En el contexto de una conferencia pronunciada ante diplomáticos en Moscú, el secretario general de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), Ban Ki-Moon, manifestó su preocupación ante la posibilidad de que la coyuntura que se vive actualmente (la conversión de los descalabros hipotecarios, bursátiles y financieros de Estados Unidos en una crisis económica mundial de gran calado) derive en una crisis política global”.
Es claro que, ante la persistencia del hambre, la pobreza, las carencias sanitarias, la marginación y los rezagos sociales que persisten sobre todo en las naciones subdesarrolladas, como la nuestra, la proliferación de manifestaciones de descontento social y la aparición de escenarios de ingobernabilidad son riesgos siempre latentes, más aún en escenarios como el actual, en los que todos esos elementos se acentúan por la falta de empleo, la carestía y por un sentir generalizado de zozobra e incertidumbre.
Vista más a fondo, sin embargo, la declaración de Ban Ki-Moon no sólo apunta a la configuración de una “crisis política” estrictamente coyuntural, sino al colapso de todo un modelo político construido y articulado en torno al paradigma del “libre mercado”. Durante décadas, los más acendrados defensores del neoliberalismo en países como el nuestro han sostenido que el libre flujo de capitales y la reducción sostenida del Estado, tanto en su tamaño como en sus capacidades, son condiciones necesarias para el desarrollo efectivo y la consolidación de la democracia.
De tal forma, se ha dado en llamar “democracia neoliberal” a una forma de gobierno que es esencialmente oligárquica, consagrada a la defensa de los grandes capitales, no de las poblaciones, caracterizada por supeditar las libertades de las personas al libertinaje económico, y para la cual los electores y las instituciones son meros instrumentos. Hoy, cuando el modelo económico dominante durante los años recientes ha colapsado como consecuencia de su propia irracionalidad y de su carácter intrínsecamente depredador, es por demás comprensible que surjan severos cuestionamientos hacia un ordenamiento político que está pensado para beneficio de los grandes potentados, no para el común de la gente.
En el caso de México, la exasperante situación económica que los sectores mayoritarios han padecido históricamente se convierte en factor de inestabilidad política adicional en el momento presente, cuando el único argumento que podía ser utilizado para legitimar la vigencia del modelo neoliberal –la estabilidad macroeconómica– se ha derrumbado: baste con mencionar, como botón de muestra, que tan sólo en enero pasado la economía nacional se contrajo 9.5 por ciento en términos reales con respecto al mismo mes de 2008, lo que representa su peor caída desde 1995, de acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Geografía. En lugar de aprovechar los tiempos de relativa abundancia para establecer mecanismos de bienestar social y de redistribución de la riqueza en beneficio de las franjas más desprotegidas –que contribuyeran a mantener la cohesión del entramado social y, en esa medida, a preservar la estabilidad política–, los sucesivos gobiernos han exhibido una actitud indolente e irracional, han fomentado procesos de acumulación de riqueza a niveles insultantes en unas cuantas manos.
En suma, si hoy el mundo se conduce hacia una “crisis política global”, como afirma Ban Ki-Moon, es precisamente por el carácter irracional, excluyente y destructivo del neoliberalismo, y por la anuencia y la falta de previsión y sensibilidad de los gobiernos que han defendido ese sistema a niveles que rayan en lo cínico.
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