Luego de 12 días de contingencia sanitaria como consecuencia del brote de influenza A en la capital del país, y una vez que, a decir de las autoridades, se confirmó la tendencia a la baja en los ingresos a los servicios de salud pública a causa de ese padecimiento, el titular de la Secretaría de Salud federal (Ssa), José Ángel Córdova Villalobos, informó el pasado lunes que se reanudarán hoy todas las actividades económicas suspendidas, y que el retorno a clases se dará de forma gradual y escalonada” los próximos 7 y 11 de mayo.
Si la crisis de salud pública no se agrava y continúa su tendencia a disminuir, la población en su conjunto, y especialmente la que habita en la región del valle de México, podrá retomar una “normalidad” que, de cualquier forma, no podrá ser la misma que la que imperaba hasta antes del 23 de abril. Por el contrario, al término de la emergencia sanitaria el país se encontrará con la evidencia de un sistema de salud pública en ruinas como consecuencia de décadas de restricciones presupuestarias, carente, por la misma razón, de laboratorios adecuados y del material necesario para la protección del personal, e incapaz de realizar oportunamente tareas fundamentales de diagnóstico, monitoreo y seguimiento de contagios y de proteger, por ende, a la población de amenazas como la del virus A/H1N1 y de otras que se presentarán en el futuro y que pudieran resultar mucho más devastadoras.
Adicionalmente, debido a las medidas de prevención adoptadas a raíz de la epidemia, pero también en razón de las actitudes histéricas y de acciones de especulación con la emergencia sanitaria (como el cierre de mercados a productos porcinos decretado de manera unilateral por distintos países), los impactos del desastre económico mundial se habrán recrudecido en lo global y, de manera particularmente aguda, en lo nacional. Resultan significativas, al respecto, las estimaciones dadas a conocer ayer por la Secretaría de Hacienda y Crédito Público de que el impacto de la epidemia en México representa entre 0.3 por ciento y 0.5 por ciento del producto interno bruto (PIB), lo que equivale a pérdidas por unos 30 mil millones de pesos. A ello debe sumarse la intemperie económica que los sectores mayoritarios del país han afrontado en los últimos cuatro lustros, como consecuencia de la aplicación en México de las catastróficas recetas del llamado “consenso de Washington”.
Por añadidura, el país habrá de recordar en los días próximos que la crisis de seguridad pública y el déficit de estado de derecho no por haber pasado a un segundo o tercer plano noticioso han desaparecido: la alarmante debilidad del Estado ante la delincuencia organizada sigue presente en la vida nacional, como lo demuestran las 42 ejecuciones que ocurrieron tan sólo el pasado fin de semana, una cifra muy superior a las 26 muertes que, según la propia Ssa, se han producido a escala nacional como consecuencia de la influenza humana. En adición a lo anterior debe considerarse la difícil situación creada en el ámbito internacional por reacciones de intolerancia, discriminación y racismo contra los mexicanos, pero también por la escasa credibilidad externa del actual gobierno y por una estrategia de contención de la epidemia que ha sido vista por propios y extraños como errática, tardía e indolente.
La suma de estas circunstancias hace pensar en la necesidad de una recomposición urgente y de fondo de la vida política e institucional del país a fin de hacer frente a una multiplicidad de problemas que sería todo un desafío incluso para un Estado sólido, sano y firme, dotado de credibilidad y legitimidad plenas, y que se torna mucho más complicada para las instituciones nacionales, afectadas por la falta de representatividad, la corrupción, el descrédito, la insensibilidad y la frivolidad de quienes las encabezan, así como por la persistente fractura nacional creada en el curso del desaseado proceso electoral de 2006, que culminó en unos resultados que, a ojos de un importante sector de la población, carecen de verosimilitud.
El ejercicio gubernamental y la acción partidista y legislativa deben superar lo mucho que tienen de práctica de simulación y empezar a tomar en cuenta al país real, a la población golpeada por la economía, por la propagación de la influenza, por la criminalidad, por la corrupción, por la marginación, por la miseria y, por si hiciera falta, por una oleada de racismo antimexicano en diversas naciones.
En suma, las campañas electorales que acaban de arrancar deben acusar recibo de la multiplicidad de emergencias por las que atraviesa el país –la sanitaria (que aún no acaba de disiparse), la económica, la social, la de seguridad y la política–; dejar de lado la demagogia, la politiquería y las guerras de lodo, y ofrecer a la ciudadanía realismo, honestidad y, sobre todo, la humildad de una clase política que ha vivido, por décadas, de espaldas a la realidad nacional.
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