lunes, 14 de junio de 2010

Comercios cerrados, casas descuidadas y despidos, huellas de la debacle en Cananea

Prometen inversiones millonarias, “pero que se las crea su madre”: Sergio Tolano


Los mineros y sus familias sobreviven con la poca ayuda económica que les da el sindicato

Arturo Cano
Enviado
Periódico La Jornada
Lunes 14 de junio de 2010, p. 10
Cananea, Son., 13 de junio. “Este pleito va para tres años”, le dijo un empleado de confianza al minero Miramón hace ya tres años. Con sus hijos ya grandes y algunos ahorros, Miramón ha podido resistir los casi tres años de conflicto mejor que la ciudad donde nació, donde los comercios cerrados, las casas despintadas y las burrerías con dos o tres clientes son la escena cotidiana.

La gente hace su lucha, aunque con pobres resultados. Los comercios que no han cerrado, dice el encargado de una ferretería, han tenido que despedir empleados y van sacando sólo los gastos de operación. Sergio, el dueño de un pequeño restaurante cercano al centro de la ciudad, mandó hacer un par de mantas gigantes con imágenes futboleras para atraer clientes. Pero los jugos de frutas y los burritos se quedan esperando clientes, pese a la promoción de mitad de precio a la hora de los partidos.

Pocos casos como el de Miramón. Dos de sus hijos trabajan en otras ciudades del estado, y el que se quedó aquí tiene la fortuna de trabajar en el Observatorio Astrofísico Guillermo Haro, “como asistente de los astrónomos”.

Las cuentas por pagar se han acumulado en los hogares de los mineros. La empresa dejó de pagar el servicio de gas doméstico entubado, y ahora los mineros compran tanques. Un acuerdo extraordinario les permitió pagar las abultadas cuentas de servicio eléctrico. “A mí me pagaron 13 mil”, dice uno de los trabajadores, luego de revisar la lista de “comisiones y guardias” que todos los días pegan los dirigentes en las puertas de la sede de la sección 65 del sindicato.

Santiago Olmos, capacitador en el área de topografía, dice que desde el inicio del conflicto el sindicato les ha pagado, casi sin fallo, mil 100 pesos a la semana. “También nos dan una ayuda para gasolina y en diciembre nos dieron 3 mil pesos para las fiestas.”

Con todo y la huelga, los mineros siguen manteniendo a Cananea, dice el minero Carlos Navarrete, quien ofrece un aventón y luego desiste, “porque no traigo gasolina”. “Todo el dinero que recibimos se queda aquí, así que seguimos siendo el sostén de Cananea. ¿O a poco con mil pesos nos vamos a ir de compras al otro lado?”

Los autos traqueteados y las ropas zurcidas de los mineros son fieles testigos de sus tres años sin más ingresos que el fondo de resistencia sindical.

Vivir de los coyotes y la ayuda

Por el momento, los coyotes y los coyoteados se han esfumado, pues los hoteles locales son ahora ocupados casi por entero por policías estatales y federales. Punto intermedio del corredor migratorio que va de Hermosillo a Naco –uno de los dos que pasan por la capital sonorense, pues el otro se completa en Altar y Sásabe–, Cananea es uno de los destinos donde los polleros preparan a los pollos para la parte más difícil del viaje, el cruce por el desierto. Según algunas estimaciones, 40 por ciento de los migrantes eligen el desierto de Sonora como ruta en su intento por alcanzar Estados Unidos.

Un taxi a Naco cobra 500 pesos y muchos migrantes viajan también en camión, de contrabando, porque los choferes no les dan boleto y les suelen cobrar más de los 35 pesos de tarifa habitual.
A falta de contratistas o personal de la Minera de Cananea, los hoteluchos han sobrevivido con los coyotes y su “mercancía”, aunque en estos días hayan desaparecido, seguramente para evitar el roce con los policías federales y estatales que abarrotan los hoteles y las tiendas de todos los tamaños.

En las tiendas y los hoteles se ve sólo a los policías estatales, pues existe el compromiso de los federales de no salir de la custodia de la mina. Las camionetas pick up escupen a cada rato agentes de la Policía Estatal Investigadora, que bajan a comprar refrescos, papas y perros calientes, o que esperan comida para llevar en los hoteles donde pernoctan.

Hace ya tres años que se perdieron los 3 mil empleos directos de la mina, todo en una ciudad de apenas 32 mil habitantes.

Al cumplirse dos años de la huelga, en el Senado de la República se aprobó un punto de acuerdo para que la Comisión Federal de Electricidad restableciera el servicio en las casas de los mineros y suspendiera los cortes programados. También tuvieron que echarle la mano al ayuntamiento para que el alumbrado público y los pozos de agua potable volvieran a funcionar.

Los senadores describieron entonces: “El conflicto minero ha sobrepasado por mucho el ámbito jurídico laboral y se ha convertido en una condición de deterioro social que pone en riesgo la salud, la educación y la sobrevivencia no sólo de los trabajadores y sus familias, sino del total de los habitantes del municipio”.

Esa situación ha empeorado. Por eso el alud de promesas de los gobiernos federal y estatal, y de la empresa del Grupo México: inversión por 113 mil millones de pesos, celebró el gobernador Guillermo Padrés al día siguiente de la toma de la mina por las fuerzas federales.

Unas horas después debió corregir, para decir que la inversión será por 58 mil millones, de los que sólo 3 mil millones corresponden a su gobierno y al federal. El gobernador Padrés, de hecho, no había esperado. Pocos días antes de la intervención de la mina, había anunciado una inversión de 11 millones de pesos para reparar y modernizar la escuela secundaria donde él estudió.

El grueso de la inversión, naturalmente, es en la propia mina.

Carreteras de cuatro carriles, créditos a pequeños empresarios, dinero para escuelas y bibliotecas están en la lista de ofertas gubernamentales.

“Esas inversiones que se las crea su madre. Son viejas promesas que el Grupo México nunca ha cumplido”, dice Sergio Tolano, secretario general de la sección 65 del sindicato minero.

Muy lejos quedaron los días en que Santiago Olmos, con 29 años de servicio en la mina, tuvo que dejar sus estudios de derecho en la Universidad de Sonora por una enfermedad de su padre. “La familia decidió que el más chico, que era yo, sería el que dejara la escuela. Y me vine a trabajar a la mina. Se ganaba muy bien. Después de unos pocos años pude juntar 2 millones de pesos, de los de entonces, y me compré una casa.”

Termina la guardia de Santiago, mientras él sigue cavilando: “Mis hijos dicen que ya me retire, pero yo no quiero. Voy a estar hasta que salgamos de ésta, porque voy a dejar la mina como entré, con la frente en alto”.

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