WikiLeaks ha desatado, sin duda, el más importante de los procesos de transparencia global que hemos vivido en los últimos años. Es difícil encontrar un paralelo sólo en la cantidad y calidad de información revelada sobre el ejercicio y las relaciones de poder entre gobiernos de todo el planeta.
Al tener como origen y fuente diferentes archivos del gobierno de Estados Unidos (diplomacia, aparatos de inteligencia, etcétera), la información que se ha filtrado desde 2007 ha alcanzado a todos los países, y México no ha sido la excepción.
Hace unos días, WikiLeaks lanzó una segunda temporada de revelación de cables diplomáticos, exponiendo en esta ocasión uno de los periodos más complejos de la historia reciente de México: 1973-1976. Los tres últimos años del gobierno de Luis Echeverría Álvarez. Años
de la Guerra Fría en el mundo y de la Guerra Sucia en América Latina. Varias y variadas han sido las lecturas dadas a estos cables.
Aunque fragmentadamente, las comunicaciones diplomáticas reabren temas como la ofensiva del gobierno contra los “subversivos”, por lo tanto, enemigos del Estado (guerrillas urbana y rural); y han recordado los días en que las organizaciones guerrilleras recurrieron al secuestro de diplomáticos extranjeros y de políticos mexicanos.
Otro de los temas que WikiLeaks ha colocado de nuevo en la agenda pública es el de las relaciones entre prensa y poder en México durante esos años.
En una colaboración para El País (14 de abril de 2013), escribí que era muy probable que los cables de WikiLeaks pudieran asombrarnos en los próximos días con informaciones que fueran más allá de lo ya conocido en México.
Una de esas revelaciones es precisamente de la que de las piezas en que la historia nos deja ver entre sus rendijas algo más que destellos. Piezas que develan historias hasta el momento desconocidas sobre el origen de la presencia y las operaciones de la DEA en nuestro país.
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No hay duda de que los cables de WikiLeaks suscitan un grado relevante de interés, sobre todo si partimos de la nada favorable tesis para la investigación periodística de que todo lo generado por los órganos de inteligencia y del gobierno de Estados Unidos es siempre secreto y, por tanto, siempre importante.
Sin ánimo de descalificar la información de WikiLeaks, lo que hasta ahora se ha revelado en esta segunda temporada —en particular de temas específicos como la relación prensa y poder— es poco o nada comparado con lo que desde hace años se puede consultar en los archivos mexicanos, tanto de la Secretaría de Gobernación como de los dos principales aparatos de inteligencia: la Dirección de Investigaciones Políticas y Sociales (DIPS) y la Dirección Federal de Seguridad (DFS).
De los dos cuerpos de inteligencia mexicanos, la DFS sería la encargada del trabajo más fino y, al mismo tiempo, más sucio. Dos de sus directores, Fernando Gutiérrez Barrios y Miguel Nazar Haro, dejaron sembradas cientos de historias de miedo. A su cuenta personal hay que anotar gran parte de los más de 500 desaparecidos de esa época.
De ese trabajo de inteligencia y de espionaje político de la DFS quedaron miles de expedientes. Frente a ellos, los cables de WikiLeaks aportan poco sustancial.
Los ejemplos sobran. Uno de ellos, que ha recibido atención desigual de los medios nacionales, es la relación prensa y poder en el México de esos años.
Dice uno de los cables (1976MEXICO06463_b) que casi al final de su gobierno, el presidente Luis Echeverría se interesó en adquirir la cadena de periódicos de El Sol de México e incluso El Universal, así como canales de televisión para mantener su poder en el siguiente sexenio, el de su sucesor José López Portillo.
Otros más dan cuenta de la “difícil” y ampliamente documentada relación entre el periódicoExcélsior, dirigido entonces por Julio Scherer, y Luis Echeverría. Si bien es cierto que Scherer fue presionado por el poder, también es cierto que pocos, muy pocos periodistas como él pueden presumir (sus libros son la mejor prueba) de haber estado tan cerca del presidente Echeverría y de los hombres del poder político y económico de esa época. No fue el único, por supuesto.
El asunto es que en los cables de WikiLeaks hasta ahora difundidos prevalece la idea de que el gobierno presionaba y controlaba de malas maneras a los medios y a los periodistas de esa época. Si nos asomamos un poco a lo que se lee en los archivos mexicanos, esa tesis no se sostiene del todo.
Lo que mencionan los cables de WikiLeaks es, precisamente, la parte de la historia que a los mismos medios y a muchos periodistas les conviene mostrar: la de víctimas de una tiranía que asfixiaba a la libertad de expresión. Nada más falso que eso. La historia de esa relación no fue solamente de victimarios y víctimas. No en esa lógica.
En La otra guerra secreta. Los archivos prohibidos de la prensa y el poder (Debate, 2007) se documenta a detalle lo que difícilmente aparecerá en los mismos archivos del gobierno estadunidense y por tanto de WikiLeaks: la cercana y conveniente relación entre prensa y poder en esos años. Las reuniones privadas, los acuerdos con el secretario de Gobernación, la connivencia a la que se llegó en busca de un objetivo: seguir siendo también un gran poder. El cuarto poder.
Es cierto, el poder presionaba, apretaba, pero las más de las veces no fue necesario usar los recursos de presión. Lo que se dio fue una legitimidad en doble sentido: los medios legitimaban al poder y éste a los medios.
Ambos, medios y gobierno, confiaban en que su poder no tendría fin y que, además, nadie se atrevería a guardar las huellas de esa relación: pagos, acuerdos, pactos, favores, obsequios, las sutiles y abiertas formas de colaboracionismo de periodistas con el poder, etcétera.
Por ejemplo, en un memorando de julio de 1969 la sociedad de editores había acordado por unanimidad, y así lo informaban al gobierno, un “pacto de honor” para que sus medios no aceptaran publicar escritos que afectaran el “buen nombre de otros socios y que por su índole se refieran a asuntos de orden privado e interno de las empresas… el punto fue abordado con motivo de ciertas publicaciones pagadas que recientemente se han venido haciendo y que afectan a nuestro socio Excélsior, puesto que aluden a cuestiones internas y de índole privada que prevalece entre dicha editorial y otras personas”. El documento es más amplio y descansa entre las miles de cajas de la Galería 2 del Archivo General de la Nación.
Así como éste, miles de folios yacen en los archivos mexicanos y dan cuenta del nivel de silencio que los medios asumieron frente a muchos problemas nacionales. En ellos hay una constatación plena de la autocensura que adoptaban sin queja, del retiro de programas de radio y televisión que incomodaban al poder.
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Desde hace unos años temas como el poder presidencial, el Ejército Mexicano, los empresarios e incluso la Virgen de Guadalupe, dejaron de ser intocables, no así los medios de comunicación. Encargados de registrar y contar la historia, la mayoría de los medios ha eludido realizar una revisión crítica de sí mismos y, por tanto, de sus propias responsabilidades en ese periodo de la historia, que WikiLeaks trae nuevamente a cuento.
Sigue siendo preferible la mitificación y el martirio.
El papel de víctimas del poder absoluto. La nueva temporada de la serie WikiLeaks, en lo que a medios en México se refiere, ha venido a reforzar la fórmula que nunca falla de culpar de todo al poder político y evadir el pasado. Una coartada perfecta para evadir la corresponsabilidad: el poder lo podía todo y lo hacía todo.
WikiLeaks es sin duda el fenómeno más importante en cuanto a procesos de transparencia global, pero en el caso de México los medios nos quedamos deslumbrados con esa información, sin dar importancia a lo que, a diferencia de otros países, sí existe en México: nuestros propios archivos de esa época, abiertos al público desde 2002.
Ahí continuarán, en el Archivo General de la Nación, miles de historias por contarse, aunque para muchos medios seguirá siendo más fácil esperar la próxima temporada de WikiLeaks.
La memoria es incómoda.
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