Pedro Miguel

La contundencia de las catástrofes suele imprimir una percepción de permanencia que cuesta remontar. La vida nos cambió de pronto y flota en el ambiente, junto con la molécula perniciosa, la impresión de que esto es para siempre. Andamos o estamos con la sensación a cuestas de que nuestro mundo ha sido trastocado de manera irreparable. Lo más probable, en la mayor parte de los casos, es que no: casi todos los microbuses atestados recuperarán a casi todos sus pasajeros; casi todos los talleres mecánicos y las misceláneas sobrevivirán a la decena trágica de la influenza porcina, casi todas las panaderías volverán a abrir las puertas cuando los capitalinos sonámbulos vuelvan a sus calles, casi todos los puestos de tacos insalubres y de jugos con y sin salmonela retomarán su sitio.
Claro que ninguna de las expresiones del próximo resurgimiento podrá consolar a quienes, en las jornadas de la peste, pierdan a una persona inmediata o próxima ni a quienes se vean forzados a torcer su destino porque vivían al día y no lograron subsistir con los oficios que ejercieron hasta la semana pasada, ni a quienes perdieron, por fuerza de la contingencia, la oportunidad de su vida.
Todo termina por saberse, y ya habrá tiempo para establecer si las muertes ocurridas, más las que se sumen, eran inevitables o consecuencia del abandono y el saqueo que ha sufrido el sector salud en los sexenios recientes y no tanto. Ya nos dirán la razón de que este virus ataque, además de en nuestro país, en Estados Unidos y Europa, pero que hasta el momento sólo mate mexicanos. Ya se podrá averiguar qué Bribiesca, cuál Hildebrando o qué Mouriño sobreviviente (son meros ejemplos del contratismo enriquecedor) se está haciendo rico en estos momentos con la adjudicación de la compra de tapabocas y antivirales.
Pero ahora lo más importante no es eso, sino esmerarse en no enfermar del sistema respiratorio ni de la esperanza y tener presente que esto no es, salvo para los que han sido unos cuantos en la estadística y demasiados en el sentir humano, el fin del mundo. Al fin de este paréntesis viral, la vida nos hallará y no debemos llegar a la cita con las manos vacías. Se puede al menos aprovechar la interrupción del bullicio urbano para reflexionar, en las calles vacías o dentro de las casas, y pensar en la manera de impedir que, en lo sucesivo, las autoridades de todos los niveles nos oculten total o parcialmente la verdad, se dirijan a nosotros con una arrogancia tecnocrática huérfana de fundamentos y de autoridad real y nos traten como si fuéramos un hato ganadero
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