Rolando Cordera Campos
En los años setenta del siglo veinte, México enfrentó severos problemas económicos y financieros que pusieron en jaque la virtuosa combinación de crecimiento con estabilidad que gozó el país por más de tres lustros. El célebre desarrollo estabilizador” de los años sesenta fue cuestionado al final de esa década, cuando irrumpió la protesta estudiantil en la ciudad de México y pronto se desparramó a otras ciudades y capas sociales. Más que desde la economía fue desde la política que empezaron a hacerse preguntas impertinentes.
La política de aquella estrategia, basada en la capacidad estatal de cooptar y pegar a la disidencia mientras se producían cada vez más bienes públicos urbanos y el empleo propiciaba el avance de un mercado interno más robusto, hubo de contar a partir de entonces con la emergencia de un reclamo social y democrático que en poco tiempo se extendió de las capas medias agredidas criminalmente por el gobierno en 1968 a los grupos de oposición en los sindicatos. Nuevas capas laborales surgidas del propio cambio económico vieron en la insurgencia sindical que encabezaran Rafael Galván y sus electricistas democráticos un rumbo para combinar libertades políticas elementales con un ejercicio consistente de los derechos sociales, en gran medida conculcados por la cerrazón burocrático-financiera del Estado y directamente por la costra del charrismo sindical, mal acostumbrada a cobrar caro su amor al presidencialismo pero del todo carente de destrezas para lidiar con la oleada de exigencias y críticas que emanaban desde el mundo laboral organizado de entonces.
Se trataba de una sumatoria que no podía absorberse sólo con expansión económica la cual, por lo demás, como sucedía con el resto del mundo, había entrado en una ruta de inestabilidad, relativo estancamiento e inflación. El petróleo surtió efectos casi milagrosos pero duró poco y lo que se impuso fue una cada vez más abierta disputa por el poder y por definir el rumbo nacional sin que las elites contaran con cartas de navegación seguras. Mala y culpable memoria y, para terminar, pura desmesura.
En medio, al calor de las agresivas crisis de los ochenta, vino el cambio por el cambio para cambiar. Hasta que la alternancia y su secuela de tontería y desperdicio nos hicieron ver que lo que no había era sentido de la historia o del futuro, sólo presente continuo y, como ocurre hoy, desgaste imparable de la vida, las instituciones y los derechos y libertades conquistados en aquellos años.
Fracturado hasta el abuso el tiempo histórico, como lo consigna el filósofo Guillermo Hurtado y hubimos de vivirlo todos el año pasado, el país ha iniciado una suerte de vida sin patria que hace de las fiestas celebraciones vacías y de los discursos empeños fútiles. En sus congregaciones, los grupos políticos prefieren olvidar por un rato la quiebra de su capacidad dirigente, pero al salir de Palacio o del Alcázar, al cruzar el Zócalo o entrar por un momento a San Lázaro, el enjambre de despropósitos y rutinas sin destino se impone y el emperador colectivo que nos legó la democracia se presenta desnudo, una “nada rodeada de palabras” como el gran pintor Chávez Morado describiera a Vicente Fox sin tal vez saber lo que seguía.
La apuesta de la supuesta clase que dice encargarse del poder es al relevo constitucional. Y, con ella, no son pocos los que albergan tal esperanza. Lo que no aciertan a ver ni arriesgan a decirnos es cómo puede darse una sucesión a partir y en medio de una fractura constitucional como la que el país vive desde hace años.
Como lo ha dicho y redicho el constitucionalista Diego Valadés, no es sólo el gobierno lo que está en juego sino la forma de ejercerlo. Es esta última la que tiene que asumirse ya, ahora mismo, como la gran falla que determina todo o casi todo lo demás, de la economía destartalada a la política de carpa cuyos oficiantes mayores todavía se atreven a engolar la voz y entonar el Himno.
Un año más sin patria y con la matria (pace Don Luis González) desgarrada por el crimen y la impunidad.
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