Vicente Fox no era un imbécil; se hacia el imbécil. Sus gracejadas, sus dislates pretendían enmascarar, diluir ante la opinión pública, la oscura obsesión por el poder que guiaba sus pasos. Felipe Calderón, por su parte, no es sólo un hombre, como tantos otros, que responde visceralmente ante las criticas y que, por su “mecha corta”, como dicen muchos, no duda en lanzarse o en lanzar a otros, con todo el respaldo del Estado, a atacar y descalificar ferozmente a aquellos que se atreven a decir que el país no marcha –como él sostiene– hacia buen puerto. En ambos casos, los rasgos distintivos de carácter por el que se les conoce y a veces justifica –en uno la locura, en otro el temperamento explosivo– son sólo la máscara que oculta su verdadero rostro y un eficiente y singular método de proselitismo.
Uno torpe y campechano; el otro duro y temperamental, la verdad es que la de ambos es una convicción democrática muy volátil por decir lo menos y tanto que al nada más aparecer las urnas en el horizonte se despojan impúdicamente de ese disfraz y sale a flote su verdadera vocación autoritaria. Nada más sagrado para ellos que la permanencia en el poder aunque para garantizarla se deba, como en el caso de los comicios del 2006, violar la ley o como ahora cerrar los ojos y la boca –so pena de que te cuelguen el sambenito de catastrofista– ante una crisis económica y una situación de descomposición social, cuyas consecuencias devastadoras apenas comienzan a sentirse.
Fox se hacía el payaso; Calderón el guerrero siendo ambos, en realidad, oscuros inquisidores. Lo suyo es el acatamiento del dogma que ellos dicen representar y defender en el nombre y por el bien de todos nosotros. Apóstoles de la democracia esta les sirve sólo en tanto coartada para alcanzar sus fines. Maestro e hijo del “haiga sido como haiga sido” expulsan del paraíso a quienes no comparten la nueva fe nacional de la que –al sacar al PRI de Los Pinos, por un lado y salvarnos de ese “peligro para México” por el otro– se han convertido en profetas. Es desde esa atalaya que lanzan anatemas y convocan a quemar a los herejes en la hoguera. Como en tiempos de la colonia las ejecuciones se producen en la plaza pública, sólo que ahora esta es la única en la que pueden aun moverse con libertad; la pantalla de la televisión.
Impregnados de fervor religioso ambos necesitan el concurso de la feligresía. La liturgia foxista era la del espectáculo y la puerilidad. Vicente Fox, ungido democráticamente por millones, convocaba a las masas a distraerse con sus amoríos y despropósitos, a compadecerlo por bruto, a perdonarlo por simpático, a justificarlo por ser tan franco y tan ranchero. Pocos se dieron cuenta, en medio de la euforia primero, de la hilaridad después, de cómo Fox entregó el país al crimen organizado, de cómo sacó al PRI de Los Pinos para instalarlo en todos los centros de poder real, de cómo traicionó el mandato que el pueblo le diera. Pocos también tomaron en serio sus continuas y oscuras maquinaciones. Convocaba a la sociedad a reírse, a burlarse de él mientras era él, en realidad, quien se reía de nosotros, quien se burlaba de la ley.
Calderón es más grave, más solemne. Es el suyo el canto del guerrero que libra otra santa cruzada. En estas condiciones puede ser el suyo –se explica en tiempos de guerra– un discurso, un rezo ardiente, que fulmina a los infieles. Quienes a él se oponen no son sólo enemigos del progreso, lo son también de la seguridad, de la justicia, de la razón, nuevos peligros para México que es preciso combatir. Sin recato alguno –hace unos días analizaba en ese sentido uno de sus discursos Miguel Ángel Granados Chapa– mete Calderón a críticos de su gobierno y probables delincuentes en el mismo saco.
Relapsos y diminutos son quienes no creen en el dogma de su ascensión democrática. Herejes y enemigos de la verdad revelada quienes no comparten su optimismo económico. Enemigos de la paz quienes dudan de la eficacia de su cruzada y tanto que merecen quemarse, todos, en el mismo fuego que los criminales.
De cara a unas elecciones que se antojan decisivas Felipe Calderón necesita engrosar su feligresía. Para defender la fe –no necesita ciudadanos sino creyentes– promueve el linchamiento. La clave de su discurso, como lo fue de su ascensión al poder, es el miedo. Más que a la razón, como Fox lo hacía con la risa, Calderón apela –y la realidad, desgraciadamente, conspira a su favor– al más primitivo instinto de sobrevivencia. Con su mecha corta Calderón hace gala de él; entra en la lógica de campaña, muestra el camino a sus seguidores.
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