CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- La integridad electoral es la fuente más eficaz de legitimidad política. A su vez, la legitimidad política es el fundamento más sólido de la gobernanza democrática. Seymour M. Lipset lo expresaba en estos términos: “La legitimidad implica la capacidad de un sistema político de engendrar y mantener la convicción ciudadana de que las instituciones políticas existentes son las más apropiadas para la sociedad”. Ello permite que tanto los ganadores como los perdedores en las contiendas electorales acepten que las reglas del juego en vigor merecen ser acatadas, en lugar de que las autoridades impongan un resultado que haya que defender mediante artilugios legaloides o coerción. La legitimidad política es un factor clave para medir y elevar la calidad de la democracia. Cuando falta, se nota.
Eso es lo que ocurre en México. Las prácticas electorales fraudulentas se traducen en la falta de legitimidad política del régimen, lo cual ha dado lugar a un gobierno ineficaz, débil e impopular. Además, la falta de respeto a valores democráticos como la honestidad, los derechos humanos y la libertad de expresión ha creado un ambiente de caos y descontento entre la población, así como un clima de confrontación entre los actores políticos. En esa lucha desordenada reinan la ambición y el interés individual, de grupos o partidos, en detrimento del cumplimiento de la ley así como de las normas de la convivencia política democrática. Se pierde el sentido de nación como elemento aglutinador de los diversos grupos de la sociedad en la búsqueda de beneficios y metas comunes. Proliferan la ilegalidad, la violencia y la corrupción. El país se ha estancado, la pobreza y la desigualdad crecen. El círculo vicioso se expande, la involución se profundiza y el descontento social aumenta.
Los comicios del domingo 4 confirmaron que las instituciones y las leyes electorales fueron nuevamente burladas y violadas por los gobiernos federal y estatales, así como por los institutos electorales de Coahuila y el Estado de México. La suma de irregularidades ocurridas durante los procesos comiciales en esos dos estados alcanzaron un nivel de suciedad electoral y política contraria a la integridad electoral propia de la democracia. Los regímenes en los que predominan los comicios marcados por las conductas fraudulentas, las trampas y la manipulación no merecen ser llamados democráticos, sino autoritarismos competitivos, autocracias electorales o autoritarismos electorales, es decir, sistemas en los que los comicios están manchados por la corrupción gubernamental (Pippa Norris, Por qué importa la integridad electoral, 2014).
Ese es el caso del México gobernado por Enrique Peña Nieto. No nos engañemos con eufemismos y justificaciones autocomplacientes. La historia reciente del escabroso camino del país hacia la democracia es, sobre todo, una historia de tropiezos, engaños y fracasos: la “caída del sistema” que le dio el triunfo a Carlos Salinas, en 1988; la elección de Ernesto Zedillo, quien al menos tuvo el valor de reconocer que las elecciones de 1994 fueron limpias pero no equitativas; la gran decepción del foxismo tras la alternancia de 2000, que truncó la transición democrática; la dudosa victoria de Felipe Calderón por 0.1% de los votos, “haiga sido como haiga sido”, ante el pasmo cómplice de las autoridades electorales y los excesos del candidato perdedor; la corrupción electoral que llevó al poder a Peña Nieto en 2012, tras haber violado de manera flagrante los artículos 41 y 134 de la Constitución, con el aval y la ceguera voluntaria del IFE y el Tribunal Electoral, confirmada por la fiscalización amañada que exoneró la compra de voto con tarjetas Monex y el estratosférico rebase de gastos de la multimillonaria campaña mediática, que fue determinante en la victoria del candidato del PRI.
Existe una historia paralela de reformas electorales que ha producido avances indiscutibles en la estructura jurídica e institucional y en la organización de los comicios, el conteo de los votos, la participación de los ciudadanos en las casillas y la diversidad de opciones de partidos y candidatos, así como en la alternancia pacífica del poder. No obstante, esa evolución se ha visto mermada o anulada ante la avalancha de artimañas y delitos electorales que quedan impunes y, en consecuencia, cancelan la legitimidad del proceso y los resultados de los comicios, además de minar la credibilidad del árbitro y del juez de la contienda. Hay un divorcio radical entre las normas y las prácticas electorales.
La lista de irregularidades es larga, conocida y está en constante renovación: Participación de funcionarios de los tres niveles de gobierno en la promoción del candidato del PRI con recursos del erario, rebase de gastos de campaña y carretadas de dinero ilegal nunca fiscalizado, politización de programas sociales, compra y coacción del voto, acarreo de electores, relleno de urnas, falsificación de actas, manipulación del padrón electoral, fallas ¿provocadas? del PREP. En estas elecciones se agregaron otras tropelías como la intimidación de consejeros electorales y funcionarios de casilla mediante llamadas, mensajes o ¡cabezas de cerdo tiradas a la entrada de sus sedes! (Proceso 2119.)
Esas anomalías son violatorias de la Constitución y de la Ley Electoral, por lo cual son constitutivas de delito e incluso pueden ser causales de la nulidad de la elección. Existe amplia evidencia de que se han violado los principios constitucionales de certeza, legalidad e imparcialidad; la secrecía y la libertad del sufragio. También se ha infringido el mandato establecido en el artículo 443 de la Ley Electoral de que los partidos políticos no deben exceder los topes de campaña ni ocultar la información acerca del origen, monto y destino de sus recursos.
Estos y otros delitos electorales no deben quedar impunes. Si este atropello cuenta con la aquiescencia del INE y del Tribunal Electoral, estaríamos frente a una grave derrota –acaso irreparable– de las instituciones democráticas de la nación.
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