Cienfuegos, Peña y Soberón en el Campo Militar 1. Foto: Benjamin Flores |
MÉXICO, D.F. (Proceso).- La semana antepasada fue
pródiga en declaraciones de autoridades, líderes empresariales y hasta
intelectuales que buscan “cerrar esa página”: las protestas sociales por
la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa y la denuncia
pública por la Casa Blanca –propiedad de la esposa del presidente–, sin
costo alguno para el gobierno federal y Enrique Peña Nieto.
Primero fue el artículo de
Enrique Krauze, en el New York Times, que señala: “Esta es quizá la más
difícil petición que yo haría: que el presidente encare a la nación,
reconozca sus errores y ofrezca una disculpa al pueblo mexicano. Nada
confiere mayor nobleza a una persona en el poder que reconocer su propia
humanidad”. Abunda: “Ninguna estrategia de reformas, ni siquiera la más
racional, puede reemplazar la legitimidad de un liderazgo ético,
especialmente en tiempos de crisis. Encarnar ese liderazgo debe ser la
prioridad inmediata de Peña Nieto”. Y más adelante le pide realizar
cambios en su gabinete, e incluso propone que uno de los sacrificados
sea el secretario de Comunicaciones y Transportes, responsable de la
licitación del tren México-Querétaro.
La recomendación pública de Krauze pasa por alto que el
presidente es el primer obligado a cumplir las leyes y que, por lo
tanto, el presunto conflicto de intereses en que incurrió debe ser
motivo de un procedimiento sancionatorio, puesto que existe una
instancia jurídicamente responsable de exonerarlo o sancionarlo; su
conducta no puede olvidarse con una simple disculpa.
Aunque fuese un acto inédito en la vida política mexicana,
la disculpa pública no puede solventar la presunta violación al estado
de derecho; en consecuencia, no es la vía para concluir el debate del
caso.
Siguió el secretario de Marina, Vidal Soberón, quien
recurrió al ancestral discurso de “los intereses ocultos” que pretenden
desacreditar la labor gubernamental. El almirante manifestó: “Más coraje
me da” que a “esta gente” que supuestamente “manipula” a los padres de
familia, “no le interesan ni los padres ni estos muchachos…”.
Olvida el almirante Soberón que la investigación en torno
al hecho todavía tiene muchos cabos sueltos, y que no es un caso
aislado, sino parte de las más de 22 mil personas desaparecidas en los
últimos siete años, entre las cuales se encuentran los otros 28
cadáveres encontrados en las fosas localizadas en el municipio de
Iguala, y que, como no correspondían a los estudiantes, han sido
totalmente ignorados, pues no han merecido siquiera una declaración
pública de las autoridades responsables.
El Estado no quiere reconocer que el país vive la “peor
crisis de derechos humanos en los últimos 50 años”, según denunció el
director ejecutivo de Amnistía Internacional en México, Perseo Quiroz
Rendón. No entienden que son decenas de miles las familias mexicanas
afectadas por el asesinato o la desaparición de uno de sus miembros; son
seres humanos que protestan y se manifiestan por el dolor que les
provoca la desaparición de un ser querido, no por la manipulación de
nadie.
También son irritantes las declaraciones del presidente de
la Confederación de Cámaras Nacionales de Comercio (Concanaco), Enrique
Solana, quien en rueda de prensa manifestó que se debe dar vuelta a la
página de las protestas por los 43 desaparecidos de Ayotzinapa, ya que
“es injustificado” que el “pequeño número de personas” que las realizan
estén provocando un “daño terrible” a los “3.5 millones de habitantes
que tiene Guerrero, 150 mil empresas y 800 mil familias. No hay
proporción”.
Y concluyó, de acuerdo con los medios de comunicación:
“Para mí, (los estudiantes) están muertos, porque si encontraron los
restos de ADN de uno de ellos en el basurero, es por lógica que, si
desaparecieron 43 juntos, la conclusión final es que los otros 42 están
ahí también (…) Esperemos que con la aparición de otro muchacho, otros
dos o tres, pudiéramos concluir para cerrar esa página”.
Más allá de los sentimientos de ira que generan sus
expresiones, éstas muestran los dobles discursos y las auténticas
preocupaciones de un sector de los empresarios mexicanos: promueven la
cultura de la legalidad y reclaman la vigencia del estado de derecho
mientras no toquen sus intereses particulares, y están dispuestos a
sumarse a las marchas contra la inseguridad cuando afecta a las familias
de sus agremiados si tales manifestaciones no perjudican sus negocios o
rendimientos económicos.
Ante la desbordada indignación de la ciudadanía, que sin
duda trastorna la vida cotidiana, afecta el clima de negocios y muestra
la ingobernabilidad, las voces de los beneficiarios del statu quo se
unen para tratar de “cerrar esa página”, sin importar que ello implique
tolerar los atropellos y abusos de autoridad de los cuerpos armados
mexicanos, aceptar la corrupción del presidente de la República y los
más altos funcionarios gubernamentales, permitir la violación de los
derechos humanos, el incremento de la incidencia delictiva y la
creciente inseguridad; en síntesis, decretar la inexistencia del estado
de derecho en beneficio de una minoría poderosa política y/o
económicamente.
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