El presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), Guillermo I. Ortiz Mayagoitia, declaró ayer a mediodía, con un gran gesto, el fin de la sesión del pleno: cuatro días, poco más de 20 horas de debates jurisconsultos que concluyeron que, si bien hubo “violaciones graves a las garantías individuales” en mayo de 2006 en San Salvador Atenco, ningún funcionario de alto o medido nivel, ni del estado de México ni del gobierno federal, fue responsable de estos hechos que provocaron la muerte de dos jóvenes, agresiones sexuales de policías contra una treintena de mujeres arrestadas, centenares de detenciones arbitrarias y torturas.
En los asientos de las primeras filas del recinto de plenos se ponen de pie seis hombres bien trajeados, muy sonrientes. Vienen del área jurídica del gobernador Enrique Peña Nieto.
En las últimas filas, los representantes de las víctimas tardan en asimilar el trago amargo. Sólo unos segundos. De pronto, irrumpen sus gritos indignados: “¡Ministros, corruptos, asesinan la justicia!”, “¡Peña Nieto ordenó y ejecutó la represión!” Una de las mujeres saca la manta de su bolso. Un agente de seguridad intenta arrebatársela. Trinidad del Valle –esposa del dirigente del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra (FPDT), sentenciado a 112 años de cárcel– detiene con fuerza el brazo del oficial: “¡Déjala!” Y los atenquenses despliegan sus mantas, gritan hasta desgañitarse, bajan la escalinata de la Corte en una pequeña marcha indignada y se desahogan dos horas más en la explanada. Total, ya nadie los escucha.
Tres años de investigaciones de la SCJN sobre los hechos de Atenco, contenidas en las 900 cuartillas del dictamen del ministro José de Jesús Gudiño, se habían ido diluyendo, en particular cada vez que tomaba la palabra el ministro Sergio Aguirre Anguiano. El documento, con descripciones que resultaban tan dolorosas que el ministro Genaro Góngora confesó que con frecuencia tenía que detener su lectura, a nadie más le quitaría el sueño. Se había convertido ya en papel mojado.
¿Violaciones graves en Atenco? Aguirre, juez de militancia panista, emitió el único voto negativo. ¿Determinar cuáles policías, de los que llevaban armas calibre 38 mm, dispararon contra el adolescente Javier Cortés? Inaceptable para Aguirre. “La bala pudo haber salido del arsenal de los atacantes subversivos.”
¿Fincar responsabilidades por la muerte del joven Alexis Benhumea entre los agentes que dispararon gases lacrimógenos a corta distancia? Tronaba el magistrado bajo su toga: “¿Cómo se puede atribuir a la policía la muerte de ese muchacho? ¡Qué barbaridad!”
¿Dar crédito a la palabra de las mujeres que rindieron testimonio de agresiones sexuales y violaciones tumultuarias por agentes de seguridad pública mexiquenses durante su traslado al penal de Santiaguito?
Aguirre arremete contra testimonios de las víctimas, que ya están bajo la jurisdicción de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos: “Con soltura, declaran algunas señoras que fueron objeto material de diversos manipuleos atentatorios a su libertad sexual. Pero resulta que todos los dictámenes médicos no nos conducen a eso. Incluso hay filmaciones muy dramáticas de una señora, de perfil, mostrando una gran cantidad de hematomas en su anatomía. ¿Y quien nos dice que éstos no se produjeron en la contienda?”
A los ojos de los manifestantes que desde el lunes se mantienen en plantón ante la gran puerta de bronce de la Suprema Corte, cerrada y resguardada por la policía antimotines, el abogado se ha ganado su epitafio en un féretro de cartón. “El magistrado Aguirre se quemó las pestañas estudiando para convertirse en el pozolero de la justicia.”
Distantes están ya las palabras del ministro Góngora, solitarias en su representación de las víctimas: “Atenco –había dicho– fue un acto de venganza. Es verdaderamente terrible que los ciudadanos estemos a expensas del ánimo de desquite de los policías y los gobernantes.”
Inútil su esfuerzo. Fue la ministra Margarita Luna quien colocó el último clavo de la impunidad, cuando deslindó de toda responsabilidad, citándolos por nombre y apellido, al actual procurador general de la República, Eduardo Medina Mora, ex secretario de Seguridad Pública; al gobernador Peña Nieto; al ex comisionado de la policía estatal en esas fechas, Wilfredo Robledo Madrid, a Miguel Ángel Yunes, ex delegado del Cisen, y a Ardelio Vargas, de la Policía Federal Preventiva, entre otros.
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