Lorenzo Córdova Vianello
Es curioso ver cómo en días recientes, en medio de la emergencia provocada por la influenza humana, muchos de los tradicionales críticos del Estado ensalzan al poder público, alaban las medidas del aparato de salud estatal y reconocen que la única entidad capaz de enfrentar el problema es, precisamente, el Estado.
El contexto actual de crisis económica, de seguridad, de salud, etcétera, representa una buena oportunidad para repensar el papel que juega el Estado como poder de la sociedad y su relación con ésta. Más luego de décadas en las que, bajo la lógica del neoliberalismo económico, al Estado se le endilgó el papel del villano de la película que, con todas sus reglamentaciones y regulaciones, ponía en riesgo la libertad individual, enarbolándose, en consecuencia, la consigna de reducirlo a su mínima expresión.
Hoy está a la vista lo miope, torpe e ilusorio de esa pretensión. El tradicional objetivo de la sociedad, perseguir el bien común, es posible sólo a través de la preeminencia de lo público sobre lo privado. A fin de cuentas, los particulares, sin reglas ni frenos que sólo puede ponerles el Estado, sólo buscan la consecución de sus intereses privados.
El resultado de la lógica antiestatista está a la vista de todos: sociedades regidas por los privilegios, concentración de poder y riqueza en unas cuantas manos, una desigualdad social que crece exponencialmente en todos lados, la proliferación de mafias, etcétera.
Para entender el papel insustituible y primordial que juega el Estado, basta, como ejemplo, una ojeada a la situación económica para ver lo que ocurre cuando a los particulares se les deja actuar sin controles (en este caso en el mercado): al final prevalecen la voracidad y la irresponsabilidad de los privados. Y es que un privado, a fin de cuentas —y no podría ser de otra manera—, perseguirá, antes que nada, su beneficio personal, no el interés colectivo.
De igual forma, el único modo posible —y realista— para disminuir la brecha de desigualdad que aqueja a nuestras sociedades es una intervención directa y preeminente del Estado (actuando como ente redistribuidor de la riqueza), tal como lo enseña la exitosa experiencia histórica que se dio en ese sentido en las sociedades europeas de la posguerra.
También frente a los casos de grave riesgo para la sociedad, tanto en términos de salud como de seguridad pública, el único ente social capaz de enfrentar exitosamente tanto a epidemias como al crimen organizado es el Estado.
Por otra parte, existen funciones sociales que son eminentemente públicas, como la educación y la salud, en las que el papel de los particulares debería ser, como ocurre también en Europa, exclusivamente secundario y subsidiario.
Es cierto que en el cumplimiento de todas esas tareas el Estado (al menos el Estado democrático de derecho) no puede actuar sin límites y controles; de lo contrario, terminaría por anular la libertad de los gobernados.
Pero esa ha sido, precisamente, la gran obra civilizatoria de la modernidad encarnada en los postulados del constitucionalismo: idear un Estado que estuviera limitado, en primera instancia, por el respeto y la obligación de garantía de los derechos fundamentales (de todos ellos, los civiles y políticos, pero también los económicos y sociales) de los individuos. Pero ello no supone, de ninguna manera, una subordinación del Estado frente a los particulares, sino simple y sencillamente que en su función rectora de la sociedad aquél no anulará ni lesionará los derechos de sus gobernados.
Reivindicar el valor de lo público tiene, finalmente, una razón adicional: sólo el Estado puede protegernos de los abusos que frecuentemente cometen algunos poderes privados (aquellos que Luigi Ferrajoli define como “salvajes”), esos que tanto alaban y edulcoran, por cierto, los críticos del Estado.
Investigador y profesor de la UNAM
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