lunes, 21 de noviembre de 2011

Las letras envenenadas de Letras Libres



 
Luis Hernández Navarro
En marzo de 2004, Letras Libres publicó un artículo de su subdirector Fernando García Ramírez titulado “Cómplices del terror”, en el que acusa a La Jornada de ser colaboradora de ETA. No brinda una sola prueba de ello. Su único argumento es que el diario tiene un convenio con el periódico Gara.

Según Letras Libres, Gara, que se publica en Euskadi, está “al servicio de un grupo de asesinos hipernacionalistas”. Otra calumnia. Si lo fuera no se habría publicado legalmente desde 1999.

El libelo de García Ramírez fue parte de una campaña trasnacional difamatoria contra el nacionalismo independentista vasco orquestada por el gobierno español. La relación entre la revista dirigida por Enrique Krauze y la derecha española y sus causas es estrecha. La publicación comenzó a distribuirse en España en 2001, en el momento de mayor fortuna de la administración de José María Aznar. Es parte de la Asociación de Revistas Culturales y cuenta, a pesar de su limitado tiraje y su poca influencia, con la red de apoyo institucional que se brinda a las publicaciones culturales de ese país.

La ofensiva en contra de la izquierda abertzale fue orquestada por José María Aznar, aprovechando la fantasiosa cruzada antiterrorista del presidente estadunidense George W. Bush. El mandatario español encontró en su adhesión beligerante a la guerra contra el terror de Washington una conveniente coartada para su guerra interna contra el nacionalismo vasco.

En su obra Julio César, William Shakespeare resume la dinámica que permite desencadenar la dinámica militarista en la frase: “Grita: ‘¡Devastación!’ y suelta los perros de la guerra”. En 2001, a raíz del ataque a las Torres Gemelas de Nueva York, los medios de comunicación amplificaron ese grito para justificar las invasiones a Afganistán e Irak, preparar el fallido golpe de Estado contra Hugo Chávez en Venezuela de 2002 y despertar los demonios de la fobia antivasca. La verdad fue una baja colateral más de su aventura guerrerista.

Montada en esa ola, la clase política española pretendió, en su país, en México y en América Latina, asociar al movimiento etarra con cualquier persona o medio de comunicación que no aceptara limitar a ciegas las satanizaciones absolutas de los nacionalismos vascos, o que cuestionara o se opusiera a los atropellos y violaciones a los derechos humanos cometidos por el Estado español con el pretexto de combatir a ETA.

La campaña tuvo gran eco dentro de México. Deseoso de agradar a sus pares españoles, el gobierno mexicano se alineó con el de Madrid en su guerra contra los vascos, en abierta claudicación de la soberanía nacional. Emparentado ideológicamente con el Partido Popular y en papel de cancerbero de los intereses de los grandes inversionistas peninsulares, el presidente Vicente Fox liquidó el derecho de asilo, violentó el estado de derecho al eludir, por la vía de las deportaciones, los debidos juicios de extradición, y permitió la presencia en nuestro país de agentes del Estado español, en la persecución contra ciudadanos vascos acusados de ser terroristas.

Fiel a su declaración de principios, La Jornada defendió la soberanía nacional y el derecho de asilo, gravemente violentado por la decisión de las autoridades mexicanas de convertirse en agente policiaco de España en la solicitud de sus problemas domésticos. Alineados con la ofensiva madrileña, diversos medios de comunicación criticaron al periódico y a sus funcionarios. Pero pocos fueron tan lejos como Letras Libres. Sin el menor respeto hacia la verdad y sin poder demostrar una sola de sus calumnias, la revista de Enrique Krauze publicó “Cómplices del terror”.
Para su desgracia, la ofensiva antivasca de Madrid tuvo un serio descalabro a partir del atentado de Atocha. El 11 de marzo de 2004, unos pocos días después de aparecido el libelo de García Ramírez contra La Jornada, terroristas islámicos asesinaron a cientos de madrileños en represalia por la participación del régimen de Aznar en la invasión contra Irak. Cínicamente, sin prueba alguna, horas después de la masacre, el mandatario llamó personalmente a los directores de los principales periódicos nacionales para transmitirles su absoluto convencimiento de que ETA era la autora de la matanza. La mayoría de los medios de comunicación de ese país aceptaron la versión oficial, aunque después tuvieron que recular. La inmoral maniobra para tratar de engañar a la opinión pública le costó el poder al Partido Popular.

La Jornada nunca avaló ni justificó las acciones criminales de ETA; por el contrario, las criticó reiteradamente en gran cantidad de editoriales. Un ejemplo entre muchos: en “La sonrisa de Aznar”, publicado el 22 de noviembre de 2001, se dice: “La violencia de ETA es, sin duda, indefendible. Ninguna causa social, ningún nacionalismo, puede justificar el asesinato de civiles inermes –sea cual fuere su filiación partidaria o sus funciones– ni las acciones terroristas que afectan, indiscriminadamente, a la población. Nada ha hecho más daño a la causa de la soberanía vasca que el derramamiento estúpido de sangre por parte de ETA”.

El periódico sostuvo, sí, que dentro del País Vasco existían una serie de expresiones nacionalistas e independentistas que debían ser escuchadas y respetadas. Asimismo, alertó sobre los severos atentados a los derechos humanos y a las libertades de expresión perpetrados por el Estado español, en su afán por resolver el conflicto por la vía exclusivamente policial.

La posición de La Jornada fue similar a la de Amnistía Internacional, que expresó su preocupación por “la persistencia de denuncias de tortura y malos tratos formuladas por personas sospechosas de haber cometido algún delito y a las que se ha recluido en régimen de incomunicación, la continuada impunidad de hecho relacionada con los procesos judiciales vinculados a violaciones de derechos humanos y la dispersión de presos a lugares alejados de sus hogares”.

Letras Libres nunca pudo probar las letras envenenadas que lanzó contra La Jornada. Quien acusa tiene la obligación de demostrar sus dichos. No lo hizo. Su subdirector mintió, falsificó los hechos, calumnió al diario y le imputó un crimen. Justificar su comportamiento en nombre de la libertad de expresión es una aberración.

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