L
a élite del poder nacional siente propicio el ambiente para coronar sus compulsiones entreguistas, ansias que ya les son intolerables: abrir el sector energético al capital privado. Siempre, al llegar a este punto de la narrativa oficial se suprime predicarle a la entrega hacerlo al
capital externo, sin duda, su real alternativa y propósito. Hay que acometer la tarea sin prejuicios, sin tabúes decrépitos, afirman, ahítos de responsable valentía, los a sí mismos calificados como modernizadores: una caterva de adalides del PAN y el PRI, cobijados por refulgentes asociaciones empresariales y una pléyade de difusores adjuntos. Todo apunta a una tentativa adicional, que ya sienten madura, para darle vuelta a la misma tuerca de siempre. Y, como siempre también, las voraces fauces de poderes centrales asoman sus cargadas talegas detrás de toda esta baraúnda local en pos de amplias concesiones petroleras.
La línea argumentativa del oficialismo es repetitiva hasta el agotamiento verbal. Las premisas caen una sobre otra sin concierto ni prueba alguna de sus prometidos efectos derivados. Son como cartas marcadas de una misma baraja fantasiosa que es mostrada con fingida agilidad escénica. Desplantes, con fachada de tesis inmejorables, aplicables a un sector económico cualquiera. El desempolvado catálogo ya ha sido empleado para privatizar primero y extranjerizar después el grueso de la banca. Y algo parecido sucedió con los ferrocarriles, las mineras y demás. Pero la banca es caso señero aunque, a la distancia, resultó de nula contribución a los intereses nacionales. Pero, eso sí, tales empresas se han convertido en extremadamente redituables para sus matrices de origen. En la contracara, las esperanzas de miles de sus empleados quedaron estacionadas en una precariedad cierta.
Los principios que vuelven a esgrimirse sin demostración empírica se presentan como si fueran verdades reveladas que no necesitan soportes de realidad. Empieza el oficialismo diciendo que se trata de alentar la competencia para mejorar eficiencia; es decir, buenos precios y calidad creciente de productos y servicios. ¿Dónde y cuándo se ha oído esa cantaleta, en los teléfonos acaso? No se venderá ni un solo clavo de Pemex, alegan con donaire de mercadólogos versados. Y para empezar la tentativa se
desincorporaparte de la refinería de Pajaritos en una operación tan opaca que requiere ir hasta el extranjero. Ninguna empresa puede hacerse cargo (lo extienden al mundo) de la totalidad de las operaciones petroleras. Se olvidan de Total, la francesa trasnacional integrada como pocas. El petróleo será, como lo asegura la Constitución, propiedad de la nación. Pero luego se reconoce que los inversionistas requieren registrar (en sus balances y en las bolsas de valores) como propias las reservas bajo contrato. Las inversiones son gigantescas y no se tienen los recursos para hacerles frente, continúan asegurando. No mencionan, por ejemplo, los ingresos de Pemex por cerca de un billón anual o sus enormes aportaciones al fisco. El cierre final de la andanada oficialista es soñado: la apertura detonará el crecimiento económico tan deseado y se convertirá la industria energética en el motor del desarrollo. Como si antes, en ese pretérito perdido donde Pemex fue en efecto detonador sin privatización alguna no existió nunca. El viejo modelo (priísta) recaudador será ahora empleado para crecer, M. F. Beltrones dixit. Una sentencia lapidaria, brillante, de estadista.
De la misma manera en que la élite del poder se sintió segura al lanzar su hoy atascada y hasta vilipendiada reforma educativa, los idus que ahora soplan le presagian tiempos propicios para su nuevo arranque entreguista. Para iniciar la epopeya la claque del PAN se lanzó, llena de enjundia reformadora, hasta el mero fondo. Todo quedará a merced del mercado, de la competencia, de aquellos que tengan los recursos para entrarle al negocio. Los sentimientos, estos sí de la nación (70 por ciento de los mexicanos se oponen) poco les importan: la calle no cuenta, concluyen orondos. El gran fracaso de sus gobiernos en la gestión del bienestar de los mexicanos no les intimida en lo mínimo. ¿Qué hicieron con los 8 billones de pesos recaudados en sus sexenios por la venta de crudo? No cabe duda que los panistas son personajes por completo desenchufados del drama nacional, allá ellos. Su triste lugar en esta historia lo cavan con ahínco.
La lógica de negocios que envuelve a Pemex y a la CFE es, por demás perversa. Requieren, ambas, completa reparación de urgencia. Pero la privatización no es la ruta adecuada. Se debe partir de reconocer, primero, que la operación, tal y como se observa en el estado de resultados de Pemex a la altura de la utilidad operativa, es de lo mejor que se puede encontrar en empresas de este tipo. Y esto que, a pesar de las enormes fugas mediante el sindicato y el funcionariado corrupto (que son abarcantes) los resultados operativos son aceptables. Vienen luego los castigos de Hacienda y ahí empieza el decaimiento y las incapacidades de la empresa. No es pensable exigir rendimientos, inversiones y utilidades finales con tan pesada carga. Ninguna empresa del mundo lograría buen desempeño con tal régimen fiscal expoliador. Exxon, la petrolera más redituable del mundo, paga, sin bien le va a la hacienda de EU, 5 por ciento de impuestos sobre utilidades. Exxon y Chevron, las dos más grandes de EU (por producción de crudo), no tienen, por ahora al menos y según declaran, el flujo de recursos adicionales para invertir en otras aventuras. Una vez que se han firmado los contratos de riesgo la renta petrolera quedará repartida en proporciones, si mucho, igualitarias entre los firmantes. Dichos contratos, además de crear derechos, quedarán sujetos al litigio en tribunales externos, siempre favorables a las trasnacionales. Además, el costo de rescatar reservas (soberanía) sería impagable en tales condiciones.
Tal parece que, los priístas, ya se espantaron del arrojo panista. Una cosa es servir como alfiles y otra muy distinta, provocar a la plebe. Las prisas actuales del oficialismo se explican ante la desorganizada oposición real. Pero las mareas cambian de manera tan insólita como inesperada.
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