El anuncio de un nuevo pacto por la seguridad al que ha convocado el presidente Enrique Peña Nieto ha sido recibido con justificado escepticismo por la sociedad mexicana, tan harta de discursos y puestas en escena como ayuna de resultados en materia de seguridad, corrupción e impunidad. No existe congruencia ni solidez en la propuesta presidencial, que ha sido contradicha con hechos, declaraciones y omisiones a lo largo de este gobierno. Por tanto, carece de sustento y credibilidad. El telón del teatro político ha caído de manera estrepitosa.
La realidad ha rebasado a la publicidad y al proyecto del gobierno. No basta con “mover a México”: es imperativo cambiar a México. La pintura color de rosa de una nación idílica y próspera ha sido borrada dramáticamente por el rojo escarlata de la sangre criminal y el negro de los cadáveres calcinados encontrados en fosas clandestinas. El espejo de Tlatlaya y Ayotzinapa se ha impuesto sobre la autocomplacencia oficial. Queda demostrado que gobernar no es sólo comunicar, como lo presumían los estrategas peñanietistas. El optimismo banal ha sido arrasado por el horror.
Urge un cambio verdadero, de fondo. La fórmula de “mover a México” a través de reformas estructurales logradas mediante acuerdos y complicidades en el marco del Pacto por México, publicitadas como panacea, ha resultado insuficiente. Sin duda es urgente estimular el desarrollo nacional, y algunas de las reformas legales aprobadas podrían propiciarlo, aunque aún están pendientes su implementación y resultados. Las modificaciones legales a favor del desarrollo nacional se quiebran frente al ocultamiento y la ineficacia prevalecientes ante la violencia, la corrupción, la impunidad y la ingobernabilidad que asuelan al país.
El problema de fondo es de orden ético y político; tiene que ver con la moral pública, con la forma de concebir y practicar el arte de gobernar. La crisis actual de México deriva de la corrupción de la política, surgida de una mentalidad creada por el PRI y adoptada por todos los partidos, que deforma la responsabilidad gubernamental convirtiéndola en un medio para servirse a sí mismos –con la cuchara grande y con total impunidad–, no para servir al interés general.
La emergencia nacional que enfrentamos es consecuencia del maridaje que ha dado origen al autoritarismo mexicano de ayer y de hoy: la atroz mezcla de simulación y corrupción. La máscara y el botín. Esa perniciosa combinación anula o pervierte el efecto positivo que debieran tener las múltiples reformas políticas, así como las leyes e instituciones que soportan nuestra defectuosa pluralidad democrática. Es preciso que los reformadores se reformen a sí mismos.
La corrupción no se limita al peculado, pues lo corroe todo: propicia la descomposición progresiva del Estado, que no sólo ha sido socavado por la codicia del poder, sino también por la penetración paulatina –al parecer irreversible– del crimen organizado que le ha extirpado su razón de ser fundamental: garantizar la seguridad de los ciudadanos. Además de haber perdido el monopolio de la violencia legítima, el Estado mexicano ha abandonado su responsabilidad esencial de gobernar con honestidad y eficacia.
Por ello es impostergable acometer un cambio de fondo, no cosmético o mediático. Ello implica modificaciones legales e institucionales, pero también, y sobre todo, un cambio de actitudes, una transformación profunda de la mentalidad autoritaria cimentada en la tríada simulación, corrupción e impunidad. Tan urgente es impedir el ascenso al poder de políticos coludidos con el crimen organizado como la propagación de camarillas de corrupción y redes de complicidad inmunes e impunes que operan en todos los ámbitos y niveles de la estructura gubernamental, así como en todos los partidos políticos.
El único camino posible para salir del pantano putrefacto en que se hunde el país es alcanzar un verdadero estado de derecho, no en el papel o en los discursos, sino con acciones. De lo contrario, el país podría desembocar en un narco-Estado o en un Estado fallido (¿ya lo somos?). El dilema es real, no retórico: o estado de derecho o estado de desecho, como bien lo dijo Catón. Es ineludible corregir el rumbo con hechos y resultados palpables capaces de convencer a una sociedad que se siente abandonada por sus gobernantes y parece haber llegado al límite de su paciencia.
No olvidemos que la Primavera Árabe se desató en diciembre de 2010 por la inmolación de un joven en Túnez en un contexto de corrupción y crisis socioeconómica, lo que desencadenó una ola de manifestaciones que terminaron por derrocar al gobierno autocrático de Ben Alí. Causas similares produjeron el derrocamiento de Hosni Mubarak, en Egipto, y de Muamar Gadafi, en Libia. En México tenemos una democracia contrahecha, no gobiernos autocráticos, pero aquí los asesinatos, los secuestros, la desaparición y la incineración de personas son cotidianos y las muertes por la violencia superan las 100 mil en los últimos ocho años. Si bien indeseables, no pueden descartarse efectos similares a los de la Primavera Árabe. ¿Qué tan resistente es el neoautoritarismo mexicano?
En su libro más reciente, Orden político y decadencia política (2014), Francis Fukuyama sostiene que en los Estados neopatrimonialistas los líderes políticos adoptan las formas exteriores de los Estados modernos –sistemas legales, elecciones y burocracia funcional–, pero en realidad gobiernan para satisfacer sus propios intereses y los de sus allegados o socios. “Ese patrón de comportamiento lo encontramos en países como Nigeria, México o Indonesia”, afirma el politólogo estadunidense.
Esta simulación corrupta es la que urge transformar mediante el imperio de la ley, propio de un auténtico estado de derecho y requisito indispensable de la verdadera democracia.
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