Con base en los cómputos de la casi totalidad de las casillas, el candidato presidencial del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), Mauricio Funes, proclamó anoche su victoria en los comicios realizados en El Salvador y su rival de la derechista Arena, el oficialista Rodrigo Ávila, reconoció su derrota. El resultado comicial culmina una larga lucha popular iniciada en los años 70 del siglo pasado, que se confrontó con las armas en la mano contra una oligarquía dictatorial y sanguinaria, apoyada en sus peores excesos por Estados Unidos; que transitó por la firma de la paz, la desmovilización y la construcción de instituciones democráticas y que, después de tres lustros de enfrentar en las urnas a la derecha neoliberal, logra arrebatarle la Presidencia. El triunfo de Funes no se reduce, pues, a una gesta electoral coyuntural, sino que adquiere la significación de una victoria histórica que tiene tras de sí una saga de organización y resistencia popular, decenas de miles de muertes, décadas de un sufrimiento social inconmensurable y el aprendizaje nacional de una civilidad democrática que, a la postre, ha rendido sus frutos, y por el cual cabe felicitar a la sociedad salvadoreña.
Incluso en una circunstancia mundial de crisis económica profunda, la llegada al poder de la izquierda en el país más pequeño de América representa una esperanza para la mayor parte de la población de dicha nación, sumida en la pobreza, y se abre, con ello, la posibilidad de empezar a saldar la enorme deuda social, la cual no fue tema de los acuerdos de paz firmados en Chapultepec en 1992 entre la insurgencia popular y el gobierno, y gestionados con la participación activa de la diplomacia mexicana, que por esos tiempos conservaba aún su presencia y su prestigio en América Latina.
Por lo que hace al escenario internacional, el vuelco político en El Salvador constituye un refrendo a la tendencia continental caracterizada por el surgimiento en las urnas de gobiernos progresistas, soberanos y no alineados con el llamado consenso de Washington, es decir, con las recetas económicas fraguadas por el pinochetismo y la Escuela de Chicago y luego impuestas a buena parte de la humanidad por los gobiernos de las naciones ricas. Es previsible que el gobierno presidido por Mauricio Funes se sume a los procesos de integración regional en los que confluyen, con todo y sus diferencias, Brasil, Bolivia, Cuba, Venezuela, Ecuador, Argentina, Paraguay, Nicaragua e incluso Chile, con todo y que en ese último país el neoliberalismo sigue siendo postura oficial.
Ese campo de gobiernos independientes y de clara vocación latinoamericanista ha debido ser reconocido incluso por el gobierno de Barack Obama, como quedó de manifiesto en su encuentro con el presidente brasileño, Luis Inazio Lula Da Silva, en quien el nuevo mandatario estadunidense reconoció la interlocución con otros gobiernos sudamericanos.
Además de ése, otros sucesos recientes parecen indicar que Washington se dispone a rediseñar su política de alianzas hacia América Latina. Si hasta el último día del gobierno de Bush los pilares principales de esas alianzas fueron los regímenes de derecha de Álvaro Uribe (Colombia) y Felipe Calderón (México), en días pasados ambos gobiernos han verbalizado un distanciamiento ante Estados Unidos. Así lo hicieron el propio Calderón y algunos de sus colaboradores, la semana pasada, al rechazar con estruendo críticas al desempeño del gobierno mexicano, sobre todo en materia de seguridad, y ayer el vicepresidente colombiano, Francisco Santos, hizo lo propio, al quejarse de que la administración de Uribe ha recibido un trato indigno de la potencia del norte en el contexto del Plan Colombia, e incluso puso en duda –cosa insólita– la vigencia de ese acuerdo bilateral de contrainsurgencia y combate al narcotráfico.
En suma, el escenario continental se transforma con rapidez, y el triunfo electoral del FMLN no sólo corresponde a un proceso de cambio en El Salvador, sino que se inscribe también en una realineación regional sin precedente. Si el colapso económico global representa una difícil situación de arranque para la izquierda que gobernará ese país, tal circunstancia puede ser atenuada por la existencia de administraciones progresistas que son, en principio, aliadas naturales de los vencedores en la elección de ayer. El gobierno que habrá de presidir Mauricio Funes no enfrentará la soledad regional a la que en su momento debieron hacer frente la presidencia de Jacobo Arbenz en Guatemala, la revolución cubana o el gobierno de Salvador Allende en Chile, y cabe felicitarse por ello.
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