Voltaire
Edgar González Ruiz
Voltaire (1694-1778) es el principal símbolo de la lucha contra el fanatismo y la intolerancia clerical.
Ese es su legado histórico, expresado en sus obras literarias.
Su lucha contra la censura y la superstición sigue vigente.
El hombre y su lucha
Hijo de un notario, François Marie Arouet, Voltaire, tuvo una vocación precoz por las letras.
A los doce años escribió su primera tragedia, y cuando su padre le preguntó qué profesión quería seguir, le respondió con gran seguridad: “No quiero ninguna que no sea la de las Letras”
Estudió con los jesuitas, de quienes con el tiempo fue uno de los mayores críticos.
Sus aventuras amorosas, sus críticas al clero y su irreverencia hacia personajes poderosos le costaron persecuciones, golpizas y encarcelamientos a lo largo de su vida.
Luego de una de sus estancias en la prisión de La Bastilla, pasó una temporada en Inglaterra, de donde regresó a París en 1729.
Tradujo los Viajes de Gulliver, de Johnatan Swift, de quien se hizo amigo.
También escribió las Cartas filosóficas (1734) basadas en su experiencia en ese país.
En ellas exponía las doctrinas de diferentes iglesias cristianas-cuáqueros, anglicanos, presbiterianos y otras- en una época en que la Iglesia Católica no aceptaba la libertad de cultos.
El libro fue condenado por el Parlamento a ser quemado “como obra escandalosa, contraria a la religión, a las buenas costumbres y a los respetos debidos a los poderes reinantes”.
Antes, se había enfrentado al clero que le negó la sepultura a Adriana Lecouvrier, una gran actriz a quien Voltaire admiraba, pues en ese tiempo la Iglesia no permitía sepultar a los actores, por considerar “inmoral” esa profesión.
Voltaire escribió unas Memorias, que abarcan más de dos décadas de su vida: de 1733 a 1760, y que se conocieron años después de su muerte.
En ellas se refiere a dos de los principales personajes de su vida: la señora de Chatelet, quien fue su amante y compañera intelectual durante muchos años, así como Federico de Prusia, su amigo y protector, con quien mantuvo una relación de amor-odio.
Compartía con ella el estudio de las teorías de Newton.
Al mismo tiempo, él avanzaba en la composición de sus obras históricas, de las que a lo largo de su vida escribió, entre otras: Ensayo sobre las Costumbres y el Espíritu de las Naciones, monumental compendio de la historia universal, Vida de Carlos XII de Suecia y El siglo de Luis XIV.
Buena amiga de Voltaire fue Madame de Pompadour, amante de Luis XV, a cuya intercesión él atribuye muchos privilegios.
En sus Memorias escribió que “Eso me valió recompensas que nunca llegaron a lograr mis obras ni mis servicios. Fui nombrado historiógrafo de Francia; y el rey me ofreció un caro de gentilhombre ordinario de su cámara. Concluí que, para hacer la más pequeña fortuna, más valía decir cuatro palabras a la amante del rey que escribir cien volúmenes”.
Voltaire sabía muy bien que los reyes y sus cortes suelen apreciar el poder y la belleza mucho más que las letras y la sabiduría.
Corría el año de 1746.
Su musa, madame Chatelet, murió en 1749, y él decidió aceptar una invitación de Federico II de Prusia para trasladarse a su corte.
El monarca le había escrito desde 1738, dos años antes de que subiera al trono.
Voltaire fue recibido majestuosamente en Prusia, pero con el tiempo su relación con el rey se agrió.
Tuvo rencillas con otros intelectuales de la corte y la pareció ingrata la tarea de estar corrigiendo todos los escritos reales.
Se retiró de Prusia en 1753, pero al hacerlo fue detenido, bajo el cargo de mantener en su poder poesías de Federico que este último consideraba de inmenso valor.
Finalmente, logró regresar a Francia, y con los años se reconcilió con su poderoso amigo.
El tomo IX de las Obras de Federico II contiene su correspondencia con Voltaire, del 21 de julio de 1738 al 12 de agosto de 1760.
El tomo VII incluye las poesías que el rey tanto atesoraba, de su propia autoría, y varias de ellas dedicadas a Voltaire, donde llega decir que “este gran hombre vale por sí lo que toda una academia”, y que “de Francia él solo ha hecho la gloria”.
Históricos elogios del monarca al poeta.
En 1755 en Francia una de mejores obras literarias de Voltaire y que le causaría nuevos problemas con el clero.
Se trataba de La Doncella, irreverente y divertida biografía novelada de Juana de Arco.
En 1759, cuando rondaba los 65 años escribió Cándido, su cuento más famoso, dedicado a criticar el optimismo derivado de la filosofía de Leibniz.
En el mismo escrito, su obra más leída actualmente, hacía sátira de los abusos del poder temporal y clerical; por ejemplo, del Santo Oficio y de los aguerridos jesuitas del Paraguay.
La tolerancia
En el siglo XVIII, se entendía la tolerancia religiosa como libertad de cultos.
Es decir, el derecho a practicar cualquier religión.
A ello se oponía el clero total y radicalmente.
Por el contrario, Voltaire hacía notar que “la tolerancia jamás produjo guerras civiles, la intolerancia ha convertido la tierra en una carnicería”.
Al final de su vida, además de escribir varios cuentos, todos ellos de tema filosófico, se dedicó a luchar contra el fanatismo con obras como el Diccionario Filosófico y el Tratado sobre la Tolerancia.
Ya gozaba de un gran prestigio en su país, donde intervino en el debate de casos judiciales como el de Etallondes y Barre.
En Abbeville, una pequeña ciudad francesa, se les había condenado por haber cometido “graves ultrajes contra la religión”, como el de no descubrirse la cabeza ante una procesión, romper un crucifijo, cantar canciones “licenciosas” y hablar mal de Santa María Magdalena.
Denunciados por el Obispo, los jueces del lugar condenaron a Etallondes, de 18 años de edad, a que le cortaran la lengua y la mano derecha, lo cual debía hacerse ante la puerta principal de la iglesia, para luego ser atado y quemado a fuego lento.
Tuvo la fortuna de huir, pero su amigo, Barre, si fue decapitado, el 28 de febrero de 1766, luego de haber apelado inútilmente a los tribunales de la capital.
En 1778 se aclamó en París a Voltaire, quien murió el 30 de mayo a los 84 años.
La herencia de Voltaire
Durante toda su vida, Voltaire defendió en sus escritos la libertad de pensamiento.
Fue un implacable crítico del fanatismo y precursor de la lucha por el estado laico.
Esa es su gran herencia histórica.
Simpatizantes del clero, por convicción o por conveniencia, han tratado de desvirtuarla.
Por ejemplo, alegan que en los últimos momentos de su vida pidió un confesor.
Eso no importa; el valor de su vida radica en la lucidez que siempre mostró, no en un pretendido instante final de flaqueza.
Otros critican aspectos de su vida personal que tampoco tienen nada que ver con su legado: su gusto por los negocios o su cercanía con el poder, por ejemplo.
Voltaire era una persona como cualquier otra, y como tal no era ajeno a la miseria humana, pero sí es incuestionable como símbolo de la lucha contra el poder del clero.
En ese sentido, se asemeja a Benito Juárez, cuya labor fue totalmente política no literaria, pero que como Voltaire, tuvo la claridad, el valor y la tenacidad para emprender esa lucha.
Hay quienes, tendenciosamente, sugieren que las ideas de Voltaire son “anticuadas”, o que enarboló un radicalismo ingenuo, propio del siglo XVIII.
Nada más lejos de la verdad.
En países de América Latina, el clero sigue ejerciendo una tiranía despiadada, en alianza con el poder económico y militar.
Si la Inquisición ya no quema a los herejes ni mutila a los blasfemos, para regocijo del clero se sigue encarcelando a las mujeres que deciden abortar, se niegan los derechos de las minorías sexuales, y en países como Chile el divorcio estuvo prohibido hasta hace unos años.
Hace falta revivir el espíritu de Voltaire.
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