos ofrecidos a ese respecto por el Ejecutivo federal, en su cuarto informe de gobierno. En sus anexos estadísticos se da cuenta de que en 2007 fueron detenidos por delitos contra la salud (a los que está asociada la violencia homicida) veintinueve mil trescientas setenta y dos presuntos responsables; veintiocho mil quinientos noventa y siete al año siguiente; cuarenta mil novecientos cincuenta en 2009. y en el primer semestre de este año, quince mil ochocientos cuarenta y cuatro, todo lo cual suma ciento trece mil personas.
La población carcelaria debió aumentar en esa proporción en dicho periodo. Pero no es así. Solamente creció en diez mil trescientos ochenta y cuatro, de acuerdo con la misma fuente. La abismal diferencia entre los detenidos y los encarcelados llega a poco más de cien mil personas. Eso quiere decir que las detenciones en sí mismas no dicen nada, los números que las cuantifican son cifras huecas. Si no hay manipulación mentirosa en el total de aprehensiones, es necesario saber qué pasa con las cien mil personas referidas: “¿fueron liberadas en algún momento?, ¿fueron ejecutadas de forma ilegal?”, se interroga el jurista Carbonell, que dirige esas preguntas al presidente Calderón (El Universal, 4 de noviembre).
A menos que asumamos que hay una guerra sucia, una magna operación de limpieza social, que ultima delincuentes a partir de la sola presunción de que lo sean, estamos ante el caso de una liberación masiva de detenidos, por cualquiera de dos causas a cual más inquietante: o se captura arbitrariamente, sin fundamento a decenas de miles de personas y la justicia ordena su libertad. O la propia justicia, o el Ministerio Público o la propia policía que detiene liberan a delincuentes que debieran ser encausados. O ellos escapan de la prisión.
El más célebre entre estos últimos, Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, es uno de los 68 hombres más poderosos del mundo, según dijo ayer la revista Forbes.
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