Enrique Peña Nieto debe estar feliz.
Una tras otra han sido aprobadas sus reformas. Su aplanadora mediático-legislativa se impuso. Hoy él y el PRI saben que han fincado, de nuevo, los cimientos para perpetuarse en el poder.
Incapaces fueron los movimientos de oposición de poner un alto al régimen. Para comunicar los alcances de estas reformas, para extender el sentido de alerta, la indignación ante el atraco entre la población.
Incapaces las ciudadanas y ciudadanos sin partido de movilizarse, de forma contundente, para evitar, para siquiera hacer más difícil, esta serie de “victorias” consecutivas del gobierno federal.
Y todo esto sucedió, además, al cabo de un primer año plagado de fracasos de Peña Nieto y su administración.
Un año de promesas incumplidas y mentiras.
Un año en el que Peña Nieto fue incapaz de poner en práctica su “nueva estrategia” de seguridad limitándose a ordenar a los medios, mientras el número de asesinados sigue creciendo y en muchos estados continúan los levantones y masacres, guardar, como cómplices, un ominoso silencio.
Un año con cero crecimiento económico, subejercicio histórico del gasto público y una alarmante y creciente cifra de desempleo.
Un año de gasolinazos y alza de precios, en el que los pobres han sido duramente golpeados y la clase media ha comenzado a desaparecer.
Un año de fallarle incluso a aquellos que votaron por él.
Y aun así, a pesar de sus fracasos, de la evidente incapacidad de su gobierno para garantizar la paz y la seguridad en el país, de generar bienestar para la mayoría, de aliviar los sufrimientos de millones, Peña Nieto impuso sus reformas.
¿Qué pasó? ¿Qué nos pasó?
Habría que reconocer, antes que nada, que la victoria más significativa y más largamente trabajada de este régimen, es el haber “domesticado” a gran parte de la población.
Más que adormecidos frente a la TV, amaestrados por el bombardeo incesante de la propaganda gubernamental, millones de mexicanas y mexicanos, son víctimas de un coma inducido.
Inermes no sólo toleran los abusos del poder sino que, en todos los órdenes de la vida, los replican.
No sólo comulgan con las ruedas de molino que el régimen les vende sino que se vuelven activos propagandistas de las mismas.
No sólo no se rebelan contra la impunidad y la corrupción sino que de ellas se benefician y las transforman, trágica paradoja, en “valores” que rigen su convivencia con los demás, su relación con el poder.
Desmemoriados soportan que los mismos de siempre los humillen, les mientan, los roben, los opriman. Conformidad ante el abuso y resignación ante el agravio son, en esta patria herida, virtudes teologales.
Por eso apoyan al que les falla, celebran al que les miente, abren la puerta de su casa a quien les roba. Héroes se vuelven los pillos como Raúl Salinas que logra que lo exoneren y le devuelvan el botín. Personajes de comedia aquellos que, como Vicente Fox, han traicionado a este país.
Pensar en que, algún día, la justicia alcance a los corruptos no sólo les parece a muchos inconcebible sino, incluso, indeseable. Mal anda este país. Mal andamos todas y todos. La violencia, el miedo, la ignorancia, nos han marcado.
Y no hemos sabido, no hemos podido, quienes nos sentimos libres, despiertos, vivos. A quienes nos indigna la mentira y el saqueo.
A quienes no toleramos la impunidad y la corrupción del régimen y no las concebimos como un destino manifiesto e ineludible.
Los que no nos resignamos a no tener paz, a no tener justicia.
No hemos sabido, no hemos podido, digo, organizarnos, articular un discurso eficaz, producir las ideas que despierten, que contagien de vida a esos millones de mexicanas y mexicanos hoy víctimas del coma inducido por el régimen.
También nosotros, es preciso reconocerlo, caemos con demasiada frecuencia en las trampas que el régimen nos tiende. A su imagen y semejanza nos moldea y tanto que, sin darnos cuenta, asumimos sus usos y costumbres.
No todo está perdido sin embargo. No si somos capaces de ser brutalmente autocríticos. Si somos audaces e imaginativos. Si primero y antes que nada nos liberamos de las ataduras que el régimen nos ha impuesto.
Las “victorias” de Peña Nieto pueden cambiar de signo y el régimen, que en ellas descansa y en ellas cifra su futuro, venirse abajo. De nosotros depende.
¿Le damos el empujón que necesita para derrumbarse?
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